Hasta hace unos veinte años, el empeño --uno de los empeños principales-- del grupo en el poder y sus publicistas era demostrar que la Revolución Mexicana era un proceso en marcha, ininterrumpido, renovado constantemente por la inspiración de los ideales de democracia y justicia que en 1910 lanzaron a grandes masas de la sociedad --campesinos, obreros, pequeños burgueses de la ciudad y del campo e intelectuales-- a cruentos combates para derrocar la dictadura de Porfirio Díaz, primero, y después al golpista y usurpador Victoriano Huerta.
Se intentaba siempre renovar las ilusiones del pueblo mexicano en una revolución que muchos años antes (después del gobierno del general Cárdenas) había perdido sus impulsos. La ideología de la revolución era sólo una especie de tóxico para adormecer a las masas.
Junto con la apología de la Revolución Mexicana, en los discursos rituales del 20 de noviembre se defendía a los gobiernos herederos de aquel movimiento que cambió al país; lo mismo a Miguel Alemán que a Díaz Ordaz o Echeverría, aunque los saldos en materia de democracia y de justicia social eran negativos. El nuevo proceso de la irritante concentración de la riqueza en una pequeña oligarquía y la extensión de la pobreza y miseria en la mayoría del pueblo mexicano, así como la profundización de las desigualdades se iniciaron con los llamados gobiernos de la revolución. Estas han alcanzado los niveles actuales por los tecnócratas que llegaron al poder en 1982, impulsados por el PRI y sus líderes.
Si antes México era el país donde sus políticos en el gobierno hablaban más de una revolución que en cualquiera otra parte del mundo, en los últimos años eso terminó. Los tecnócratas en el poder se quitaron las máscaras y sólo de manera ritual hacen mención de aquel movimiento transformador. Bien vistas las cosas eso es comprensible: ¿qué tienen que ver, por ejemplo, los señores Zedillo, Ortiz, Gurría, Martín Werner, Luis Téllez o Tomás Ruiz con las aspiraciones, las metas, las esperanzas de quienes participaron en la revolución, o con Zapata, Villa, Felipe Angeles o incluso con los menos radicales? ¿O con Cárdenas, Múgica, García Téllez? Nada en absoluto. También están lejos, muy distantes de las necesidades y aspiraciones de los millones de trabajadores asalariados del país, de los campesinos, de los pequeños propietarios de la ciudad y del campo, de los indígenas, de los maestros de instrucción primaria o de los profesores universitarios.
La única preocupación de los tecnócratas priístas que gobiernan es que haya buenas finanzas públicas, que cuadren sus números en la macroeconomía, la creación de condiciones adecuadas para la reproducción, acumulación y concentración de capitales, el funcionamiento del llamado libre mercado. Todo ello, sin importar los costos sociales, la explotación y sacrificios de los trabajadores, la extensión de la pobreza, el horizonte oscuro para la mayoría de los mexicanos y mexicanas. Se confía tanto en la resistencia de la gente --que tiene un límite--, como en la convicción fundada en que los grandes cambios sociales y políticos no se realizan por el hambre de los pueblos, sino cuando estos adquieren conciencia de la necesidad de los cambios y luchan por ellos.
Al conmemorarse el 88 aniversario de la Revolución Mexicana, el gobierno, con el apoyo disciplinado de los diputados del PRI, se encamina a asestar nuevos golpes a los ingresos de la mayoría de mexicanos. Un presupuesto castigado, una ley de ingreso confiscatoria, liberación de precio de las tortillas, aumentos de los precios de los bienes y servicios que proporciona el gobierno, cierre de Conasupo, en fin, todo lo que sea necesario para echar sobre las espaldas de los trabajadores los costos de crisis, abusos, ilegalidades; en suma, los costos del fracaso de un modelo económico que no funciona para las mayorías.
Es cierto. Hace decenios que los impulsos de la Revolución Mexicana se extinguieron; sin embargo, sus ideales de justicia social son cercanos, familiares a los mexicanos de este fin de siglo.
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