La Jornada Semanal, 15 de noviembre de 1998
En el número de junio de la revista Vuelta: In memoriam Octavio Paz, aparecieron fragmentos de un Diccionario de Octavio Paz, preparado por Crishtopher Domínguez. Se trata de notas sobre escritores de distintas lenguas y diferentes siglos. La mayoría, por supuesto, contemporáneos.
Al extraer de ensayos más amplios esos fragmentos y colocarlos en orden alfabético, el conjunto se transformó y adquirió movilidad y una deslumbrante cadencia narrativa. Son trazos testimoniales de una admiración, una amistad, alguna desavenencia y, en ciertos casos, de graves rupturas. Es notable la metamorfosis que experimenta aquel material tan sólo por cambiar de sitio. La mirada de su autor recoge con avidez gestos, situaciones, y espacios significativos. Paz se transforma en una cámara capaz de resucitar a diversos fantasmas frecuentados en distintas etapas de su vida. Los personajes que pueblan el diccionario son figuras centrales de la literatura mexicana y también de la internacional, y el acercamiento es a menudo sorprendente. La posición que una escritora ocupa o ha ocupado en el Olimpo de las letras está siempre bien definida, como lo están algunos pormenores de su obra, y ciertos elementos para nada estorbosos de la atmósfera en que se desarrollaron los encuentros. Más algunos rasgos personales: gestos, maneras de vestir y de expresarse. Nos encontramos, pues, ante un mundo gestual rico en movimientos, es decir un universo eminentemente narrativo. Como contrapunto, hallamos algunas entradas que son meras vislumbres expresadas seca y abstractamente de una determinada Ars Poetica. Leamos, por ejemplo, la de Chuang-tsé:
Chuang-tsé (369-286 a.C.). El reproche que hace Chuang-tsé a las palabras es que no alcanzan a la imagen, porque ella es y no es, en sentido estricto, función verbal. En efecto, el lenguaje es sentido de esto o aquello. El sentido es el nexo entre el nombre y aquello que nombramos.
La entrada correspondiente a Joyce es también escueta, y aun evasiva. Le permite a Paz expresar de modo oblicuo su propio discurso. Hela aquí:
James Joyce (1882-1941). Joyce dijo que la historia es una pesadilla. Se equivocó: las pesadillas se disipan con la luz del alba mientras que la historia no terminará sino hasta el fin de nuestra especie. Somos hombres por ella y en ella; si dejase de existir, dejaríamos de ser hombres.
Destacan en cambio, por su vitalidad y riqueza y precisión en los detalles, las de otras figuras: Rafael Alberti, André Breton, Alfonso Reyes, Kostas Papaioannou, Pablo Neruda. Son ellos mismos, pero también, debido a una invisible operación alquímica, personajes de ficción. Recuerdo que, hace unos treinta años, Paz respondió a una pregunta de Elena Poniatowska sobre si alguna vez había deseado escribir novelas. La respuesta fue afirmativa. Sí, desde luego, en la adolescencia había soñado con ser novelista. Pero al repasar su Galdós presintió que jamás podría alcanzar aquella soltura, y para nada le interesaba ser un narrador del montón. A partir de entonces cultivó la poesía y el ensayo. Los libros de crítica literaria, de artes plásticas o de reflexión política fueron, desde la aparición en 1950 de El laberinto de la soledad, casi tan importantes como su obra poética.
Sabemos que en la adolescencia y la juventud, Paz fue un apasionado lector de novelas: Dostoievski, Balzac, Pérez Galdós, Joyce, Lawrence, Malraux, Faulkner, Kafka. A los diecinueve años escribió un ensayo sobre Proust donde traza un paralelo, bastante insólito para su edad y para la época, entre Dostoievski y el novelista francés.
En El arco y la lira, su autor, como antes Benedetto Croce, descree de la fijeza y la precisión de los géneros. Ha habido grandes momentos, escribe, donde el lenguaje poético se aproxima y se confunde con el relato y donde la prosa se niega a sí misma como prosa, al mismo tiempo que el discurso intelectual emplea los recursos de la poesía. El romancero medieval español, ejemplifica, es una suma de relatos rimados. La obsesión de Cervantes por la poesía se revela en plenitud en Los trabajos de Persiles y Segismunda, aquella que su autor consideraba la más perfecta de sus obras, con razón pues hay trozos en ella que son verdaderos poemas. Y en pleno apogeo de la llamada ``poesía pura'', arrastrado por la música del octosílabo, García Lorca vuelve a la anécdota y no teme incurrir en episodios descriptivos. Los ensayistas, por su parte, aprovechan la plasticidad de la imagen y la eficacia de la metáfora para dar mayor fuerza a sus argumentos.
En una importante conversación de Octavio Paz con Rita Guibert, que tuvo lugar en 1970, la entrevistadora comentó que Boris Pasternak le había dicho que no le era ya posible expresar la inmensidad de nuestra experiencia sólo a través de la poesía lírica. ``Hemos adquirido valores que se pueden expresar mejor en prosa'', afirmaba el autor de El doctor Zhivago. Me imagino, respondió Paz, que Pasternak debió pensar sobre todo en esa novela y añadió:
La novela es un género literario muy extraño. Por supuesto, la novela no está escrita en verso. Pero tampoco el lenguaje de la novela es la prosa del discurso científico o filosófico, sino que es un lenguaje en donde aparecen el ritmo, los juegos verbales, las metáforas, las correspondencias y la ambigüedad propia de la poesía. El lenguaje de la novela oscila entre la verdadera prosa y la poesía... Algunos de los más grandes novelistas de nuestro siglo hacen a su vez la crítica del lenguaje dentro de la propia novela.
Si bien es cierto que Octavio Paz no escribió novelas en su vida, también lo es que en algunos de sus más extraordinarios poemas -``Piedra de sol'', ``çguila o sol'', ``Pasado en claro''- empleó recursos procedentes de la narrativa. Del mismo modo que la prosa de sus ensayos no es puramente prosa, como lo vemos en textos tan intensos y complejos como El mono gramático o la hermosa introducción autobiográfica de Vislumbres de la India, que son ensayos y a su vez narraciones y a su vez deslumbrantes textos poéticos.