Bazar de asombros


Novo, Monsiváis
y los aviones

El bazarista se abrocha el cinturón, reza oraciones aprendidas en la infancia y se dispone a leer un libro hermoso y valiente, La estatua de sal de Salvador Novo, prologado por un Carlos Monsiváis en estado de especialísima lucidez. De repente, un bache celestial le recuerda en dónde anda y lo pone a pensar en vuelos, aeropuertos, paisajes prodigiosos y miedos disimulados con la sonrisa desdeñosa del viajero asiduo y del ``si es martes, debe ser Bruselas''.

El bazarista quiere compartir con sus contados y, por lo mismo, queridísimos lectores, algunas graves observaciones sobre el estado actual de la aviación comercial. No serán muy técnicas, pero, tal vez, se encuentren con las hechas por otros pasajeros y adquieran así un inútil poder multiplicador.

Las experiencias se agolpan en la memoria y se vuelven confusas. Por eso serán enumeradas y convertidas en preguntas para los especialistas en temas aeronáuticos, aeroportuarios y para los planificadores del brave new world que se nos caerá encima en el nuevo milenio.

Pasa el bazarista-pasajero a enumerar sus comentarios y perplejidades:

1) Hace unos meses viajó de Tuxtla Gutiérrez a México capital. Aeroméxico, siempre o casi siempre puntual, nos depositó en el aeropuerto Benito Juárez después de una hora y siete minutos de vuelo. Tomó un taxi legalísimo (uno paga una tarifa dentro y cuando se sube, el taxista le informa que sus compañeros de la taquilla son unos cretinos y que se equivocaron de zona. Le cobraron a usted la cuota de la 7 y su destino está en la 8. El pasajero inicia una débil protesta derrotada de antemano por las circunstancias. Total: 20 pesos más y una larga y enfurruñada meditación sobre la corrupción ``estructural'' de nuestro neoliberal y fobaproico país) y pasó en él una hora y cuarenta minutos. Hizo cuentas: hora y 7 para recorrer casi ochocientos kilómetros y, en la tierra, 30 minutos del vetusto y agradable Hotel Bonampak (que todavía es de los Pedrero) al aeropuerto de Tuxtla y una hora cuarenta para llegar a la guarida copilqueña. Suponemos que esto clama al cielo de la lógica tan pateada por los grandes adelantos de la ciencia.

2) Lo que antes del ``sistema'' era más o menos rápido, ahora dura una eternidad. Ejemplifiquemos: se intentó hacer un pequeño ajuste en un boleto y la nerviosa empleada de Mexicana inició un litigio con su computadora que se prolongó por cuarenta minutos. Pidió ayuda por teléfono y acabaron por decirle que hiciera las rectificaciones con un bolígrafo. Todo quedó bien, salvo que, al llegar al aeropuerto, se nos informó que ``el sistema'' no registró el cambio. Resultado: perdemos el avión y la rabieta se torna homérica cuando el nuevo litigio con la ``prolongación de la inteligencia humana'' dura otros cuarenta minutos.

3) Siguiendo el modelo de las azafatas de Iberia, maestras del mal humor y del desdén visigótico, las azafatas de casi todas las compañías (salvemos a Air India y Thai), muestran un humor destemplado, una gran desconfianza y una molestia notoria ante peticiones tan estrambóticas como las de un vaso de agua o un ejemplar de La Jornada. Las azafatas de Iberia deben haber sido de la sección femenina de Falange, pues su estilo ``viril'' y la idea de que ``una persona que no sea capaz de ducharse con agua helada a las 4 de la mañana en un patio de Burgos y a fines de enero, nunca hará nada en su vida'', dan la forma a su trato hosco y ``austero''. Las azafatas de las otras compañías han sido educadas en la idea de que todos los pasajeros (incluyendo los vejestorios de la generación de este bazarista) son unos borrachones tipo pulpo que pellizcan por aquí y por allá. (En el caso de los machorrones mexicas esto es cierto en un setenta por ciento. Recordemos que, platicando con los rancheros, ``Pachita parece pila del agua bendita''.) Esta sospecha les impide ser amables para no alentar los lascivos impulsos de los ``Hyde'' tentaculares.

No hablaremos de la comida (seré justo: el almuerzo del vuelo 470 de Mexicana del 28 de octubre, fue excepcional: un mixiote perfecto y unos nopales dignos de Josefina Velázquez de León. Se lo hicimos saber a la azafata, pero salió corriendo. Sin duda pensó que tratábamos de violarla a la mitad del pasillo. Ese ejercicio nos hubiera alborotado la ciática, la bronquitis crónica, la hernia, la colitis y la estricta moral que nos impiden corretear azafatas por los pasillos de un B727-200) ni de las llegadas a México.

