La Jornada Semanal, 22 de noviembre de 1998


(h)ojeadas

Una summa ignaciana

Gonzalo Celorio

Ignacio Solares,
El sitio,
Alfaguara,
México, 1998.

Cuando leí, en 1995, el cuento ``El sitio'' de Ignacio Solares, publicado en el libro Muérete y sabrás, que recoge dieciséis cuentos de su autoría, preví que en él podía hallarse el embrión de una novela. El tema del encierro al que de buenas a primeras se ven sometidos los inquilinos de un edificio de departamentos, si bien había permitido, en tanto que suceso único y definitorio, la articulación de un cuento de espíritu cortazariano, como ``Casa tomada'' o ``La autopista del sur'', podía incitar también, por la multiplicidad de personajes expuestos a una situación extraordinaria, a la escritura de una novela. Cómo no desarrollar hasta sus últimas consecuencias semejante situación en un discurso novelístico, pensé entonces, y hacer una cala profunda en la condición humana, así sujeta a una convivencia forzada y a la terrible imposición de limitaciones momento a momento más insoportables. El cuento, que venturosamente dio origen a la novela homónima que ahora se publica, está narrado en primera persona por un joven que participa de la acción y nos ofrece su particular punto de vista sobre el insólito acontecimiento que afecta la vida de todos los habitantes del edificio. Consideré en esa ocasión que, para transformarse en novela, la narración, amén de explotar la complejidad de los personajes, debería articularse en tercera persona y que el narrador debería poseer, a la manera clásica, carácter omnisciente.

Los personajes, apenas esbozados en el cuento, efectivamente cobraron en la novela una dimensión insospechada: no sólo transformaron sus vidas al influjo de las circunstancias sino que sacaron a relucir la más dramática patología de su condición humana. El punto de vista narrativo, sin embargo, no varió. Al menos no varió sustancialmente. El narrador de la novela sigue siendo sólo un personaje, en este caso un cura alcohólico, ciertamente muy parecido al joven que narra el cuento original toda vez que ambos tienen las mismas preocupaciones morales y la misma peculiar manera de percibir las cosas. Nos quedamos, pues, con una narración circunscrita a la visión de un personaje, que es juez y parte de los acontecimientos que relata. Sin embargo, la novela introduce un cambio estructural importante: una segunda persona, un Monseñor a quien constantemente se dirige el personaje-narrador en tono de confesión. Desde las primeras páginas de la novela, llama la atención que el narrador tenga atribuciones de omnisciencia cuando es sólo un personaje como cualquier otro de los que desfilan por ese escenario, y que, con tal carácter, pueda adentrarse en la intimidad y en el fuero interno de sus semejantes y describir con precisión lo que les ocurre, física y moralmente, en ausencia suya.

He de confesar que tales características narrativas me produjeron cierta incomodidad a lo largo de los primeros capítulos, y que esta incomodidad se vio agravada por la presencia, la omnipresencia más bien, de un cura borracho que no había tenido cabida en el cuento original y a quien, quizá por eso, de entrada vi como un intruso, un intruso que, además, detentaba el poder omnímodo de la narración. Me pareció forzada su presencia tanto en la novela como en el departamento mismo: ¿Un cura, por más seglar que sea, vive, puede vivir, en un edificio de departamentos de la colonia Condesa, como el que se describe en el relato? No lo sé, pero sentí cierta artificialidad al respecto y pasé de la incomodidad a la preocupación, porque un texto utópico, como el de Ignacio Solares, en el que irrumpe un acontecimiento inexplicable que altera la vida misma en toda su urdimbre, al igual que los relatos fantásticos u oníricos, debe ser absolutamente verosímil. Para que lo insólito tenga credibilidad, las circunstancias en que se suscita han de ser prístinas, realistas, convincentes, como nos lo enseñó el propio Julio Cortázar.

