Soy viajera obstinada, impenitente, quejosa. Viajo como si fuera mi único destino, un sino impuesto por los hados (adversos); por ello intento hacer una operación contradictoria pero muy usual en la historia de la literatura: en lugar de viajar hacia fuera, visitar países, ciudades, playas, inicio un viaje mujer adentro para tratar de explicarme las causas de esa agitada circularidad que cuando vivía en París, en mis lejanas épocas de estudiante, dibujaba una extraña figura que hacía que mis viajes se transformarán en un oxímoron perfecto, porque el movimiento perpetuo que entraña todo viaje se convertía de pronto y, gracias a un estado de conciencia singular, en el regreso, es decir, antes de haber viajado ya estaba yo de vuelta cancelando el periplo y nulificando su sentido.
Recuerdo una vez que con mi marido, Paco López Cámara, llegamos a Istambul, la legendaria Constantinopla, y dirigiéndonos al hotel -por cuestiones económicas situado en un suburbio no muy elegante de la ciudad-, me parecía que circulábamos por la Lagunilla, cuando de repente las callejuelas se abrieron y se transformaron en el Cuerno de Oro, una vista soberbia con el sol cayendo sobre el mar y al fondo la silueta de los minaretes de las numerosas mezquitas de la vieja ciudad; la visión me dejo suspensa, pero sin proponérmelo estaba ya de nuevo en París llorando desesperada porque iba a dejar de ver el Cuerno de Oro, cosa que en verdad me sucedió.
No sé si me explico, pero lo que sí sé es que mis viajes se hacen, pero al mismo tiempo se deshacen: apenas empezados los anulo en el pensamiento y de manera inexorable regreso al punto de partida.
Evidentemente viajaba en tren, en avión, en autobús, en barco o pidiendo aventón en las carreteras europeas o hasta en un coche Hillman que alguna vez compramos y que nos llevó por la antigua Yugoslavia, en tiempos aparentes de prosperidad para visitar la Costa Dálmata que era totalmente virgen; apenas tenía carreteras y era tan barata que nos alojábamos en hoteles principescos cerca de las antiguas ruinas romanas y comprábamos por una bicoca unas monedas de plata con la efigie de la emperatriz María Teresa de Austria.
Pero, me interrumpo, ¿qué importancia puede tener que una mujer cualquiera haga viajes interiores o exteriores que parecen resolverse en la más absoluta inactividad? ¿Será porque había leído siendo adolescente El judío errante, de Eugenio Sue?, o ¿debido a un destino de judía errante, ese sino que mi padre me impuso cuando terminada la Segunda Guerra mundial empezó a viajar interminablemente para conseguir fondos para ayudar o enviar a Israel a los judíos sobrevivientes de los campos de concentración? Y sus viajes empezaban y terminaban siempre en el muy pequeño aeropuerto de nuestra ciudad aún transparente. Por desgracia, entonces pensaba con ansiedad sólo en los regalos que mi padre nos traía: collares de plata de Perú, bolsas de caucho de Panamá, artesanías de Guatemala, mariposas disecadas de Brasil, objetos de cuero de Buenos Aires, algunas piedras del Congo belga, o bálsamo del tigre desde China, y no advertía que ese movimiento pendular que nos hacía ir y venir a, o del aeropuerto, estaba forjando mi destino.
Vuelvo a preguntarme, ¿a quién le importa que yo dé vueltas como trompo y que como tal mi movimiento sea sólo una ilusión furtiva? ¿Mis viajes prefiguraban el Internet? ¿Eran sólo navegaciones virtuales, como la que me llevó por dos días a Huatulco con mi hija Alina, tratando de resolver algunos asuntos familiares, viaje que ni siquiera nos dejó la piel tostada por el sol, aunque sí nos permitió ver la terrible desolación de nuestras playas que, como las de Haití, sólo pueden ser gozadas en su plenitud por los turistas extranjeros?
¿Es que los textos de viaje sólo se legitiman -como dice Francis Wahl al prologar Incidentes, libro de Barthes- por el esfuerzo realizado por la escritura para agarrarse a lo inmediato? Transcribo unas frases de Barthes que a lo mejor resuelven algunas de las dudas planteadas en este texto y que quizá puedan ser algunas de las que nos asaltan a los que viajamos:
``Me pongo en la situación de aquel hace algo, y ya no de aquel que habla sobre algo: no estudio un producto, endoso una producción; elimino el discurso sobre el discurso; el mundo ya no me llega en forma de objeto, sino como escritura, es decir como práctica, paso a otro tipo de saber''.