Héctor Aguilar Camín
Costosa querella
Aun para los observadores profesionales es difícil saber en qué consisten las diferencias de los actores políticos ante el problema nacional del rescate bancario. ¿Por qué les es imposible hasta ahora ponerse de acuerdo y ofrecer una solución?
Nadie parece dispuesto a pagar nada para resolver esa querella. La acabará pagando, sin embargo, a los precios más altos, el país en su conjunto: todos y cada uno de los mexicanos, más onerosa e injustamente los que más pobres sean, los que menos deudas y menos culpas hayan tenido en este enredo.
La bancada del PRI guarda un silencioso silencio que tiende a tomarse, equivocadamente, como disposición a votar en esta materia del brazo del gobierno. El PAN ha terminado convirtiendo su propuesta de solución en la exigencia de una renuncia del gobernador del Banco de México. Invocando la defensa del pueblo, el PRD ha decidido boicotear todo acuerdo. El gobierno ha decidido no entregar la cabeza de nadie y parece haber aceptado que la solución de fondo al problema no llegará durante el actual periodo de sesiones.
El hecho es que nadie quiere pagar, nadie quiere ceder y nadie parece capaz de encontrar una solución conveniente para todos. Entre todos, y a buen paso, encaminan al país a pagar costos que pueden ser altísimos. Si los inversionistas nacionales y extranjeros deciden que la parálisis del rescate bancario es un indicador de baja gobernabilidad o alta incertidumbre política, actuarán en consecuencia poniendo a salvo sus capitales. Una corrida de dineros internos y/o una migración de los externos a propósito de esa incertidumbre, puede derrumbar el sistema financiero mexicano y abrir una crisis tamaño 1995.
Si esa crisis se da, sus factores detonantes no serán económicos, sino políticos. Podrán atribuirse, desde luego (son muerto vivos que siguen perdiendo batallas) a la falta de democracia, al autoritarismo gubernamental y a la ceguera tecnocrática. Pero habrá que atribuirlos también a las nuevas condiciones de pluralidad y democracia imperantes en México, aceptando que, al menos en este caso, tienden a producir fragmentación y parálisis, en vez de negociación y acuerdo. Se podrá hallar culpables a los banqueros por sus excesos, y al gobierno por sus torpezas. Pero habrá que señalar también como culpables a los legisladores por mezquinos y a los partidos de oposición por oportunistas.
Aunque no lo parezca, aparte de sus costos directos por acumulación de intereses, la querella del rescate bancario tiende a convertirse en un termómetro, que puede resultar catastrófico, de la viabilidad operativa de la democracia mexicana. Cada vez que llegan al celebrado congreso plural de México asuntos cuya solución depende del acuerdo democrático, la vida pública de la nación entra en crisis y todo se encamina al callejón de las parálisis gubernativas. Cada vez que hay que tomar decisiones importantes negociadas entre las fuerzas políticas, la decisión se aplaza y los ciudadanos se truenan los dedos.
La discusión democrática no ha enriquecido el debate ni mejorado la solución de problemas fundamentales, como el rescate bancario. Simplemente ha enfrentado a los actores en pleitos sin salida cuyas razones de fondo parecen cada vez más triviales, menos legítimas y más insalvables. Comparto con muchos mexicanos la sensación de estar en manos de los más miopes intereses políticos, de un puñado de legisladores, dirigentes partidarios y funcionarios públicos que anteponen sus más inme- diatos cálculos políticos a toda consideración estratégica sobre las seguridades que deben brindar a la nación para encontrar solución a sus problemas.