Debo decir, empero, que la incomodidad y la preocupación iniciales se fueron desvaneciendo, disipando conforme avanzaba en la lectura. Esa omnisciencia, que al principio me parecía imposible, la acepté después como una convención narrativa -al fin y al cabo no hay imposibles en la novela- y acabé por admirarla, de veras convencido: algo tenía que ver con el sacramento de la confesión, con los efectos alucinatorios de la ingesta alcohólica, con la modificación que el observador ejerce sobre lo observado, según se registra, con pasmosa luminosidad, en varios pasajes de la propia novela. Y el cura intruso fue cobrando carta de naturalización en aquel edificio de departamentos que acabó por ser más suyo que de ningún otro inquilino. Y es que la novela de Solares es una enorme metáfora. No se trata de una alegoría sino de una metáfora, múltiple y portentosa. No tiene la finalidad didáctica y el carácter unívoco que Borges les atribuía a las alegorías, sino la apertura polisémica de las grandes metáforas en las que caben tantas interpretaciones como lectores haya y que, en el caso que ahora nos ocupa, pueden ir de la alucinación alcohólica al terrorismo urbano que padecemos cotidianamente, pasando por la expiación del sacramento de la confesión. Pero más allá de las interpretaciones y de las sensibilidades diversas, se presenta irrevocable, extrovertida, descarnada por el estado límite al que la somete el escritor, la condición humana. Y esta exposición es, a mi manera de ver, el gran mérito de la novela de Ignacio Solares.

El sitio es una novela endeudada, abigarrada de referentes, de guiños literarios, de asociaciones culturales que han sido de tal manera asimilados que acaba por ser, a fin de cuentas, un homenaje multitudinario.

Por lo que hace a las deudas, una de las primordiales, ya lo dije, es la que Solares tiene contraída de por vida con Julio Cortázar, que experimentó hasta donde pudo con las relaciones entre el azar y el destino, entre la casualidad y la causalidad y que expuso a sus personajes a todas las utopías imaginables. También está presente José Saramago, sobre todo su novela finisecular que es, para mí, tan importante como lo fue La Comedia de Dante para finalizar la Edad Media: Ensayo sobre la ceguera, cada uno de cuyos capítulos se adentra en un círculo más profundo del mismísimo infierno de la tierra. Y están presentes los autores de Ignacio Solares, los autores de Nacho, los que obsesivamente lee y cita siempre, a toda hora, precedidos del imperativo fíjate que le heredan sus propios personajes cuando quieren subrayar un texto: Papini, Freud, Jung, Michaux, Claudel.

Por lo que hace a los homenajes, aunque las deudas literarias de algún modo también lo son, el segundo en importancia -después diré cuál es el primero-, es el que Solares le tributa a Luis Buñuel. No sólo por la referencia tácita a El ángel exterminador -un sitio tan paradigmático como el de Numancia o el de la Gran Tenochtitlan, pero ejercido por los propios sitiados que son, por ello, también los sitiadores-, sino por la recreación literaria de algunas escenas cinematográficas y por la conquista de ese fantasma que llamamos libertad. En efecto, buñuelescas son la salida tranquila e inocente de los niños que pueden abandonar libremente el edificio donde todos los demás están presos; la aparición de la Virgen María en el baño de damas de una fiesta y su ascenso al cielo en compañía del narrador, que recuerda alguna escena de La vía láctea; la transformación repentina de un espacio cualquiera en un escenario teatral frente a un público ávido de la representación, como ocurre en El discreto encanto de la burguesía, y el carácter protagónico que adquieren personajes que en escenas anteriores fueron secundarios, igual que En el fantasma de la libertad, película, por cierto, a la que Solares rinde culto en su misma estructura narrativa.

Pero el mayor homenaje de Ignacio Solares en esta obra, qué duda cabe, es a Ignacio Solares. Ahí están sus temas recurrentes: el psicoanálisis, la revolución mexicana, el alcohol por supuesto, el insomnio, el espiritismo, el matrimonio. Sólo falta en esta novela un torero para completar el espectro de sus obsesiones y acaso sólo sobre un glotón. Pero sobre todo están presentes sus obras anteriores, rehabilitadas, trascendidas, parodiadas, recuperadas: Delirium tremens, Columbus, de donde se escapa un personaje que no confiesa el secreto que su autor, en cambio, más indiscreto, tuvo a bien revelar a la prensa; los cuentos de Muérete y sabrás -no sólo ``El sitio'' sino también ``La ciudad'' y el que se ubica en el temblor del 85-, sus obras dramáticas: Infidencias, de donde confisca la escena inicial, y otra de conflictos conyugales cuyo título no recuerdo ahora y que se representó hace algunos años en el Teatro Helénico. El sitio, para bien de todos nosotros, es una Summa, una Summa ignaciana que felicito y celebro más de lo que estas pálidas páginas pueden decir



Prosa poética

Las hebras de la heterogeneidad

Edgar Lomelí Morales

Esther Seligson,
Hebras,
Ediciones Sin Nombre/ Editorial
Ponciano Arriaga,
México, 1996.

