Las cuentas fiscales que se presentan en el Presupuesto Federal para 1999 tienen un alcance mayor que el que marca el periodo legal de un año. Y ese alcance es hacia atrás y, también, hacia delante y se refieren tanto al análisis económico como a la efectividad política del proceso de la reforma del Estado. La propuesta fiscal que hace ahora el Ejecutivo al Congreso marca, sin duda, un quiebre en el programa económico de este gobierno. Después del episodio de la severa crisis de 1995, al política de ajuste y extabilización guiaba a la economía, según la visión oficial, hacia una recuperación sostenida del crecimiento, con niveles más bajos de inflación y, con ello, a evitar una crisis de final de sexenio.
Han pasado ya más de quince años desde que se inició, durante el gobierno de Miguel de la Madrid, una necesaria reforma de la gestión estatal de la economía. Una de las premisas de dicha reforma era la del saneamiento de las finanzas públicas, es decir, la reducción del déficit fiscal que provocaba fuertes distorsiones en la asignación de los recursos y generaba constantes presiones inflacionarias. Cuando menos en términos estrictamente fiscales el balance de esta parte de la reforma es muy cuestionable. Ello se expresa en la tendencia de largo plazo de lento crecimiento del producto y en los recurrentes episodios de crisis en este mismo periodo. Y, ahora, se muestra en la fragilidad financiera del Estado que se pone de manifiesto con el cierre de las cuentas públicas de 1998 y la restrictiva propuesta presupuestal para 1999. El gobierno ha reducido el déficit público como proporción del PIB, pero ello no significa que haya logrado establecer la salud de las finanzas públicas. Esta es una distinción esencial y es una de las condiciones que siguen siendo un lastre para la verdadera reforma de la economía mexicana.
Respecto a la situación actual, no cabe duda que la evolución de los mercados financieros y la caída de los precios petroleros han sido un fuerte golpe para las finanzas públicas. Pero ha habido una tendencia a centrar en estas condiciones adversas la responsabilidad prácticamente total por el descalabro del desempeño de la economía durante este año. Dos cuestiones, entre otras, cambian la perspectiva de esta interpretación. La crisis bancaria se gestó con anterioridad, y la intervención gubernamental para enfrentarla demanda una enorme cantidad de recursos públicos que hay que financiar como un incremento de la deuda estatal. El alza de las tasas de interés que provoca la inestabilidad financiera mundial repercute de modo directo sobre los costos fiscales y no favorece la recuperación de la salud financiera del sistema bancario, que requiere de una profunda reforma. Por otro lado, la caída de los precios del petróleo se dio en un marco en el que la reforma fiscal mantuvo la enorme dependencia de los ingresos del gobierno con la renta petrolera. Si bien es cierto que se redujo esa dependencia del petróleo en términos de la producción y de las exportaciones, no fue así el caso de las cuentas públicas. En ambas circunstancias los choques externos encontraron puntos de gran fragilidad interna en la economía y los efectos adversos han sido, por ello, muy grandes.
A la hora de presentar el Presupuesto Federal para 1999 el gobierno se ve obligado a argumentar que el aumento de los impuestos es la manera de salvaguardar a la economía nacional, y eso después de quince años de reforma económica. Lo que no queda claro en la propuesta de política económica es cómo una mayor carga impositiva favorecerá la expansión económica, reducirá la inflación y aumentará los ingresos reales de la población. Muchas de las medidas propuestas para aumentar los ingresos públicos pueden tener sentido de manera independiente, el asunto es si lo tienen también en conjunto. La oferta de promover una reforma fiscal en serio va a quedar incumplida otra vez, y la reacción que se ofrece ante una inminente crisis fiscal parece más bien un conjunto de parches. La parte más evidente de la propuesta por el lado de los ingresos es de tipo recaudatoria, cobrar más, y habrá que ver cómo se completa con las medidas de promoción que se apliquen a las empresas, o sea, con los estímulos para la inversión y las restricciones a las formas de evasión asociadas, por ejemplo, con la prerrogativas fiscales de los conglomerados.
Por el lado del gasto, la austeridad vuelve a ser la principal oferta política, la misma que ha definido la reforma desde 1982 para la mayor parte de la población. No hay novedad al respecto, aunque sí más restricciones para la sociedad en rubros prioritarios y ahora sí en términos reales. El ajuste no parece tener fin bajo las normas que rigen el programa económico. Si la reforma era necesaria, como ya nadie en el país puede negar, su administración ya puede juzgarse como ineficaz después de tantos años.