Novo y Monsiváis, La estatua de sal, texto y prólogo... leyendo este libro se olvidan las preguntas sobre la modernidad y uno se siente viajando en el Orient Express hacia el mejor de los milenios.

HGV


Antesala

Agradecimientos. Nuestro suplemento desea agradecer desde aquí a Krystina Libura, María Sten, Sergio Pitol, Patricia Cárdenas, Jan Zych (õ), Joanna Karasek, Arturo Viveros, Gerardo Beltrán y Alfredo Michel, la preciosa (y precisa) colaboración que nos brindaron para armar este número sobre los maestros polacos.

Sólo para xalapeños ilustres (o casi). En la calle de idem, número 135, en el Centro de Xalapa, se encuentra la Galería de Arte Contemporáneo del Instituto Veracruzano de Cultura, donde se presenta el libro Bajo la luna de Aholiba, de la poeta Estrella del Valle (sí, así se llama), bajo el sello del Fondo Editorial Tierra Adentro. El acto se llevará a efecto este viernes 27, a las 18 hrs., con la participación de Eurídice Román de Dios, Oscar Sobal, Jaime G. Velázquez y la propia autora.

Las crisis de Paco Icaza. Este martes 24, a las 11:30 hrs., se realizará una rueda de prensa-conferencia a propósito de la exposición individual Francisco Icaza. Pintura en el Museo de Arte Moderno. En la conferencia participan nuestra amiga, colaboradora y directora del MAM, Teresa del Conde, el poeta José Manuel Pintado y el propio pintor. La inauguración de la exposición será el jueves 26, a las 20 hrs., en la Sala Antonieta Rivas Mercado. En el catálogo, Icaza se autodefine así: ``(...) después de una crisis se vuelve a los orígenes y esta exposición la pude realizar después de una crisis producida por mis largos años de nómada''. Felicidades al ex nómada y bienvenido al sedentarismo.

Quebec y México intercambian poetas. La Delegación General de Quebec en México, Editorial Aldus, Editorial ƒcrits des Forges, Ediciones del Ermitaño y la UNAM lo invitan a usted, bilingüe lector, a la presentación de las ediciones en francés y español Furor por México, de Claude Beausoleil; Cuerpo entre sombras, de Alí Chumacero; La caza del tigre, de Eduardo Lizalde, y ¿Arde Montreal?, de Hélne Monette. La cita es este jueves 26, a las 19 hrs., en la Casa Universitaria del Libro (Orizaba y Puebla, col. Roma), y participarán Jean-Marie Barette, Claude Beausoleil, Gaston Bellemare, Alí Chumacero y Eduardo Lizalde; la moderadora será Laura González Durán. Como esta columna ha sido duramente criticada por insistir en mandar al catador lector a que pruebe la selección de los vinos de honor, esta vez no lo mencionaré. (Y sin embargo, sí habrá.)

Sor Juana y su mundo. La Universidad del Claustro de Sor Juana lo conmina, asbajense lector, a que asista a la presentación del libro Memorias del Congreso Internacional Sor Juana y su mundo. Participarán en la mesa José Pascual Buxó, nuestra amiga y colaboradora Margo Glantz, y María Dolores Bravo. Vaya usted este miércoles 25, a las 19:30 hrs., al Ex Templo de San Jerónimo (Izazaga 92, Centro Histórico).

¿Paraqué? Juan Pablos Editor y Casa Lamm lo convidan, alburero lector, a la presentación del libro Paradojas y Parajodas, de Susana Glantz, con dibujos de Ariel Guzik. Miriam Martínez nos dice: ``Puede considerarse la presente obra como espejo que refleja la idiosincrasia de una nación. El lenguaje de Glantz es herramienta y ritmo que generan la carcajada sincera.'' Los comentarios estararán a cargo de Paco Ignacio Taibo I, Enrique Rivas Paniagua, Mauricio Molina y la autora; la lectura correrá a cargo de Norma del Rivero y además se expondrá la obra gráfica de Guzik. El evento tendrá lugar este martes 24, a las 20 hrs., en el Salón Tarkovky de la Casa Lamm (Alvaro Obregón 99, esquina Orizaba, col. Roma).

