José Cueli
¿Dónde te escondes, torería andante?

Ay, torería andante, con tu poesía torera y tu música calé rasgando la tarde, ¿dónde te escondes? ¿En dónde andas con tus negros sonidos como los de los toros negros? ¿En dónde andan los toros negros, toros negros terciopelo negro de cabeza grande y una muerte cada asta, una pena en cada gota de sangre? ¿Adónde se fue la pena, vuelta y llanto de la sangre torera?

¿Dónde quedó el toreo mexicano que brotaba en fantasías naturales como agua que descendía de la montaña en busca de la tierra en crepúsculos alunados en nuestro invierno? ¿Dónde quedó la vibración íntima, recóndita, apasionada, que unía frivolidades con espirituales emociones, recreando faenas cálidas, encendidas por dentro en materialidades supraterrenales enfrentadoras de la muerte a la que daban largas afaroladas y rodeos que iban más allá de la realidad?

Existen en el toreo mexicano, como se ha visto en las dos corridas iniciales de la temporada, esfuerzos no felices, repeticiones de pases lindantes con pobreza imaginativa y convencionalismos inadmisibles. Toda aquella gracia espontánea de los Garzas, Silverios, Procunas o Manolo expresión idealizada tan sugeridora, urgida de emoción, se derrumba tarde a tarde en rigideces cadavéricas, esquemas formales arcaizantes y vulgaridades sin justificación, en una constante, repetida, obstinada, necesidad de dar derechazos a toritos moribundos, con el pico de la muleta, desligados, desesperadamente idénticos unos a los otros en actitudes aquilosantes.

La fiesta brava en México pierde su poderío con el correr de los tiempos modernos. Entre las actividades espectaculares que la ocultan yace humilde, desvencijada y oscura la Plaza México, cuyas escaleras y asientos semiquebrados hablan de un pasado glorioso que se nos va entre las manos, sin poderlo apresar. Sobre su ruedo, donde se consagraron los grandes en tardes inolvidables, se ha iniciado una temporada de ``toros'', en medio de una frialdad espiritual que congela más que el tiempo reinante.

El coso de Insurgentes fue nuevamente el escenario inasible, inefable, en la tarde que se hizo noche rápidamente. Hasta pena da recordarla: no pasó nada de nada, y nada es mucho. Ay, torería andante, ¿dónde te escondes? En el ruedo algún gorrión errante picoteaba restos de pistaches y volaba de la puerta de toriles a la de caballos. Dos de los novillones débiles y mansurrones los siguieron, y quisieron también volar al soplo alegre de la brisa y le dieron un susto de antología a los aficionados de esa zona y lastimaron a un picador, en lo que fue lo más emocionante de la corrida de novillos.

El resto de los ``toros'', igual de débiles, deslucidos y feos, rodaban por la arena con sólo un puyacito, y algunos desde antes. Gutiérrez, Caballero y De la Hoz se dedicaron a ayudarles a bienmorir, entre voces operísticas, quejidos, murmullos y lastimosos aullidos que no convencieron a nadie, ni a ellos mismos. Ay, torería andante, ¿en qué voluptuoso tablao vuelas rumbo a la nada?