Un aire impregnado de aroma afrodisiaco se respiraba ayer en la Plaza México, como evaporación sensual de un toreo que desaparece, para dar paso a una caricatura del mismo. Aire que nos trae --hoy en día-- más que rumores de pelea, ecos de una vieja pasión primitiva, que se nos va inexplicablemente de las manos. Solamente mirando al reloj de la plaza y a los espacios infinitos, se divisan, lejanas, inabordables, esperas que no esperan nada de la resurrección del toreo.
El toreo desaparece definitivamente --ni toros, ni toreros, ni toreo-- se disuelve en la nada. Si al menos aquel tránsito entre la vida y la muerte fuese rápido, el sufrimiento y la pérdida sería tolerable; pero le separa de aquel instante todo lo que en el mundo ocupa el azar. Tenía que ser el azar lo que acompañara al toreo en su agonía. Ese toreo que supo que el azar, no la certeza, era la esencia de su intimidad, la búsqueda de los sorpresivo, lo inesperado. Sólo le queda como afirmaba Nietzche, ``la única certeza en la vida es el suicidio'', en vez de hacer el ridículo cada tarde. Claro que al ser azaroso el toreo queda la posibilidad, una entre miles, de que resurja de las carnicerías de las plazas. La lucha entre su sensibilidad y actual comercialización, la agotan, la rinden. La preocupación de la muerte le asedia. El, que jugó a la muerte toda la vida, hoy no aparece. No le queda más que una vía libre, la evasión de los redondeles por la puerta falsa de la muerte.
El toreo triste y solo, abandonado, sin asidero en el mundo, vive de su pasado. ¡morir! Ese verbo que tanto sonó en su vida, recobra ante el espíritu, la plenitud de su sentido trágico. Sobrecogido siente una ola fría helándole el alma. El peligro en perspectiva vive en la imaginación, vago, difuso.
La angustia del toreo vela la tremenda realidad del hecho. El destino acabó por plantearle un conflicto, cuyas consecuencias no se atreve a abarcar en el pensamiento. Sólo le queda soñar antes de morir. El concierto del espíritu y la fuerza, la muerte y la belleza, la gracia y el dominio. Sólo soñar, porque la realidad es otra.
Hostigados por una onda nostalgia voluptuosa que enciende la sangre, los cabales volvimos a llevarnos un frentazo. Mi querido amigo Adolfo Lugo también nos falló. Una ``corrida'' mal presentada de Huichapan, sin presencia, sin trapío, sin cabeza, sin pitones. Primero y segundo francamente becerros; tercero y cuarto anovillados; y quinto y sexto menos que más llegándole a la edad.
Sobresalió el quinto de la tarde, de encastada nobleza, planeador, fácil, galopando con una cabecita preciosa, ``un torito de la ilusión'', que se fue sin torear, desaprovechado lamentablemente por Rafael Ortega y sólo en unos pares de banderillas salió a flote.
En cambio, Manuel Caballero salió en torero, dio un estoconazo y se llevó una oreja y al último de la corrida, un Barrabás descastado, pegajoso, y peligroso le plantó cara muy en serio, se jugó la piel, se llevó un testerazo, y pese a las casi cien corridas que toreó en España no lo pudo someter como esperábamos los cabales. Eso sí, puso la emoción en el tendido que da el peligro del animal. ¡El toreo, como el siglo, agoniza!