Existen creadores que necesitan varios años entre la publicación de un libro y el siguiente porque van concentrando en su escritura la morosa cavilación de su existencia. Y es entonces cuando necesitan cerrar un ciclo en sus vidas, que las cuartillas que han colmado poco a poco formen por fin un ejemplar. Este es el caso de Esther Seligson, pues quiebra con Hebras un mutismo de cinco años. Perdido en el tráfago de los demasiados libros que menciona Gabriel Zaid, y sin tener toda la atención que merece, sale de la imprenta hace dos años el libro en cuestión. Autora infatigable, el trabajo multiforme de Seligson abarca la traducción -Ciorán, Jabés-, el ensayo -``La fugacidad como método de escritura''-, el cuento -``Luz de dos''-, la novela -Otros son los sueños- y la poesía -``Sed de mar''. Es la poesía, precisamente, la que atraviesa cada uno de los textos del libro de marras. Es decir, emplazados en la tradición de la prosa poética, y siguiendo el sendero de Carlos Díaz Dufoo hijo y Luis Cardoza y Aragón, la heterogeneidad es la constante; así, los escritos de Hebras van desde la reflexión (``Si no es en el rostro, ¿dónde marca la vida su huella devastadora? En la escritura''), hasta el relato corto.

La obra se divide en cinco apartados, aunque en realidad los escritos se podrían agrupar en tres por el peso que tienen en la estructura del libro: el que le da nombre al volumen, ``Naturaleza muerta'' y ``Jardín de infancia''.

En el primero, lo que priva es, como se había mencionado más arriba, la reflexión hasta vadear por el aforismo, existiendo verdaderos hallazgos que es imposible evitar transcribir: ``Pasión que no deviene ternura, engaño es o calentura''; o éste, que podría tomarse como una declaración: ``Soy de la estirpe de quienes construyen con palabras su propia morada: sin techo, paredes, puertas ni ventanas''; o el humor negro de: ```Qué tenga buena mano', agradeció el mendigo al recibir su primera limosna del día, sin fijarse que al hombre le faltaban dos dedos y medio.''

En el segundo apartado irrumpen las narraciones y uno se comienza a dar cuenta de que, para la autora, la vida es una impostura y sus manifestaciones se valen de una multiplicidad de embozos; por lo que la función del escritor (si es que tiene alguna), es la de llegar a conocer por lo menos un atisbo de la verdadera faz de los hombres. Entre referencias a los mitos y los clásicos griegos, la Biblia, y un largo etcétera, el lector no puede menos que sentir una conmoción ante relatos como el de ``Prisioneros'', donde un fotógrafo de guerra, supuestamente curtido por la naturaleza de su trabajo, toma una instantánea que no puede resistir: el rostro de un joven soldado poco antes de expirar. También se puede ver el sufrimiento y final resignación ante el destino de Tiresias. O percibir el trastorno que deja tras de sí el cumplimiento del Apocalipsis: una bola de fuego cae sobre la tierra, destruyendo cualquier vestigio de esperanza.

La última parte, ``Jardín de infancia'', da la impresión de ser el abrevadero existencial de la escritora, apareciendo las raíces semíticas. Quizás el texto donde se concentran más estas reminiscencias familiares sea ``Retornos''.

Uno espera, finalmente, que Seligson acate lo que escribe en una parte del ejemplar: ``Mis manos no han sabido estarse quietas, arañas laboriosas.''



Ensayo

El fuego en el corazón del iceberg


Gabriel Ríos

Juan García Ponce,
De nuevos y viejos amores,
Volumen 2. Literatura,
Joaquín Mortiz,
México, 1998.

Como el poeta Luis Cernuda, repetitivo en sus temas y profundamente sexual, Juan García Ponce ofrece siempre el anhelo del espíritu adolescente. En sus ensayos volvemos a sentir el humor de la corza, la emoción plena, el grito espléndido, la irrupción de la lujuria.

