Sergio Ramírez
Palabra con causa

Los 70 años de Carlos Fuentes que celebramos este mes, nos recuerdan la dimensión histórica que la generación del boom ya tiene en la literatura latinoamericana, una generación que por el poder transformador de su legado quizá sólo podría compararse a las de los modernistas de principios de centuria. Un siglo que se abría entonces con la poesía para hacer posible la renovación de la lengua y otro que se cierra ahora bajo el encanto de una narrativa espléndida, que ha representado mejor que ninguna otra señal, la lucha por nuestra identidad cultural en tiempos de pérdida acelerada de identidad.

Hablo como escritor que aprendió de ellos. Pero a través de ellos también, en el momento clave de los años sesenta, descubrimos que podíamos ser idénticos desde la lectura de realidades comparadas o transfiguradas o imaginadas, lectores y escritores en una sola lengua, habitantes por igual de territorios lejanos y diversos, e idénticos por diversos; era un descubrimiento otra vez geográfico, en un mapa todavía ciego en muchos de sus territorios, marcado antes quizá sólo por la cartografía de la selva que representa Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, civilización contra barbarie; por el páramo de Pedro Páramo en las penumbras de Juan Rulfo, o el caribe de las islas que siempre se están yendo a la deriva hacia Africa, de Alejo Carpentier.

La tarea, en adelante, fue de una fervorosa precisión, un parapeto construido con velocidad y diversidad vertiginosas, una operación que sirvió no sólo para identificarnos nosotros mismos en la literatura, sino para hacerlo hacia afuera, con otras culturas. Esta es ya una marca del siglo, al final de éste, una literatura para trascender el siglo. Ahora que están de moda las listas, no habrá ninguna de los cien mejores escritores de la centuria en todos los idiomas sin los nombres de Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa.

Pero quien marca a esta generación no sólo por su poder creativo, sino por su pasión explicativa de este siglo latinoamericano, es Carlos Fuentes. En él hay lo que yo llamaría una ambición ecuménica, un ardor siempre insatisfecho por convertir a la palabra en una arma reivindicativa; una palabra con causa, la palabra volando más allá de las fronteras mezquinas y enhebrando esa identidad que siempre perseguimos para encontrarla siempre más adelante, explicada en las partes pero también en el todo, siempre transformándose.

Quizá en ningún otro texto se leerá en la centuria que viene la historia de México del siglo XX que en el gran friso pintado por Fuentes en sus novelas, desde La región más transparente hasta Cristóbal Nonato, y ningún otro personaje será mejor arquetipo de los personajes de la revolución, cualquier revolución de este continente y no sólo la mexicana, que Artemio Cruz, una alegoría que gira en el cuarto de espejos que es nuestra historia común, reflejándose y reflejándonos.

Y esa ambición ecuménica por aprehender al todo está en su novela totalizadora de América, La campaña, con un personaje que es la ambición misma de búsqueda de esa identidad total, Baltasar Bustos, el intelectual comprometido que peleará toda las guerras de la independencia de uno a otro confín en busca del Libertador, y también de una mujer, Ofelia Salamanca, que en la gran alegoría de la escritura seguirá siendo la América nunca encontrada, la libertad que huye y se multiplica en espejismos, y como doña Bárbara seguirá siendo la selva y el salvaje que siempre llevaremos dentro.

Cuando tantas veces me han preguntado por qué en América Latina los escritores cargan con la pasión de la vida pública, suelo responder que quizá porque la vida pública tiene entre nosotros una calidad insoslayable; apartarse de ella sería dejar una oquedad sin fin en el paisaje. No es la vida privada encarnando la historia de las naciones, como pensaba Balzac, sino la vida pública metiéndose en todos los intersticios de la vida privada. Por este sino, o destino, responde mejor que ningún otro Carlos Fuentes.

Fuentes viene de esa tradición del escritor comprometido que inventó Voltaire, y que mejor heredamos en América Latina que en Europa, sin que haya llegado a ser nunca una pasión anglosajona. La pasión crítica. El escritor apasionado de los hechos de la vida pública, pendiente de la suerte de las naciones y de quienes las habitan, de la opresión, las injusticias y los desmanes; una pasión que anduvo a caballo por los caminos de la independencia cuando los próceres eran filósofos y eran letrados que cargaban La Nueva Eloísa en sus alforjas de campaña, y leían a Tocqueville en los altos de la marcha, muchos de ellos periodistas fogosos y escritores comprometidos después, y más tarde otros de ellos caudillos que olvidaron sus letras y sus sueños libertarios. Entonces, y ahora.

En la plenitud de sus setenta, Fuentes sigue deparando el ardor del principio, y de los principios. Es la mejor de las plenitudes, la que se cuece en el fuego de la pasión, capaz de crear siempre nuevos mundos en los que creer, y utopías en las que confiar.

San Juan, Puerto Rico,

noviembre de 1998.