CG-T

DOMINGO BREVE


Juan Villoro

La nostalgia de tener pies

Tengo la impresión, en modo alguno avalada por la estadística, pero no por ello menos insistente, de que nuestros pies se han vuelto menos importantes. En mi infancia, todo mundo lucía preocupado por la forma en que el cuerpo se terminaba para entrar en los zapatos; la gente se quejaba de juanetes y uñas enterradas; las clases de gimnasia o el servicio militar se interrumpían de un modo reverente ante alguien aquejado de pie plano; los niños usábamos botines ortopédicos con la misma constancia con que hoy se usan Nikes o Adidas; en cada camión había un anuncio de pomada contra el pie de atleta, y en cada colonia, un dispensario más o menos misterioso en el que un hombre de bata blanca se servía de un cosquilleante esmeril para pulir callos. Las clínicas y los productos del Dr. Scholl prosperaban en ese tiempo donde nadie caminaba muy seguro y donde los dedos siempre ofrecían pretexto para poner curitas.

Acaso se deba a mi falta de frecuentación social, pero hace mucho que no oigo a nadie quejarse de sus pies. ¿Cambió tanto la fisonomía en un par de generaciones? ¿Los zapatos blandos acabaron con la necesidad de usar plantillas punitivas? Durante años, los hombres trataron a sus pies como objetos de reformatorio. En aquel mundo conflictivo, también los zapatos debían ser domados; era común comprar prendas de cruel empeine para mandarlas a purgar condena con un zapatero; durante semanas, el calzado vivía en un islote del diablo, sometido a las hormas del torturador.

Nuestro tenso contacto con el suelo ha cambiado mucho. Aunque el transporte urbano sigue promoviendo lociones contra los hongos y el mal olor, los pies parecen haberse aliviado para siempre de molestias que quizá sólo se debieron al calzado pobre y a la costumbre de vigilar en exceso la frontera final de nuestro cuerpo.

Las preocupaciones fisiológicas tienen un curioso modo de pactar con las costumbres. Pensemos, si no, en las escupideras. En los años cuarenta, la oficina de un abogado incluía sillones de cuero color borgoña, paredes de caoba y sólidas escupideras de cromo en los rincones. Este trasto no sólo representaba confort sino incluso elegancia. Sería absurdo pensar que un hombre de entonces tenía más flemas y saliva que el yuppie posmoderno. No, sencillamente la época prestaba mayor consideración al impulso de escupir, y diseñó un recipiente normalísimo para este desfogue. Como toda oferta crea su propia demanda, podemos inferir que cuando la última escupidera salió del mercado, la gente pensó menos en lo que podía salirle de la garganta.

Otra molestia corporal que parece conjurada es la de sufrir con los vientos encajonados y domésticos que llamamos chiflones. ``Le dio un aire'', esta frase meteorológica explicaba a la abuela postrada en una cama, bajo seis cobijas que sólo se retiraban para renovar la bolsa de agua caliente. No creo que la contaminación haya serenado los vientos traicioneros que entran a las casas; tan sólo nos olvidamos de esos huracanes a domicilio, y dejamos de sufrir sus daños.

Buena parte de nuestras molestias no son sino supersticiones culturales, y nuestros remedios, formas de aplacar la conciencia. Uno de ellos fue la peculiar manía de vendarse. No me refiero, por supuesto, a la camisa hecha jirones ni al torniquete que salva a un atropellado, sino al vendaje caprichoso, hecho para ``sentirse bien''. Los tranvías de mi infancia siempre llevaban pasajeras de piernas robustas, cubiertas por medias color tabaco que dejaban ver un vendaje honesto, de momia legítima. Las mujeres lucían saludables, pero se sentían mejor con esas prendas de enfermería. Tal vez se protegieran menos del reumatismo que de la mirada ajena y acaso sucumbieran a un deseo paciente y sanitario, el de ser infinitamente desvendadas. En todo caso, se trataba más de un recurso de cortejo o exorcismo que de un primer auxilio.

Cuando los pies eran dramáticos, yo tenía cuatro años y pasaba horas en la tina. De acuerdo con el espíritu de la época, le puse a mi pie izquierdo Víctor y al derecho Pablo. Años después escribí un cuento sobre el tema, ``Yambalalón y sus siete perros''. Más allá de las interpretaciones y las etimologías freudianas (Edipo: ``el de los pies atados''), la anécdota es representativa de un clima donde no había muchos juguetes y, sobre todo, donde los pies tenían historia. Abrir un botiquín de entonces significaba descubrir tijeras curvas y punzones de pedicurista, piedritas para pulir callos, rondanas acolchonadas para los ``ojos de pescado''.

Ahora que los pies parecen maravillosamente libres de prejuicios y trotan enfundados en tenis de diseño industrial, conviene recordar que no hace mucho fueron vulnerables y veleidosos, representantes de una raza mal acabada que soñaba con criaturas imposibles, princesas de pies pequeños y perfectos.