Pasiones y humedades de rocío de la virgen loca desdibujada por Gilberto Aceves Navarro; la Mariana o María Inés de la novela o la Liliana del cuento anuncian el enigma, el claroscuro de Vermeer, el juego distante, el camino más breve para llegar al cielo.

La violencia del pensamiento tan querido por sus lectores, porque nunca se instala en la comodidad que ofrece la cultura, sino en el entorno de los protagonistas de novelas como Santuario de William Faulkner; también por sus aproximaciones a las prostitutas de imaginación intensa.

Todo lo que quisiéramos sería fundirnos en lo real e imaginativo ``para que los justos se indignen'', se lo dice Luis Buñuel a Max Aub; la creación le da vida al creador, refiere más adelante García Ponce al platicarnos de la obra de Inés Arredondo: de sus grandes y perversos personajes.

Anota sobre la autobiografía de Reinaldo Arenas: de Antes que anochezca entresaca una aventura erótica de Arenas con ciertos árboles de tallo blando como el papayo, donde de niño abría agujeros para introducir el sexo.

Entre la vida y la muerte, las obras de San Juan de la Cruz y William Styron; los trazos del escritor estadunidense y su tendencia a la depresión; sin duda la precisión y la coincidencia con la que aborda la literatura de Raymond Carver; la ironía va implícita, Cuentos del primer mundo: la esencia misma de ser ciudadano de Estados Unidos, la estupidez y el humor blanco.

Los libros no son la vida, pero como obras de arte nos dan la imagen más precisa de la vida y al hacerlo se crean a sí mismos, lo dice Juan García Ponce prendiendo la mecha de un diálogo sobre el mundo de Julian Barnes, autor de El loro de Flaubert: ``una novela que hace crítica y se realiza así como novela''.

Lo de Klossowski es realmente asombroso; de ahí en adelante todo quedará en manos de otro artista para hacer real la aventura. Las voces se multiplican. De ellas va surgiendo el suceso, pero entonces sabemos que no es casual, es un incidente deseado. En otro momento, García Ponce dice que la misión del arte es provocar resurrecciones, tan fáciles para los mitos y tan difíciles para el artista que sólo cuenta con el poder del lenguaje.

El carácter fantasmagórico del suceder que transforma o revela mejor la naturaleza de cada acontecimiento: El hombre sin atributos, novela suprema de Robert Musil, en la cual se conservan las dos vertientes que hacen visible a Kakania antes de la aparición de Agathe e incluso cuando ella se va a vivir a la casa de su hermano en Viena y es testigo de una parte de la acción paralela.

Podríamos volver a leer Crónica de la Intervención para recobrar la memoria del orgasmo; mediante una virtual erudición, analogía y descripción de su autor -remember to remember- asistimos de igual forma a los escritos de Henry Miller desde los dos polos de su amor: Brenda y Cora Stewart.

Juan García Ponce dice haber poseído a mujeres en sueños, en la imaginación o en esa mezcla ficticia que crea la literatura; se solidariza así con la obra de Nabokov, con Lolita, por supuesto, y con Transparent Things, por esa misteriosa operación mental que se necesita para pasar de una forma de ser a otra, mediante un recuerdo que es parte de la naturaleza de las palabras.

La literatura es una forma de autotransferencia, ``siempre y cuando no se pongan en la realidad los cuadros de la memoria''.

La perfección es lo excitante, lo más cercano al deseo, ¿dónde dejarlo?, ¿cómo hacer para que no se convierta en obstáculo, en un alto, para que siga actuando y no sea un objeto que nos deje estupefactos? Juan García Ponce supo desde hace mucho tiempo que al no ser dueño de sus excitaciones, tendría en cambio toda la oportunidad para desentrañar en ellas lo que más le interesa.

A él se le puede adjudicar lo dicho por Gilles Deleuze refiriéndose a la verdad del amor en la obra de Marcel Proust: ``lo amoroso siempre es doble; se organiza en dos series que encuentran su origen no sólo en las imágenes de la madre y el padre, sino en el hermafroditismo íntimamente ligado a la soberbia''.

Obligada es la lectura de De nuevos y viejos amores, dedicada a los ensayos sobre literatura. Juan García Ponce nos hace entender la paradoja: del sentimiento de distinción al estado de dignidad. Nos confiere por un instante el mito de la sabiduría, cuyo modelo bien podría ser la corza en su conjunción infinita o el fuego en el corazón del iceberg.

