Sergio Zermeño
¿68 somos todos?

Las sociedades de Occidente, particularmente las más autoritarias, las que han contado con Estados centrales poderosos, como Francia o España, han progresado lentamente en el camino de su democratización, de la primacía del poder social sobre el poder del Estado. En sociedades alejadas de la cuna occidental, como China o México, ha costado aún más trabajo la construcción de esos espacios intermedios y esa institucionalidad democrática. Los pasos firmes dados en esta dirección no sólo han sido el producto de confrontaciones revolucionarias y guerras civiles costosísimas, como en todos los ejemplos citados, sino que han continuado hasta nuestros días sumando violencia a sus epopeyas revolucionarias. Las masacres estudiantiles son la prueba moderna de estos costosos traumatismos: 1968 en Tlatelolco; 1990 en Tiananmen, China.

Son impactos dramáticos que hacen avanzar, no cabe duda, nuevos canales y espacios de participación. Son ``costos'' que las sociedades van pagando, dicho cínicamente, por mejorar sus reglas ciudadanas, su sistema partidista y parlamentario, su institucionalidad democrática. Los años setenta vieron consolidarse en nuestro país una apertura a las demandas de la sociedad y una reforma política que respondió en mucho, ya no nos cabe duda, a las exigencias del 68 y a la mala conciencia con que el régimen las ahogó en sangre. Pero hay que hacer notar que todos esos movimientos que en Occidente lograron sustanciales avances hacia regímenes menos autoritarios, se vieron acompañados (también en China), por una clara mejoría material y por una palpable igualación social.

Los recientes datos sobre el desarrollo de nuestro país nos hacen pensar que, aquí, la referida correspondencia entre democracia, progreso material e igualdad social podrían dar al traste con lo ``invertido'' en tantas luchas, particularmente en el 68. En efecto, entre 1994 y 1996 los pobres extremos en nuestro país pasaron de 40 por ciento a 55 por ciento, como acaba de recordarlo Julio Boltvinik. Igualmente, el poder adquisitivo del salario mínimo en 1996 fue de sólo la tercera parte con respecto al de 1981, último año antes de la ortodoxia neoliberal y, en nuestros días, ese salario mínimo sólo cubre el 15 por ciento de la Canasta de Satisfactores Esenciales. Pero lo verdaderamente increíble es que tres de cada diez mexicanos ganan hasta un salario mínimo y otros tres de esos mismos diez perciben hasta dos salarios mínimos.

Los datos de la violencia y la delincuencia no han hecho otra cosa, entonces, que acompañar las tendencias descritas: entre 1993 y 1996 la criminalidad denunciada aumentó en 33 por ciento anualmente, aunque desde 1930 sólo lo hacía a razón de 3 por ciento anual, según Rafael Ruiz Harrel. Entonces cobran toda su fuerza los datos complementarios sobre impartición de justicia: dos de cada tres delitos no son denunciados, pero de cada cien delitos que se denunciaron, solamente tres terminaron, en 1996, con la captura del presunto responsable y su presentación ante un juez penal.

Corolario: si una jornada completa de trabajo en seis de cada diez mexicanos no da más que para mantenerse en pobreza profunda; si el desempleo es cuatro veces más agudo entre la juventud que entre los adultos; si el sistema de procuración de justicia no captura más que a uno de cada cien delincuentes, lo sorprendente, como dice Boltvinik, es que tantos jóvenes sigan buscando trabajo y que éste se mantenga todavía como un valor positivo.

El 68 hizo su tarea histórica y la han hecho muchas otras luchas sociales desde entonces. Pero no cabe duda que el grupo gobernante del periodo neoliberal no ha estado a la altura de su responsabilidad, ha dilapidado las potencialidades de nuestra democracia con proyectos totalmente ineficaces en la elevación de la producción material y en la generación de igualdad social. ¿Por qué estos gobernantes fracasados insisten en reclamarse herederos de las luchas de hace treinta años y se empeñan en aparecer en dudosas fotos de la época?