TIEMPO FUERA

Fabrizio Mejía Madrid

El cumpleaños de Natalia

Hacia las ocho y media comienzan a llegar los invitados. Olga dice que no le gustan las fiestas con poca gente porque todo mundo se dedica a vigilarte. Benjamín dice que no hay nada más propicio para las confesiones íntimas que una fiesta multitudinaria. María Elena dice que no importa que haya pocos invitados porque el jardín está bastante mal iluminado. ``¿Y, cuándo pasamos a cenar, porque aquí va a haber cena, no?'', se pregunta Teresa. ``¿Se han fijado cómo la gente sólo te mira de los muslos hacia arriba? El otro día llegué descalza a una cena y nadie lo notó'', asegura Raquel. Pero Alfonso dice que eso es, simplemente, imposible. ``Ayer en la noche'', sigue Alfonso, ``Marisela y yo vimos, ¿verdad, amor?, un Lincoln blanco con la cabeza de un hombre colgando de una de las ventanas.'' ``¿Estaba muerto?'', quiere saber Teresa, pero su pregunta se pierde entre la respuesta de Marisela: ``No sabemos si estaba muerto o dormido. Pero, ¿no es extraño ver una cabeza colgando de la ventana de un Lincoln?'', agrega Marisela. Alfonso dice que fue una escena simplemente horrible, que no pudieron dormir, y que es la primera vez que se la platican a alguien. Agustín pregunta si no estarían filmando una película y Raquel dice que eso explicaría varias cosas, aunque no menciona cuáles. Rodolfo dice que, en realidad, nada sucede en las calles de la ciudad y que todo es una escenografía para que la vean cien, doscientas personas, que son las únicas que no son actores de esa película. Margarita y Pedro ríen a coro. María Elena dice que, a lo mejor, algunos de los invitados esta noche no son sino actores. ``¿Pero quién les paga sus salarios?'', pregunta Lucina, y Rodolfo dice que él es el productor asociado pero que no conoce al director. Margarita vuelve a reír, ya sin la ayuda de Pedro que está pensando que el único director es Dios, pero no lo dice porque es un cliché. Raquel asegura que por eso nadie notó nada la noche que llegó a una cena descalza. Marisela no entiende, y Raquel explica: ``Porque estuve en una cena con actores, y en el guión no estaba que notaran que yo andaba descalza.'' ``Ya'', dice Marisela. ``Pero hoy sí te has calzado'', dice Benjamín. ``¿Dónde compraste esos zapatos?'', quiere saber Teresa. ``En Macy's'', dice, triunfalmente, Raquel. ``No me gusta venir a fiestas tan chicas porque todo mundo quiere saber en dónde compraste qué'', repite Olga, casi en un susurro para Benjamín.

El comando de encapuchados grita a coro que nadie se mueva, que mantengan las manos en la nuca y que, así, nadie saldrá herido. ``¿Realmente esto me está ocurriendo?'', quiere saber Teresa, pero no lo llega a preguntar; sólo se escucha un zumbido que proviene de la bomba de agua de la alberca. Los encapuchados ordenan que se vayan poniendo de rodillas alrededor de la piscina y que cierren los ojos. Pedro murmura que él sólo se arrodilla ante Dios Padre y a Margarita le da una risa más parecida a un hipo. Alfonso pide que no les hagan nada, que se lleven las joyas, el dinero, las tarjetas, pero que no les hagan nada, por favor. Uno de los encapuchados pide silencio y se pregunta si esta gente no puede quedarse callada un minuto. ``No queremos nada de ustedes'' ha dicho otro miembro del comando y les ordena que se tiendan boca abajo. David le murmura a Leticia que, en el comentario del encapuchado, nota cierto rencor social. Leticia aprovecha para decir que se ha mojado el vestido con el agua puerca en torno a la alberca. Está clorada, asegura Rodolfo. Patrick dice que la alarma contra secuestros está junto al teléfono. Alicia pregunta si el teléfono en cuestión está lejos. Natalia dice que está en el tercer piso, en el ala contraria de donde ellos están tendidos. María Elena hace notar que han apagado las luces, aunque eso es más que evidente. Uno de los encapuchados grita, sobreactuando, que no deben oponerse al secuestro. Y usa la palabra ``secuestro'', algo nunca escuchado de los labios de un secuestrador profesional. María Elena hace notar que se están llevando a alguien, aunque esto quedó claro hace un momento. Margarita empieza a llorar con temblorcitos, como si las lágrimas le brotaran por la piel. ``Esa fue la puerta'', dice Alfonso. Marisela le pregunta si ya se habrán ido. ``Cállate, ¿quieres que nos maten a todos?'', grita Pedro. Le contesta la voz ya lejana de uno de los encapuchados que dice que si alguien abre los ojos en ese instante, lo matará. Se hace un silencio con la bomba de agua de la alberca de fondo. Luego, relincha un caballo afuera, se oyen sus cascos contra el empedrado. Natalia dice, contenta, que ha llegado su regalo de cumpleaños. ``¿Qué es?'', pregunta María Elena, pero nadie le responde. Se escucha el timbre de la casa. ``¿Nos podremos levantar ya?'', pregunta Teresa, pero nadie se mueve. Olga le grita al ``señor secuestrador'', si alguien podría ver quién toca la puerta. Benjamín suelta una risa mocosa muy dentro de la tráquea. No hay respuesta. ``Se fueron'', dice Alfonso. Y, mientras los invitados se ayudan unos a otros a ponerse de pie, el ruido de la conversación crece. ``Es la fiesta más emocionante que me ha tocado en meses'', dice Margarita, todavía moqueando. Teresa pregunta si los secuestradores se habrán llevado la cena. Natalia repite emocionada: ``Mi caballo, mi caballo'', al tiempo que los secuestradores, ya sin capuchas, pasan al jardín a agradecer el aplauso de los invitados.


CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

Caníbales (I)

-A carne humana me huele aquí -decía el ogro. La situación era peligrosa. Periquito estaba escondido, el ogro lo venteaba, tenía hambre y su intención era guisar al niño en una gran olla que ya tenía en el fuego, dispuesta al propósito.

Así corría el cuento que me contaba mi padre. Lo menciono aquí porque las noticias sobre canibalismo, objeto de las reflexiones que siguen, tienen siempre aire de cuento. Los exploradores oyen el cuento, por ejemplo, de que allá en la selva los borabora practican esa gastronomía, le prestan credulidad y esparcen el rumor. Y las noticias tienen siempre ese aire incierto, de oídas, ``se dice'', ``aseguran'', ``no me consta, pero...'' Sin embargo, la evidencia conclusiva de la singular práctica nunca se aporta.

Los filósofos del siglo XVII oyeron también el cuento, y lo usaron. Se discute acaloradamente si hay principios prácticos innatos. Ciertas reglas de conducta moral, por ejemplo, comunes a los humanos en tanto humanos, o ciertas prohibiciones universales, como el incesto o la antropofagia. El mundo se ha expandido, llegan noticias de todas partes, hay que saber cómo está hecho el hombre: se dice que hay pueblos que, aunque compuestos por humanos, se conducen como las bestias.

En el capítulo 111 del Primer libro de su Ensayo sobre el entendimiento humano, John Locke, para mostrar que no hay principios prácticos innatos, acumula ``ejemplos de enormidades ejecutadas sin remordimiento'', entre ellas figuran las atrocidades que hacen los ejércitos cuando entran a saco en una ciudad que muestran ``las actividades a que se entregan los hombres cuando se les deja en libertad de todo castigo y censura'', y también horrendas costumbres de padres que, por esto o aquéllo, se deshacen de sus hijos, e hijos que hacen lo mismo con sus padres ``cuando han llegado a cierta edad'', y dice también que ``los que canonizan los turcos como santos, llevan una vida que la modestia impide relatar'' y viene por último la cita que nos interesa: ``Garcilaso de la Vega nos habla de un pueblo en el Perú que tenía el hábito de engordar y comer a los hijos habidos en las mujeres cautivas que servían de concubinas para este propósito, y a las cuales, pasada la edad en que podían tener hijos, también las mataban y se las comían.''

Esto que creyó Locke y que exhibe como prueba de que los humanos son capaces de abandonarse, sin remordimientos, a cualquier extremo, yo no lo creo. Me parece un cuento de ogros, una invención sin base alguna. Por prácticas religiosas, pudo tal vez comerse ceremonialmente un pedacito de la víctima (preparada en México prehispánico, según dicen, bajo forma de pozole.) Pero no por gusto ni nutrición, sino como forma de devoción dietética (¿qué no se puede hacer por adoración religiosa?) Pero de ahí a una verdadera industrialización de la carne humana, como plantea el inca Garcilaso, hay un abismo imposible a todas luces de salvar. Y menos comernos a las mujeres que han sido objeto de nuestra predilección erótica y a los hijos habidos en ellas, y tras larga convivencia. Leibniz, que sí da crédito a la información de Garcilaso, fija en 13 años la edad del sacrificio y la ingestión de los niños.