A propósito del comentario que le brinda a Octavio Paz, recordamos el libro del poeta: La llama doble, donde el erotismo es el chasquido de ramas en la espesura de la noche. El dios Pan es el propio miedo que precede a la pasión. El placer de la protagonista del poema de Teócrito, Los filtros mágicos, Simeta, invoca a Selene y evaporada de sí hace uso de Cantos y Carmen; el efecto de la incantatio, el azar de un gesto, el abrir y cerrar de los ojos, lo crudo de la seducción, el desafío, la inauguración del amor loco, el que se percibe mejor a sí mismo y se mide en el dolor y enfriamiento de que es capaz.

Habría que degustar una vez más el trabajo tangencial de Hamlet; el hombre que aboga por su libertad como si fuera una hechicera; los recuerdos adivinados de Martha, la amante de Leopold Bloom en el Ulises de James Joyce, quien después de un largo periodo de tempestad ilumina la parábola de la higuera, el símbolo de los sentidos, la sensualidad.

De nuevos y viejos amores es un libro sustentado en la disciplina, en el amor al arte; es una farsa del cuerpo, el secreto del erotismo que es esa mentira que oculta una verdad; es la obligación por parte del autor para permitirnos alcanzar la categoría que ocupa esa mujer vestida de sol.

Con esa otredad fundamental en sus manos, Juan García Ponce ahonda, persigue la humana verdad de los amantes y sus desnudeces secretas, e incluso sus vergonzosas apariciones en los lugares más bajos, donde la humanidad se libera de sí misma y se prostituye. Pensemos en Georges Bataille



Curiosidades

Otredad y diferencia

Gabriel Weiz

Hanif Kureishi,
The Buddha of Suburbia,
Faber and Faber,
Londres, 1990.

En estos momentos, muchos vivimos en una constante indignación a causa de la violación de los derechos de las mujeres por parte de la policía y el reinado de violencia impuesto por el ejército mexicano en Chiapas; hacen falta espacios para reflexionar sobre la otredad y la diferencia que en la actualidad están en un proceso de gran actividad.

Encuentro de manera bastante fortuita uno de esos espacios de reflexión sobre la otredad y la diferencia en el libro The Buddha of Suburbia. Aludo a una situación azarosa porque, paseando por una calle en Londres, ésta se dio cuando decidí entrar en una librería. Me llamó la atención el título del libro y, no sin ciertas reservas, le pedí al librero referencias sobre el mismo. Se manifestó de manera muy favorable y yo me quedé con cierta inquietud, pues esas muestras de entusiasmo a menudo no llegan a justificarse.

Es difícil encontrar novelas que produzcan un estado de felicidad, pero esta fue la experiencia que me dejó la lectura. The Buddha of Suburbia expresa un anarquismo de la existencia. Esto significa que, frente a un alarmante conservadurismo, el autor va rompiendo todo el tejido de los convencionalismos que caracterizan a una buena parte de nuestras sociedades; bien que el énfasis está concentrado en la sociedad londinense actual. Una parte nodal la constituye la articulación de una narrativa de diferencias, la cual explora las condiciones en las que se problematizan las diferencias sexuales, étnicas, políticas y sicológicas de los personajes.

Durante la lectura me viene a la mente Orientalism, el texto del crítico literario, de origen palestino Edward Said. En este trabajo los estudios orientales, que caracterizaron las expectativas ideológicas de los eruditos que pertenecían a los países colonialistas, funcionan como representaciones de supuestas observaciones científicas sobre el Medio Oriente. En el fondo este mecanismo disimula una forma de conocimiento que genera estereotipos de la otredad para así absorberla.

Menciono el libro de Said dentro del libro de Kureishi porque en este último se describen encuentros muy conflictivos entre hindúes que radican en Inglaterra y los ingleses, fenómeno que se ha producido contra otras minorías en las que fueran potencias coloniales.

Podía esperar que brotaran declaraciones de justificada indignación contra el racismo; pero en su lugar prevalece un tono de ironía. Con lo cual no sólo es posible reflexionar sobre la propia cultura, sino que, por añadidura, el autor realiza una sátira de la sociedad londinense.

