El 11 de septiembre de 1973 quedó grabado a fuego en la piel de los chilenos y los latinoamericanos. Ese día, en Santiago, la democracia fue tomada por asalto. El presidente Salvador Allende murió defendiendo la institucionalidad. Miles de ciudadanos fueron capturados, vejados, torturados, asesinados o desaparecidos por la soldadesca, y a partir de entonces se abatió, sobre Chile, la noche más negra, larga y sangrienta de su historia.
Veinticinco años, dos meses y 14 días después ha empezado a hacerse justicia. Augusto Pinochet Ugarte, responsable y beneficiario principal de aquellos sucesos, dictador implacable y criminal, después jefe máximo de las fuerzas armadas y, a últimas fechas, senador vitalicio por autodesignación, ha sido retenido en Gran Bretaña para que enfrente el pedido de extradición formulado por el juez español Baltasar Garzón para juzgarlo, en Madrid, por asesinatos, torturas y genocidio. Ayer, la Cámara de los Lores le negó la inmunidad diplomática que impúdicamente se reclamó para él en su supuesta condición de ``ex jefe de Estado''.
El fallo es incuestionable: Pinochet, cuyo retrato con gesto hosco y lentes oscuros se convirtió en símbolo por excelencia de los gorilatos latinoamericanos, fue, en todo caso, un depredador de Estado, y su impunidad campante constituía una afrenta para Chile, para América Latina y para la humanidad.
Desde su detención en Londres, la situación del ex tirano ha obligado a ventilar asuntos capitales de fin de siglo que trascienden los bandos políticos y las jurisdicciones nacionales, y a ordenar prioridades fundamentales para la convivencia ética del próximo, inminente milenio.
Por una parte, es claro que la trayectoria de destrucción y sufrimiento humano que caracteriza a Pinochet no puede ser juzgada en el contexto de filiaciones políticas --izquierdas, derechas-- sino en el terreno de los consensos éticos. Salvo los miembros de algunos grupúsculos chilenos, pequeños pero vociferantes, y a excepción de los familiares del genocida, nadie reclamaría para sí el adjetivo de pinochetista, de la misma forma en que muy escasos habitantes de este planeta se autocalifican de nazis.
Por la otra, resulta insostenible la pretensión de encubrir, con el argumento de la soberanía, a un criminal de la talla de Pinochet, cuyos delitos rebasan, con mucho, el ámbito de esa soberanía. La misma implantación del pinochetismo en Chile fue, en gran medida, resultado de un complot desarrollado en Washington por el entonces secretario de Estado, Henry Kissinger, la multinacional ITT y otros agentes del poder político y económico de Estados Unidos. El ex militar chileno no sólo masacró a miles de sus compatriotas, sino también a ciudadanos de otras nacionalidades. Fue participante y promotor de la tristemente célebre Operación Cóndor, una red de terror, persecución y muerte que costó la vida a innumerables opositores de las distintas naciones del Cono Sur; además, el régimen de Pinochet ordenó atentados en territorio estadunidense, como el que costó la vida a Orlando Letelier y a su secretaria, Ronnie Muffit. Por esas razones, el ahora interno de un hospital siquiátrico londinense es un ofensor de la humanidad y debe ser sancionado conforme a derecho por cualquier tribunal del mundo.
En otro sentido, los acontecimientos tras el inicial arresto de Pinochet --las tensiones que ha generado en las relaciones de Chile con Gran bretaña y España y los vergonzosos intentos del gobierno de Santiago por escamotear al criminal de la justicia-- dejan al descubierto los límites de la institucionalidad chilena, engendrada como acción postrera del totalitarismo y cimentada en una constitución redactada por el ex dictador con el objetivo principal de garantizar la impunidad vitalicia para sí y para los suyos.
Al mismo tiempo, en los sucesos comentados se percibe el dato esperanzador del fortalecimiento de la legalidad internacional y de la consolidación de una cultura y una práctica de los derechos humanos que, cada día más, y mucho más a partir de ayer, merece el calificativo de universal.
El fallo marca, pues, una fecha para celebrar. No es el caso solazarse ante la situación humillante y amarga por la que atraviesa un individuo, sino festejar el comienzo de la justicia para las decenas de miles de sus víctimas.
No ha de dejar de mencionarse, por último, que en el contexto de la tragedia chilena de hace 25 años se desarrolló uno de los más dignos y enaltecedores episodios de la política exterior mexicana y que, desde el 11 de septiembre, nuestra embajada en Santiago fue refugio solidario para los perseguidos y gestora de protección para miles de chilenos que encontraron en nuestro territorio una segunda patria. Luego de poner a salvo al mayor número posible de opositores, el 26 de noviembre de 1974, hoy hace 24 años, el gobierno mexicano rompió relaciones con el régimen genocida de Augusto Pinochet Ugarte, hoy sujeto a proceso de extradición en suelo británico.