La Jornada Semanal, 15 de noviembre de 1998



José Homero

Elogio del ombligo

José Homero, nacido en Minatitlán en 1965 y arraigado hace diez años en Xalapa, es ese ubicuo director de la revista Graffiti, autor del libro de ensayos La construcción del amor y poeta que colabora intermitentemente en los principales suplementos de México (incluido éste, por supuesto). Aquí nos entrega la historia reciente de un fetiche erótico para minorías que podrían convertirse en mayorías en un futuro no muy lejano: el ombligo femenino.

Recuerdo haber leído El ombligo como centro erótico de Gutierre Tibón cuando Lecturas Mexicanas comenzaba. El opúsculo me agradó; más aún, impregnó mi memoria con su melancólica celebración de uno de los indudables centros del cuerpo y, no obstante, soslayados.

Si el clima de los últimos sesenta y setenta en mucho impulsó la elaboración de esta obra, el clima medieval de los ochenta con sus modas gótica, grunge y esa inefable combinación de saldos de grandes almacenes e indumentaria deportiva que distingue a nuestra clase media, no parecía contribuir demasiado a la revelación de ombligos femeninos. Ciertas imágenes se remontan, sin embargo, a visiones de ombligos determinantes: una joven estadunidense de largo cabello rubio, con un pantalón acampanado a la cadera exhibiendo un ombligo clásico sobre un lechoso vientre esbelto y mórbido, bailando con no sé quién en una tasca de Jalapa; el ombligo con arete de una joven de piel apenas oscura, diríase aceitunada, como los antiguos textos de geografía, dictaba la división racial. Con esa sorpresa que conceden las nuevas modas y que permite la buena circulación de la libido cual si fueran ejercicios gimnásticos destinados a incrementar la ramificación de las arterias, admiré en las páginas de una revista Cream de 1987 el rostro con reminiscencias tántricas de Lisa Bonet. En una foto nos muetra un look años setenta vistiendo hot pants de Guess, un sombrero de Fred Hasson y un suéter verde de Twen/Showroom (huelga decir que sólo los tres primeros botones están abrochados.) Un contundente ombligo, de la variedad grano de café, distrae nuestra atención de los ojos ribeteados por el oscuro rímel de la cantante.

No recuerdo en qué momento comenzaron a aparecer esas modelos altas, esbeltas y con rostro demacrado. Tampoco los largos cabellos o los poros donde debieran encontrarse los folículos. Y, por supuesto, he olvidado, aparte de esa imagen de Lisa, en qué momento el ombligo se convirtió en la zona corporal privilegiada por la moda. Podría citar asimismo la imagen de Madonna con una melena corta impregnada de platino y maquillaje a la Jean Harlow en una combinación de sostén y bragas adornadas con pedrería. No es la turgencia de los senos ni la naturalidad de la cintura, ni siquiera la cálida intimidad que sugieren las axilas, sino el ombligo lo que suscita la atención.

La preeminencia del ombligo en las tendencias de la moda diaria, de esa moda urbana que condiciona nuestra conducta y encarna en cuerpos imperfectos nuestras pautas de belleza, puede atribuirse a varias causas siendo la primera la inclinación a la cita, a la evocación que nos domina. El espíritu de una época adquiere ectoplasma en varias sesiones, no sólo en una. Así, la compulsión por remitir a los clásicos que permearon la infancia y adolescencia no es exclusiva del cine de género o de las ficciones posmodernistas; mucho menos del pop, el rap y el tecno. Moda y gastronomía, dos manifestaciones culturales despreciadas por concentrarse en el cuerpo y exaltar el gozo de aquello que se declara mortal y perecedero, se nutren igualmente de la cita. Los modistas no buscan más la línea única, distintiva, con excepción de posmodernistas de vanguardia como Jean Paul Gaultier que incorporan el kitsch y el trash a sus creaciones de añejo gusto futurista, sino la cita, el pastiche que diría Frederic Jameson. No es cierto que remitan a la historia: son los recuerdos de la historia según la interpretación del lenguaje mediático. Si comparamos la moda de los sesenta con los pastiches actuales, hay una diferencia que se llama estilización. Curioso fenómeno: la moda, el área por excelencia de la estetización, se ha estetizado aún más. La moda ha depurado de elementos salvajes los mitos que la nutren. Del mismo modo en que Robert Zemeckis se ha ocupado de resituar los lugares del imaginario estadunidense, como el Oeste y sus sagas de la frontera, los años cincuenta y sus atmósferas de deporte, paseos en auto y heladería, los años sesenta y su activismo político y promiscuidad sexual en las cintas Volver al futuro y Forrest Gump; la moda se ha ocupado de remitir a las cabelleras rubias de los sesenta, como si se hubieran aplicado champú proteico cada tercer día, a los cuerpos juveniles, como si hubieran practicado aerobics. En este sentido podríamos decir que si la atención hacia el ombligo surge como consecuencia natural de la evolución cronológica de la nostalgia al punto que la próxima sensación son los ochenta, esos ombligos en modo alguno son iguales a los de los sesenta.