Una vez que terminé el libro me percaté de que el estado de felicidad durante la lectura podía deberse a esa delicada mezcla entre humor, inteligencia política y un vasto conocimiento sobre los interlocutores de una sociedad cada vez más híbrida, donde justamente son las mezclas las que dan riqueza a una cultura.

Esta es la primera novela de Kureishi y espero el momento de poder disfrutar otras



FICHERO

biografías

ules Verne, Herbert Lottman, trad. de Ma. Teresa Gallego Urrutia, col. Biblioteca de la memoria, Anagrama, Barcelona, España, 1998, 455 pp.

La paloma apuñalada, Proust y la Recherche, Pietro Citati, trad. de Guillermo Piro, Grupo Editorial Norma, Colombia, 1998, 468 pp.

a vida desaforada de Salvador Dalí, Ian Gibson, trad. de Daniel Najmías revisada por el autor, col. Biblioteca de la Memoria, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1998, 957 pp.

ensayo (cultural)

La tierra que atardece. Ensayos sobre la modernidad y la contemporaneidad, Fernando Cruz Kronfly, Santafé de Bogotá, Editorial Ariel, Colombia, 1998, 245 pp.

ensayo (histórico)

La vida en Yucatán durante el gobierno del Conde de Peñalva. Verdades y trebejos, Eduardo Tello Solís, Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán, Yucatán, México, 1998, 131 pp.

ensayo (literario)

El mundo iluminado, çngeles Mastretta, Editorial Cal y Arena, México, 1998, 199 pp.

ensayo (musical)

El jazz. De Nueva Orleans a los años ochenta, Joachim E. Berendt, Edición reelaborada y actualizada por Günther Huesmann, trad. de Jas Reuter, Juan José Utrilla y Julio Colón Gómez, col. Popular, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, 901 pp.

narrativa

A dos de tres caídas, Rosario Novoa, col. El día siguiente, Océano, México, 1998, 184 pp.

El cuento contemporáneo, Hugo Hiriart, col. Material de lectura 110, Dirección de Literatura, Coordinación de Difusión Cultural/UNAM, México, 1998, 24 pp.

El profeta, Yi Ch™ngjun, trad. del francés David Suárez Rivero, Grupo Editorial Norma, Santafé de Bogotá, Colombia, 1998, 132 pp.

La punta, Charles D'Ambrosio, trad. Laura Jiménez Hakim, col. La otra orilla, Grupo Editorial Norma, Santafé de Bogotá, Colombia, 1998, 260 pp.

Los cuadernos de Praga, Abel Posse, Editorial Atlántida, Buenos Aires, Argentina, 1998, 318 pp.

Los perros de Angagua, Eugenio Aguirre, col. Minimalia, Ediciones del Ermitaño, México, 1998, 53 pp.

Marinero raso, Francisco Goldman, col. Panorama de narrativas, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1998, 447 pp.

Paddy Clarke Ja Ja Ja, Roddy Doyle, trad. Juan Fernando Merino, col. La otra orilla, Grupo Editorial Norma, Santafé de Bogotá, Colombia, 1998, 324 pp.

Santa, Federico Gamboa, col. Biblioteca Clásica y Contemporánea, Océano, México, 1998, 327 pp.

poesía

El poeta de Pondichéry, Adília Lopes, Lengua original: portugués, Versión en español: Mario Morales Castro, col. Tristán Lecoq Universal, FONCA/Trilce Ediciones, México, 1998, 61 pp.

La Balada del Duende, José F.A. Oliver, edición bilingüe, prólogo Elisabeth Siefer, trad. José F. A. Oliver, revisión Ricardo Bada, col. Vita Nuova, Goethe Instituto/Ediciones El Tucán de Virginia, México, 1998, 107 pp.

Los dardos de Dios, León Guillermo Gutiérrez, col. Cuadernos de Malinalco 18, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, Edo. de México, 48 pp.

Poesía moderna, Hugo Gutiérrez Vega, col. Material de lectura 91, Dirección de Literatura, Coordinación de Difusión Cultural/UNAM, México, 1998, 55 pp.

CG-T

Refranero

Paradojas y parajodas,Susana Glantz, dibujos de Ariel Guzik, Juan Pablos Editor, México, 1998, 158 pp.