Lo que sucede, en mi opinión, es que el cuento del canibalismo es siempre interesado. Es decir, se trata de una calumnia urdida para descalificar a un grupo. Porque, claro, primero se descalifica, luego se somete y esclaviza. Se eleva la calumnia para justificar el sometimiento del grupo en cuestión, como si se dijera: ``son tan bárbaros y bestiales que, con la esclavitud y los trabajos forzados, los estamos salvando de ellos mismos''. Así se hace siempre, primero se inventa que los judíos matan niños y beben su sangre, luego se organiza un pogrom.

Pero también se puede sospechar que el otro es caníbal cuando no se sabe bien cómo es y se le tiene mucho miedo. Por ejemplo, cuando el inca Atahualpa quiso informarse cómo eran los españoles recién llegados a su imperio, preguntó cómo eran ``las espadas de los extranjeros, con las que se podía cortar la cabeza de una llama de un solo golpe (...)'' Pero no sólo le interesaban las armas; también quería saber qué clase de gente eran esos desconocidos. ``¿Comían la carne cruda o cocida?'', preguntó. ``A veces la comían hervida en sus ollas, y muy cocida'', fue la respuesta, y otras la comían asada, y ésta también estaba muy cocida (...)'' La siguiente pregunta fue si comían carne humana. Aquí sus informantes se mostraron cautelosos. No habían visto que consumiesen carne humana, pero habían observado que los europeos comían ``llamas, alpacas, patos, palomas, venados y tortas hechas de maíz'' (es decir, tortillas).

Pero hay que ir al texto de Garcilaso. Será la próxima vez. (La última cita es de un ensayo de Sophie D. Coe que figura en la deliciosa compilación Conquista y comida que publicó la UNAM.)


Tercera Columna

Eduardo Milán

Nostalgia sí, pero no de algún rincón de lo vivido, gesto o concreción fijante, sino de la unidad nunca lograda: he ahí y para mí una de las claves de la poesía de Jorge Esquinca reunida bajo este raro título servidor, de animalizado servidor de la energía poética (Paso de ciervo, FCE-Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, México, 1998.) Servidor de la unidad nunca lograda es decir, con todo el peso de devolución en el presente que la frase atrae, la perdida unidad que no nos correspondió por humanos en el primitivo reparto mítico. Decir esa obligación es devolver, dar aquí lo que no tuvimos sino insinuadamente y por recuerdo. La profundidad del poeta se mediría, tautológicamente, por la medida de su canto, por su posición medida ante la sospecha de su ubicación, justamente, en aquel lugar. Hacer aparecer aquella posición en aquel lugar intuído: esa es la grandeza doblemente virtual del lenguaje poético, más allá de la forma, más allá del prestigio de los modelos electivos, más allá del uso de las palabras en un preciso momento de la historia. En este preciso momento de la historia, en su ámbito más que en su contexto, en su flecha más que en su fecha -¿dónde quedará precisamente 1998?-, hay, parece, la conciencia de una evaporación de lo real en su parte de realidad, un escamoteo de los hechos y una presencia densa y dominante del tiempo como pasta densa. La poesía, atomizada como nunca en este siglo, buscó por todas las vías posibles ser testigo de ese movimiento agudo e incesante de una humanidad sumida en la esperanza de principios de siglo -principalmente sumida en la esperanza del cambiarlo todo- y luego emergida en la desesperanza y en la desazón, una emergencia que se arrastra hasta este presente. El lenguaje poético intentó interceptar el fuego histórico allí mismo, en el lugar donde nacía. La nobleza de las vanguardias consiste, a mi modo de ver, en el intento de hacer tabla rasa con todo aquel sedimento que alimentó el fuego, en realidad una charamusca que ya no decía nada de su origen -me refiero al lenguaje oficializado y canónico de la poesía del siglo XIX, entre el lamento por el tiempo que vivía y la construcción de vaguedades insólitas que las grandes conciencias poéticas de ese mismo siglo (Novalis, Hölderlin, Kleist, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé) denunciaron en su momento.

Así, el lenguaje poético de las vanguardias adhirió al fuego de la historia. Y, en la mayoría de los casos, fue consumido por ella. El afán de literalizar, de traducir aquí y ahora la razón al mundo, de instrumentalizar en el presente una vieja deuda humana con la necesidad, hizo pedazos toda la construcción imaginaria y simbólica que el hombre mismo trabajosamente había venido sosteniendo desde el Renacimiento y que se cifra en aquello que Unamuno consideraba lo mejor de nosotros: creer en lo que no vemos. Pero este desastre no fue privilegio de nuestro siglo o de nuestro hombre: lo fue del Iluminismo, de la razón práctica del siglo XVIII traducido en las verdaderas luces que enceguecen. La sensación de pérdida y la realidad de haber perdido algo sustancial se ubica aquí pero es anterior. No es sólo este siglo que se acaba el que vio a la poesía convertirse en un oficio de resistencia: son dos los siglos en que la poesía resiste a los intentos de borrar de la realidad lo mejor del hombre: su calidad simbólica, su cantidad amorosa y el lugar de ambas.

