Adolfo Sánchez Rebolledo
El voto ausente

Una ojeada a vuelo de pájaro al informe que estudia las modalidades del voto de los mexicanos en el extranjero, el llamado voto ausente, permite reconocer cuáles son las dimensiones reales del problema, su alcance y significación. El trabajo de la comisión de especialistas, convocados por el IFE, permite superar las formulaciones meramente impresionistas o ideológicas, incluso los prejuicios que aún prevalecen en el debate sobre la conveniencia de que los mexicanos ausentes voten en las elecciones presidenciales.

El informe examina en detalle una serie de opciones viables que pueden combinarse para ir dando respuestas coherentes a un problema cuya complejidad es inocultable. Por lo pronto, el estudio ofrece un interesantísimo capítulo sobre la demografía de los mexicanos en Estados Unidos, que es la base objetiva para considerar diferentes alternativas, pues es evidente que no todos los mexicanos ausentes se hallan en la misma situación jurídica, ni todos demuestran el mismo interés por adquirir el derecho al voto.

La dificultad práctica mayor está en el numeroso sector formado por los indocumentados, pero también hay una discusión importante sobre el grupo formado por los hijos o nietos de mexicanos que nacieron en Estados Unidos y a quienes la doble nacionalidad les permite votar en ese país sin perder la nacionalidad original. Como quiera que sea, la lectura cuidadosa de este informe permitirá a los legisladores adoptar decisiones -esperemos- sin estridencias ni precipitaciones.

A fin de cuentas, el reconocimiento del derecho al voto de esos mexicanos es, en mi opinión, una prueba excelente del desarrollo democrático de México, el corolario lógico de la ya larga historia de reformas jurídicas y políticas que dan sentido y soporte a la transición. Es, por consiguiente, la reafirmación del principio de que México es una cultura, una identidad que resulta tanto más importante por cuanto vivimos en la globalización. No se trata, por tanto, de un acto defensivo sino, más bien, de un esfuerzo por recrear la comunidad y sus principios en un universo que admite la diversidad.

Se ha querido contraponer, equivocadamente, el principio democrático a la preservación de la soberanía nacional, a la desintegración nacional que sobrevendría si se lleva a efecto el voto en el extranjero. Esto es un error. Nadie subestima el riesgo que puede suponer la intervención indeseada de los grandes intereses estadunidenses en la vida electoral mexicana, pero esas injerencias, en caso de que las reglamentaciones fueran inocuas o insuficientes, no serían cualitativamente distintas a las que, sin salir del país, pueden ejercer distintos de grupos de presión norteamericanos comprometidos con algún candidato o partido.

Si las campañas de los partidos, así como los gastos en publicidad se someten a un riguroso control, no se entiende cómo es que los interesados podrían manipular el voto mexicano. Si no lo han conseguido en los procesos norteamericanos donde una importante porción de mexicanos pueden votar, menos sencillo resultaría hacerlo en este caso.

En cualquier caso, la nueva situación obligará a los partidos a mantener una presencia responsable en las comunidades mexicanas, a realizar sus campañas en el extranjero, siempre en el marco de las modalidades que la ley les imponga en cada país, pero sobre todo, con las disposiciones legales que la autoridad electoral mexicana establezca para estos casos.

Se argumenta, como si fuera inconveniente absoluto, que el voto de los migrantes puede decidir una elección muy apretada. Pues sí, en efecto, eso puede ocurrir, pero es una ilusión suponer que todos los mexicanos que son potencialmente electores votarán de una manera muy diferente a como lo hacen el resto de los ciudadanos en todo el país.

Decir que los residentes en el extranjero no tienen derechos porque no pagan impuestos es, por decir lo menos, una visión municipal del problema, que no toma en cuenta los flujos reales, el intercambio cotidiano entre los migrantes y sus comunidades de origen. Pero, en fin, si descontamos las grandes cantidades que los emigrantes envían a sus familias, aún queda en pie la cuestión central: ¿saldrían tantos mexicanos a buscar el sustento si los problemas nacionales -empleo, educación, salud- estuvieran resueltos en el país? Algo tendrán que decir sobre estos asuntos y conviene hacerse la pregunta.