La Jornada Semanal, 15 de noviembre de 1998
Juan Antonio Masoliver Ródenas,
En el
bosque de Celia,
Juan Pablos Editor/Ediciones Sin Nombre,
México, 1998.
Los tres libros de poesía que hasta ahora han aparecido de Juan Antonio Masoliver son El jardín aciago, La casa de la maleza y, ahora en México, En el bosque de Celia. Si uno se fija, en los tres primeros libros mencionados aparece el reino vegetal, y en los tres se da una contradicción entre lo habitable y lo desconocido. Pero también hay una secuencia: En el primer libro el jardín, que normalmente vemos como una naturaleza domesticada, es amenazante. En el segundo el elemento verde se rebela y regresa a su condición salvaje. La maleza es el espacio del abandono y el descuido, donde crecen las hierbas malas y el caos se apropia de todo. Es allí donde Masoliver planta su casa. Además, aciago quería decir, en sus orígenes, día de mal agüero, mientras que maleza quiso decir maldad y mala salud. Es decir, la amenaza todo el tiempo. En este libro nuevo de Masoliver el jardín vuelto maleza ha recuperado un orden aparente, una exterioridad que recorrer: el bosque es un espacio en el que la naturaleza (no el hombre, como en el caso del jardín) ha establecido jerarquías: el caos de arbustos y hierbajos ha cedido su sitio al crecimiento de los árboles. Y si la maleza es intransitable, un bosque es un espacio que uno puede cruzar. Si el jardín amenaza en su aparente calma, un bosque significa la entrada al espacio desconocido, acaso aún más amenazante.
A través de los poemas, el título del libro se desdobla en dos significaciones: por un lado, topológicamente el bosque de Celia es un viaje alegórico que narra una relación amorosa; un viaje que presenta espacios de descubrimiento y goce, pero también de desconcierto y de desaliento. Por el otro, el bosque de Celia se refiere también claramente al sexo femenino. Pero esta claridad del segundo sentido es borrada por el primero. Ambas connotaciones, así como la oposición entre lo humano y lo vegetal, estaban presentes en los libros anteriores. La diferencia es que en este caso Masoliver ha centrado y ha hecho explícitos los elementos que conforman su poesía: un reino vegetal que se arrebata en focalizaciones sexuales, una historia personal que antes era nombrada a través de palabras como ``jardín'' o ``casa'', y que ahora se adueña en el nombre de Celia (es decir adquiere dueña) como espacio de deseo, de conocimiento y de profundo dolor. Lo que quiero subrayar es el roce que estas palabras adquieren. Es cierto que el elemento sexual es explícito, y que en la poesía de Masoliver, de otro modo que en su prosa, está siempre en un primer plano. Pero me parece que tanta explicitez desvía una atmósfera mucho más ambigua. Desenfoca aún más algo cuya primera condición es una cualidad borrosa, amenazante, penetrable y penetrante y que es la pulsión de su poesía: el bosque de la exterioridad. De ahí los dos movimientos del título: por un lado, una extensión oscura y desconocida en la que el poeta se adentra y se pierde, y por el otro la focalización precisa del vello púbico de la mujer: ``Al perderte en el bosque hay otro bosque/ con puertas en el bosque verdadero/ que era el bosque primero.''
Pero este proceso es en realidad una persistencia. Lo que da una cohesión obnuvilada al libro es la manera en la que Masoliver vive esa doble aventura de la que hablaba al principio como una realidad amenazada principalmente por el desasimiento, por un desdibujamiento provocado por el otro sentido del título. A pesar del esfuerzo de objetivación, es decir de hacer el mundo asible gracias principalmente a la focalización explícita de los espacios sexuales, todo este esfuerzo está abrumado por la inconsistencia. El bosque que ve y desea se le convierte en un bosque que lo rodea y en el que se pierde. Y cuando digo ``abrumado'' no puedo ser más exacto. La palabra ``bruma'' recorre incansablemente todo el libro. El bosque de Masoliver es un bosque de brumas, un bosque explícitamente sexualizado y al mismo tiempo, al regresar a su origen referencial, totalmente intangible y turbio: ``Yo vi, en la turbia/ ansiedad de mis ojos'' o ``Qué céfiro/ me enturbia lo que soy.'' Los árboles se desvanecen, los gritos del poeta se vuelven leños abandonados y el cuerpo de la mujer una pared agrietada y descompuesta. Perdido el espacio, vuelto turbiedad del cuerpo femenino, toda consistencia se disuelve en ese bosque de amenaza, hasta que el elemento masculino de los poemas tiene que regresar a una autoconsumación para poder mantener un reconocimiento: del bosque de Celia pasa al terror blanco del propio falo.