Cuando leí a principios de 1989 Alianza de los reinos de Esquinca no pude ver con claridad lo que el libro traía. Estaba -y todavía en algo estoy- imbuído en un reclamo a la poesía de un ajuste formal con el tiempo histórico, con la quiebra de valores que soporta hoy el hombre. Pedía a la poesía un cierto isomorfismo que revelara la desesperación, en su lenguaje, del habitante del mundo contemporáneo. Alianza de los reinos me parecía acompañar aquel verso-proclama de Jorge Guillén que dice: ``El mundo está bien hecho''. Esa imagen de equilibrio que en aquel momento me transmitió el libro de Esquinca no me gustó. Lo pensé y lo dije en una breve nota publicada en el Suplemento de Novedades. Lo que traía el libro de Esquinca y no pude ver entonces fue, justamente, la realización de una resistencia silenciosa al acontecimiento histórico, no a su temporalidad. En efecto, Alianza de los reinos no celebra este mundo o este estado de cosas del mundo. Celebra la posibilidad de otros mundos y de otras realidades, del imaginario humano reconstruyéndose incesantemente, la posibilidad de vivir un mundo más honorable en tanto que sustancial: un mundo donde se privilegia el acto humano en la medida en que se lo conecta con otras variables posibles de lo real. Esto, finalmente, es el rescate del pensamiento simbólico en su dimensión no traducible, su carácter icónico, aurático. El lenguaje poético que es fiel a este pensamiento no puede concebir el acontecimiento o al avatar como una epifanía o como una suerte de aparición. Puede, cuando mucho, registrarlo. La fidelidad de Esquinca a esta parte del logos, a esta dimensión no intercambiable que sólo manifiesta la gran poesía, la comprobé con la lectura de El cardo en la voz. En este segundo libro no sólo se sostiene la visión del primero sino que se la hace descender al nivel de los habitantes terrestres más humildes o al nivel de los afectos más altos. El ojo, aquí, disminuye la distancia, se desdensa, como que se dulcifica. Aquella temporalidad amplia que permitía abarcar universos, que tenía al poeta como al héroe trágico que todo se lo permite porque ha aceptado un destino -no un destino veloz, fáustico, sino un destino poético en tanto que resistente, a contratiempo- ahora se reduce a la observación o a la pregunta, pero sin negociar, acercándose. Aquella posición desde el ``afuera'', que recogía la estirpe posicional de un Hšlderlin, de un Novalis o de un Mallarmé -no sus lenguajes: su posición- o ciertamente de un Saint-John Perse, acerca la mirada al mundo, lo cohabita. No hubo duda para mí luego de la lectura de El cardo en la voz: Esquinca ha trabajado realmente un lenguaje a prueba de acontecimientos, que sabe manterla o acortar la distancia con el mundo de acuerdo a su necesidad. Las distintas miradas que ordenan la misma visión adquieren consistencia en el peso otorgado a la palabra, a cada palabra que, si bien logra su felicidad en las tiradas versiculares, mantiene siempre una autonomía de célula heroica, capaz de sostener su significación bajo la tormenta histórica. Si se escribe, finalmente -porque siempre se escribe así, finalmente, para que en ese último acto se consagre lo poético, que es alejamiento del fin- para desaparecer como el sujeto que escribe, para entregar la carga o el legado, para ya no estar aquí con ese peso, me parece que Paso de ciervo, ascención y descendimiento, lleva consigo una muy larga duración.


Las artes sin musa

Héctor Perea

El Museo Thyssen en CD

Arte digitalizado

Hace algunos meses pude apreciar en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid una estupenda antológica dedicada a Paul Klee. Y después del recorrido por las salas subterráneas de este palacio, repetir el obligado paseo por las dedicadas a la colección permanente.

Lo apretado el viaje me hizo desechar buena parte, de hecho la mayoría de las secciones que conforman este acervo complementario de los del Prado y el Reina Sofía. Aún cuando aporta piezas importantes a partir del siglo XIII europeo, los huecos que el Thyssen ha venido a llenar se refieren sobre todo al arte del siglo XX. Ante la frustración de haber dejado en el tintero visual tanta obra atractiva ñen particular los retratosñ, lo que sí hice fue cubrir una asignatura pendiente y traerme el CD-ROM del museo, que será lo que ahora comente.