El ombligo se exhibe porque es el medio cuerpo quien hoy rige. En los años cincuenta fue el busto. Una asociación grosera dirá que esta prominencia corresponde al auge de la aerodinámica. Una inclinación aún más grosera diría que las líneas de la moda, como las de la cultura o la economía y cualquier otra disciplina, corresponden a las líneas que traza la cosmología. En esos años de expansión económica, los autos recuerdan a la anatomía de un esbelto cetáceo o un tiburón. Los sostenes de copa puntiaguda y los vestidos de noche, como el naciente Playboy, se concentran en las dimensiones, hondonadas y texturas de esas crestas selenitas de los senos. Todavía al principio de los sesenta impera esa preferencia, aunque las líneas agresivas y angulosas cedan paso a líneas y texturas que remiten a la suavidad del tejido natural, a la seda, al tul, al rayón y luego exalten el vigor del artificio con diseños que imponen el geometrismo y nuevas escalas cromáticas como si las telas del arte pop necesitaran investir un cuerpo para continuar su danza ebria, estrábica, eufórica.

La atención al ombligo es consecuencia de ese nuevo paganismo que entusiasmó a los herederos de la Escuela de Frankfurt y a sus discípulos. Si Jim Morrison remitía a la moda alejandrina, las chicas de California, con sus Levis a la cadera y sus blusas amarradas bajo el busto, o con la prenda superior de sus bikinis o mascadas por blusa, desplazaban la atención hacia un nuevo centro erótico. He aquí un antecedente del contemporáneo imperio ombliguesco. Sólo que ahora las blusas no precisan atarse o anudarse, basta con abrochar los botones superiores dejando suelto el resto cuando se trata de camisolas de materiales sucedáneos de la seda. La parte superior del bikini aún puede emplearse pero es preferible adquirir sostenes diseñados para exhibirse. Y para sólo cubrir el busto hay blusas que dejan libre la parte trasera de la espalda, breves camisetas de todo tipo, desde las que descienden de las camisetas y playeras tradicionales hasta las que se entallan o bien los jerseys, que parecen cortados antes de llegar al ombligo, comúnmente llamados ombligueras.

El otro origen que postulo para esta moda está en el auge de la música tecno. En la cultura contemporánea, donde el cuerpo resulta otro accesorio de la moda, las protuberancias y los recovecos exigen anillos y joyas. Nada más natural que adornar con un arete el ombligo y exhibirlo, nada más natural tampoco que crear atavíos que conviertan al ombligo en el centro de esa constelación anular que es el cuerpo contemporáneo. No sólo es una reminiscencia jipi, es también una reminiscencia de los sueños de futuro de los que las recientes generaciones se han nutrido. De Los supersónicos a Barbarella, a Flash Gordon, a Blade Runner. Por ello ninguna musa más contemporánea que Milla Jovovich en El quinto elemento exhibiendo sus esbeltas cadera, cintura y ombligo; o Skin, la cantante del grupo de rock duro inglés Skunk Anansie, quien asume el sitial andrógino de Grace Jones; o los ombligos de Paula Cole, Fionna Apple o las Spice Girls. El amodorrado, estelar ombligo podría ser la representación de ese erotismo ubicuo que reclamaban Deleuze y Guattari en Mil planicies. Acaso no estén lejanos los días en que la atracción erótica se determine por la belleza del ombligo y no por los senos, las nalgas, esos centros tan evidentes, tan obvios de la animalidad.