La Jornada jueves 26 de noviembre de 1998

Adolfo Sánchez Rebolledo
Pinochet: no hay olvido

La Cámara de los Lores británicos ha puesto punto final a la querella iniciada sobre el general Augusto Pinochet para evitar su extradición a España. El mundo, que ha recuperado con este fallo algo de la dignidad y el sentido de la vergüenza que durante largos años parecieron desvanecerse, ahora debe enfrentar una situación inédita con objetividad y templanza, exigiendo, como lo han dicho ya muchos chilenos, justicia y verdad, no revancha.

En una resolución histórica, el veredicto emitido ayer en Londres anula la decisión judicial anterior que reconocía al viejo dictador ``inmunidad soberana'', abriendo así las compuertas legales para que el asunto vuelva al cauce original: las acusaciones por genocidio, tortura y asesinato que integran el expediente abierto por el juez Garzón. Pero no está dicha la última palabra.

El ministro del Interior británico todavía puede optar entre varias opciones legales. Si así lo considera oportuno, aún puede bloquear la extradición de Pinochet, solicitada por varios tribunales europeos, pero incluso en ese extremo, es evidente que se ha sentado un precedente de enorme significación moral, política y judicial.

Los 40 días que en reclusión ha pasado el general Pinochet cambian dramáticamente el final de una historia que había sido escrita para asentar el mito fundador de la dictadura: la idea autocomplaciente de que los abusos del gobierno castrense fueron, en el peor de los casos, la respuesta obligada, necesaria y comprensible para encauzar la economía y la sociedad chilena por la senda de la paz y la democracia. Eso era lo importante y había que callar.

Durante años, Pinochet se presentó a sí mismo como el autor personal de un milagro modernizador, pero su detención, arrogancias aparte, comprueba que esos personajes, tan leales y serviles en el pasado a los intereses de la guerra fría, hoy resultan esencialmente arcaicos e impresentables y su obra, un mero compendio de horrores intolerables.

El mundo ha dicho de muchas maneras que no olvida el asesinato del presidente Salvador Allende Gossens ni las atrocidades cometidas por los militares chilenos en nombre del exterminio ``del marxismo''. En otras palabras: el juicio a Pinochet es una revaloración universal de los derechos humanos, no una vuelta atrás al pasado.

Sin duda el proceso repercutirá gravemente en los frágiles equilibrios de la democracia chilena, pero no hay mal que por bien no venga: la situación actual de parálisis tendrá que desembocar en una reforma constitucional que elimine de una vez las ataduras impuestas por la dictadura a la democracia chilena. No será ni fácil ni sencillo avanzar en esa dirección, pero éste es un pendiente que ya no podrá posponerse por mucho tiempo, aunque la derecha furiosa y beligerante, pero aislada, se oponga a dar el paso.

Pero el juicio a Pinochet ha puesto de relevancia otras carencias y necesidades. No es sólo una excusa la posición del gobierno de Chile plantear el tema de la territorialidad en el caso de éste y otros delitos; se trata de un asunto de la mayor relevancia, sobre todo pensando en el futuro. Urge despejar cualquier duda en este punto.

Si bien los crímenes de lesa humanidad, que son extraterritoriales e imprescriptibles, están tipificados en multitud de normas internacionales (y en ellos se apara el sumario contra Pinochet), lo cierto es que sigue sin funcionar el Tribunal Internacional que debería reunir las competencias necesarias para juzgar esos casos con plena seguridad jurídica.

El 2 de diciembre conoceremos la decisión del ministro Jack Straw, pero ya para entonces Augusto Pinochet habrá perdido definitivamente la batalla con la historia. No hay olvido.