Como varios similares, este disco interactivo, además de exhibir buena parte del conjunto general de obras, contiene apartados didácticos. De hecho, al igual que los museos públicos, la intención básica de este tipo de soportes digitales es educativa. Pero como también sucede en el caso de sitios electrónicos de la calidad del museo montado física y virtualmente en las torres Abrantes del país vasco (http://www.kutxa. net/actualidad/default.htm), la intención didáctica se olvida ante el atractivo de la visita a distancia, ante esa mezcla que lleva del simple juego de animación a un gozo visual pleno muy similar, cuando menos en parte, al que daría la visita auténtica. (Debo agregar que lo que más me gusta de este museo es dejar atrás las torres y perderme por sus jardines y colinas en 3-D.)

A diferencia del CD de la Galería de los Oficios de Florencia, el del Thyssen no propone una caminata por las salas, aunque sí un recorrido en tercera dimensión por el edificio de Villahermosa, palacio neoclásico construido por Antonio López Aguado, discípulo de Juan de Villanueva, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX y luego remodelado varias veces antes de esta última adaptación realizada por Rafael Moneo. En el CD se echa además una brevísima ojeada a la contraparte arquitectónica del Thyssen madrileño, el monasterio gótico de Pedralbes. Los fondos digitalizados son los de ambas sedes.

El menú del museo permite acceder al acervo por distintas vías. Una temática que distribuye la colección en grandes apartados, tales como los referidos al paisaje, el retrato, la abstracción, la vida cotidiana, la religión y los mitos. Otra por autores o títulos de obras. Y otras más basadas en distintas categorías, entre las que sobresale un recorrido por la historia del arte ejemplificado con obras de la propia colección. La entrada dedicada a las obras maestras, como sucede siempre, resultará, si no falsa, sí un tanto convencional y relativa. Todas las formas de acercamiento a esta enorme colección iniciada en los años veinte y continuada hasta nuestros días muestran algunos rasgos característicos del coleccionismo contemporáneo. Por un lado, en su concepción se nota la huella de la asesoría experta. Por otro, y gracias en parte a lo anterior, descubrimos la presencia de obra de autores fundamentales; aunque las obras no siempre sean las más representativas de los artistas o las corrientes elegidas. También se percibe lo que hace más atractiva la visita a las colecciones privadas que a las estatales, y que es, más allá de intención de síntesis cultural, la exhibición del caos encerrado en los gustos y los caprichos personales. Habría que recordar que el arte mismo, antes de existir ordenado en los museos, así nació y así se ha ido construyendo a lo largo del tiempo.

Por último quisiera hablar sobre unas cuantas obras, entresacadas de las más de setecientas que dan cuerpo a la colección, y de cómo están colgadas y explicadas dentro del CD. Una de mis pinturas, de mis caprichos favoritos es Cristo y la Samaritana, pequeña tabla de Duccio de Buoninsegna perteneciente, en su origen, al altar mayor de la catedral de Siena. Aparte de la historia de su realización, sobre la obra se indica en el ``comentario'' que es, más que nada, un ``producto intelectual'' basado en el conocimiento que tenía Duccio de los nuevos recursos técnicos y elementos formales. En la tabla se logra un magnífico contraste de escenas y formas. La imagen del Cristo sentado en la fuente, con la Samaritana hablando de tú a tú con él, rebosa en humanidad; como en carnalidad los cuerpos de los apóstoles que traspasan la arquitectura monumental para presenciar la escena desde una distancia ambigua.

Una Piedad, de Juan de Flandes; el Retrato de Giovanna Tornabouni, de Domenico Ghirlandaio; el Autorretrato, de Lorenzo Lotto, y el dedicado a un joven por Rafael destacaría yo de entre una cantidad abrumadora de obras antiguas que pueden ser examinadas visual e intelectualmente dentro del disco compacto. Si el conjunto anterior se debe en buena medida a las pesquisas del viejo barón, las obras vanguardistas de Picasso, Robert y Sonia Delaunay, Max Ernst, Juan Gris, Piet Mondrian; o las expresionistas de Max Beckmann, Otto Dix, Kokoschka o Kandinsky se deberán al gusto del actual.

Muy aparte de los alcances representativos de la colección Thyssen-Bornemisza, el CD-ROM brinda la posibilidad de apreciar en detalle y con toda calma los ocho siglos de arte que abarcan sus fondos.

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