La Jornada 22 de noviembre de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Nada más nada

Tuve miedo y procuré no levantar los ojos. De todas formas alcancé a ver los tenis negros de mi hermano Aurelio. En ese momento recordé a mi madre cuando le decía: ``Deja de soñar en babosadas, muchacho, ya estás grande: pon los pies en la tierra''. Lamenté que ella no estuviera allí para ver que Aurelio al fin le había dado gusto con el último acto de su vida. Me asusté cuando un tipo me preguntó: ``¿seguro que no te habló de sus planes?'' Dije la verdad: ``no'', pero le mentí cuando quiso saber si mi hermano guardaba sus cosas en algún escondite: ``A lo mejor allí dejó un recado póstumo''.

Al ver que lo asentaban en el suelo pensé en la de veces que Aurelio y yo, nomás por malhoras, saltábamos de una azotea a otra. La portera iba a chismearle a mi mamá. Ella se enfurecía más conmigo: ``con esos saltos se te va a desprender la matriz y cuando quieras encargar un hijo no podrás''. El sermón me entraba por un oído y me salía por el otro. ¿A poco a los once años iba a pensar en la importancia de la matriz? En aquel tiempo sólo me interesaba que Aurelio estuviera conmigo y no me dejara para irse con sus amigos.

II

Ni El Caníbal ni El Manix estuvieron presentes cuando los policías descolgaron el cadáver. Casi todos los que subieron a la azotea eran vecinos y periodistas. A uno que comenzó a tomarle fotos le dije: ``no la chingues, al menos espérate a que le arregle la ropa''.

Aurelio tenía salida la camisa y el cierre del pantalón abajo. ``Ya está muerto'', me respondió el infeliz y le contesté que por eso, porque ya no podía defenderse, tuviera un poco de comedimiento.

A Aurelio le daba horror que alguien lo viera desnudo. Me lo dijo una vez que regresamos de casa de mi abuela Asunción. Mi madre nos dejaba encargados con ella. Era muy enérgica. Si los sábados Aurelio no quería bañarse, mi abuela lo desvestía y a medio patio le echaba cubetazos. Nunca he olvidado los gritos de mi hermano. Todos los vecinos decían riéndose: ``mira al niño, le tiene miedo al agua''. La verdad era otra: el terror de estar desnudo.

Lo sintió desde que mi mamá se juntó con su segundo marido, Hilario Alcántara. Nos obligaba a llamarlo ``don Hilario'', y exigía el respeto que se le debe a un padre. Mejor perra que hija de ese asqueroso: siempre andaba queriendo meternos mano, en especial a Aurelio. Cuando se lo dijimos a mi mamá nos dio una golpiza tremenda para quitarnos la maña de levantarle falsos a su viejo.

Durante mucho tiempo le tuve rencor a mi madre por preferir a don Hilario. Siempre que él llegaba a la casa ella hacía lo posible por alejarnos: ``vayan a traerme cigarros'', ``jueguen un rato en el patio''. Desde entonces a mi hermano y a mí nos dio por subirnos a la azotea. Con todo y que estaba horrible -llena de tendederos, macetas rotas, colchones orinados- para nosotros era un paraíso, porque al menos hasta allá no llegaban los gritos de mi madre.

III

Cuando me permitieron acercarme al cuerpo de Aurelio y vi el hilito de saliva que le escurría de los labios me ganó la risa. Las personas que estaban allí deben de haber pensado: ``esta se volvió loca''. No, me reí de acordarme de cuántas veces Aurelio y yo nos hincamos junto al pretil de la azotea para escupir a las personas que pasaban por la calle. Nunca nos fijamos si era un vecino o un amigo, lo importante era hacer la maldad para desquitarnos de todas las que nos hacían mi madre y su don Hilario. Mi hermano era el de mejor puntería. Siempre me retaba: ``¿Cuánto apuestas que a la vieja que viene allí le sorrajo un salivazo en la nariz?''.

