Además de las pinturas de Rubens, atribuidas al pintor, o ejecutadas por él con alguno de sus más distinguidos colaboradores, el Museo de San Carlos presenta una selección de cuadros flamencos del siglo XVII con algunos autores tan conocidos como Brueghel II y Brueghel ``de terciopelo'' (hijos de Peter Brueghel), Van Dyck, Jacobo Jordaens y otros menos conocidos o que no han disfrutado de tanta fama debido a la sobreoferta de pintura que permitió la formación de inumerables colecciones en los Países Bajos en ese siglo. Son estas obras las que presentan, a mi juicio, mayor interés, sea por razones iconográficas, por factura atractiva o por la ambigua situación que se dio con la separación de las ciudades que se independizaron de Flandes, repercutiendo en el tratamiento de la temática religiosa que con frecuencia aparece ligada con la pintura de género como ocurre con el graciosísimo cuadro de Brueghel II, San Juan Bautista predicando, que más parece una versión puesta al día del Sermón de la Montaña.
Algo similar sucede con El calvario, óleo poco piadoso, en el que es posible admirar a jóvenes jinetes de bucles dorados que hacen contacto de ojo entre sí, o lo hacen con el espectador, muy ajenos a la agonía de Cristo y a las contorsiones de los dos ladrones que lo flanquean. En la parte central María, madre de Jesús, muy quitada de la pena escucha lo que le dice Juan, el discípulo amado, vestido de rojo y ajeno a la crucifixión. El pintor Louis de Caulery se ocupó de transmitir gestos, actitudes, costumbres y modas y eso es lo que resulta atractivo. Este cuadro es una verdadera ``curiosidad estética''. De Jacobo Jordaens hay un grupo de desnudos femeninos y de silenos: El descanso de Diana. Lo interesante aquí (además del obvio rubenismo del autor) es que resulta probable que Ingres viera el dibujo preliminar, espléndido, que se encuentra en Chantilly y que tomara de allí inspiración para El baño turco.
A Jordaens se atribuye el cuadro más horroroso del conjunto: un San Cristóbal enorme que asimila mal a los caravagistas de Utretch. Otro cuadro, atribuido al pintor, es La huida a Egipto, allí la Virgen y el niño van trepados en una mula enana, mientras que San José pastorea a un mamífero que fija su ojo visible en el espectador. Es el mismo ojo pasmado y vacuno que ofrecen algunos santos del XVII. De Gérard Seghers es una composición muy cumplida, hermosa, Judith. No está la cabeza de Holofernes ni ella va acompañada de su principal atributo, la espada; en cambio, la vieja asistente sí porta una bolsa que se antoja estrecha para recibir la cabeza del decapitado. De representar a la heroína bíblica, la modelo puede que sea la misma que Peter van Lint plasmó en un cuadro, aquí sí de título equivocado, Alegoría de Hermes niño. La mujer trae corona de flores y laurel, el amorcito que amamanta es un putto, nada que ver con Hermes, cuyos atributos (desde que era chiquito) son el caduceo y los tálaros, especie de botines alados. Hermes trae con frecuencia alas en la cabeza, pero jamás en la espalda, por lo que se sugiere a las autoridades de San Carlos que corrijan el título. Puede tratarse de una de las musas: Erato o bien de Afrodita, que es la madre de todos los amores, buenos y malos, como bien se sabe.
No hubiera estado mal consultar con cuidado Iconografía, de Cesare Ripa, basada en fuentes antiguas, no sólo en Ovidio que es el autor a quien por antonomasia se cita en las notas que acompañan la reproducción de las láminas en el fastuoso, bien impreso y atractivo libro-catálogo producido por Americo Editores.
No tengo empacho en decir que el ensayo que me pareció más serio, informado y documentado es el de Rogelio Ruiz de Gomar: ``La presencia de Rubens en la pintura colonial mexicana'', ilustrado básicamente con grabados muy bien reproducidos. Los textos de los autores españoles M. Díaz Padrón y A. Padrón Mérida son interesantes, pero me extrañan las escasas referencias a los especialistas anglosajones que han abordado este tema. Me refiero a los textos sobre el Barroco de la Reforma y la Contrarreforma e incluso sobre el mercado del arte, que cuenta con su respectivo capítulo en el que se toca muy bien el problema de la diáspora, pero no se analiza a fondo una de sus principales causas: las ciudades reformadas cancelaron totalmente los encargos de obras de gran formato con tema religioso.