El domingo antes de que se suicidara yo estaba bien triste, como presintiendo algo. Aurelio se dio cuenta y para alegrarme hizo un montón de payasadas. Hasta me puso adivinanzas y no supe contestar ninguna. Ni por aquí me pasó que muy pronto iba a arrepentirme de no haberle respondido. Cuando los del Ministerio Público me permitieron acercarme al cuerpo se lo dije, aunque sabía que Aurelio ya no estaba. También pensé que el pobrecito jamás iba a volver a oír su música.

Ese era otro detalle de mi hermano: ponía el radio a todo volumen, y por si fuera poco se lo pegaba a la oreja. ``¿Por qué haces eso, a poco estás sordo?'', le reclamaba mi madre a cada rato. El nunca le respondía -desde que la vio juntarse con don Hilario le hablaba muy poco-, pero luego, una de las veces que nos subimos a la azotea y le pregunté lo mismo, él me contestó: ``Porque siento como si la música me acariciara por dentro''. A mi hermano la música era lo único que le gustaba. Una vez me lo dijo y me confesó que cuando fuera grande iba a tener su propia banda.

IV

Si yo tuviera el valor de imponerme, en el momento cuando bajaron del tendedero el cadáver habría puesto su radio a todo volumen para que al menos lo acompañaran las canciones que le gustaban. Algunas las componía él, lo malo es que luego las dejaba tiradas y era imposible encontrarlas. Por eso le aconsejé que las pusiera bajo el tinaco, donde nadie iba a encontrarlas. La última que me cantó dice así: ``Me asomo al espejo y digo:/soy un bulto al que patean./ Soy una hoja arrastrada/ por el viento adonde quiere./ De noche, cuando me acuesto,/ sé que no soy bulto ni hoja./ Sólo soy nada más nada''.

Esa composición se me pegó más que ninguna otra. Durante el velorio, cuando todos se pusieron a rezar, me dio por cantarla quedito. ``¿qué no tienes respeto ni por tu hermano?'', me preguntó la portera. No le respondí. No quería explicarle que precisamente por respeto a él cantaba su canción. Tiene una parte que produce aún más tristeza: ``Porque soy joven me hablan/ del futuro que no llega./ Dicen que el próximo mes,/ dicen que ya el año entrante./ Se me acabaron los meses,/ llegué al final de mis años./ En vez de hallar el futuro/ encontré al fin la verdad:/ Sólo soy nada más nada''.

V

Aurelio nunca lloró delante de nadie. Pensé mucho en eso cuando echaron la última paletada de tierra y después, al subirme en el taxi de Salustio para que me llevara de favor a la casa. Al llegar y ver las flores marchitándose en la cubeta, acabé de entender que mi hermano estaba muerto. Saberlo me dolió más que el recuerdo de mi madre gritándome: ``cuzca, eres una cuzca. Si no hubieras andado ofreciéndotele a don Hilario él te habría respetado. Con tus chicoleos sólo conseguiste que él se fuera. Y yo ¿qué voy a hacer sin mi marido?'' El miedo siempre me impidió contestarle, aunque yo sabía la respuesta: ``Irte''. Fue lo que hizo, sin importarle que mi hermano y yo nos quedáramos solos.

Esos pensamientos me obligaron a salirme del cuarto y correr hacia la azotea. Me pareció inmensa y tuve miedo. Lo vencí, porque tenía la esperanza de que Aurelio me hubiera dejado un recado bajo el tinaco. Así fue: allí estaba la hoja de papel doblada. La toqué y me puse a llorar. No me esforcé por contenerme: Aurelio ya no estaba y no tenía interés por mostrarme fuerte ante ninguna otra persona.

No sé cuanto tiempo estuve acostada junto al tinaco. No quería moverme para no romper el contacto con mi hermano a través del papel. Lo imaginé doblándolo y poniéndolo de manera que no me resultara difícil encontrarlo. Comprendí que debía leerlo. Me levanté y fui a sentarme en el suelo, contra la pared, en el mismo sitio donde Aurelio se refugiaba para escribir sus cosas. Entonces leí: ``Por más esfuerzos que hice / jamás encontré el futuro./ No me quedan ni migajas/ de esperanza ni paciencia./ Me queda sólo esta hoja. / Te escribo mi adiós en ella. / Al fin hallé la verdad: / Sólo fui nada más nada''.