Si vemos la secuencia narrativa del libro, la primera parte cuenta un proceso amoroso, que termina en el atropello: ``Me acuesto contigo/ y me despierta tu rencor.'' La segunda parte recurre, como en poemas anteiores, a la recuperación de espacios de infancia. Después de la catástrofe amorosa; y la reducción a la soledad y a la autofagia erótica de la sección inicial, los primeros poemas de la segunda parte regresan al jardín de la infancia, al jardín aciago, quiero decir, en donde las dos imagenes se confunden en una dolorosa serie de poemas: la infancia y la actualidad, el espacio perdido y el desvanecimiento del presente, la madre y la amada mezcladas en una unanimidad desquiciada: ``Y se fue y oscureció/ y se cerró la puerta/ y yo oía la vida del jardín,/ la mano de abalorios en el vello./ Y en sus ojos cerrados me buscaba.'' Esta parte del libro es un responso punteado por la mezcla de realidades que el dolor toca y una capacidad para nombrar esto sin contemplaciones. La tercera sección retoma los espacios de la pareja y del optimismo. Para poder llegar a eso y a decir eso Masoliver recurre en primer lugar al reconocimiento de ese dolor puntual: ``Llorando en el fondo del agua/ en el vientre de la madre que no tuve/ encontré tu rostro.'' A partir de ahí puede nombrar espacios comunes que no estaban mencionados antes y que empiezan a habitar el bosque en un esfuerzo de recuperación del espacio amoroso. Al salir de la ceguera, el poeta puede ahora ver otras cosas: ``Mis ojos se llenan/ de veleros y luz.'' El doble bosque exterior y sexualizado abre sus puertas, es revisitado y ahora habitable, se vuelve el bosque del cielo capaz de construir una voluntad amorosa que pueda al fin extenderse. El tránsito del poeta, el bosque que visita primero, que lo expulsa y lo regresa a su personal kindergarten, ha sido, merced a la voluntad, visitado de nuevo y por fin habitado. El bosque ha pasado de ser el lugar de la perdición extrema al sitio redimido de la ocupación. Masoliver termina su libro festejando el retorno: ``Quince años de amor son un palacio/ en el bosque del cielo.'' El poeta cierra ese círculo poético que comenzó con la puerta podrida de El jardín aciago y que ahora, en el centro del bosque de la muerte, ha construido un sentido
Sergio Soto,
Ratas en el
armario,
UNAM/Confabuladores,
México, 1997.
Julio Cortázar escribió alguna vez -al tiempo que evocaba unas notas de Edgar Allan Poe a propósito del cuento- que una de las partes sustanciales de este género descansaba sobre el efecto. Una situación planteada se detiene, tuerce, gira o regresa completamente a su inicio. De ese modo se resuelve la acción narrativa y ahí queda implantada la duda, despejada la incógnita o trazada la metáfora. También es allí donde el lector queda, o no, gratificado en su curiosidad o en su anhelo de comprensión. En la mayoría de los textos del libro de Sergio Soto, Ratas en el armario, este elemento se cumple. También habría que señalar aciertos de tipo formal: para elaborar sus textos, Sergio Soto elige un instrumental y un repertorio en apariencia sencillos, y con ellos construye mundos autónomos en los que coinciden puntualmente la historia a contar y el modo de contarla. Los personajes se encuentran literalmente inmersos en una sociedad reglamentada que los constituye y que, al mismo tiempo, los deforma. En situaciones por demás cotidianas, el lector asiste a resoluciones aparentemente absurdas, pero que en realidad atienden a la coherencia psicológica con la que el autor ha querido armar a sus criaturas. Nos enfrentamos, entonces, a las ``fantasías de la conducta'', de las que habla Jorge Luis Borges cuando estudia el Bartleby de Herman Melville, y que prefigura, dice, al Franz Kafka que habrá de marcar la literatura del siglo XX.
-Cecilia y su madre (desnuda), deciden compartir un hombre, después de hacerle perder el sentido.
-Un escéptico descubre el infierno al lado de una catequista que tuvo el mal tino de entrar en su casa para hablarle de la Biblia.
-Un hombre emprende un collage en una pared de su casa; teme terminarlo porque sospecha que al concluir la obra encontrará su propia muerte.
-Oscar se deprime cada vez más. Su mujer (la narradora) hace todo lo posible por sacarlo de ese estado. Oscar casi no reacciona; hasta que decide vivir en la alacena.
Entre otros argumentos.
El lenguaje de las voces narrativas -trátese de hombres o de mujeres- funciona aquí como un instrumento de precisión: ellas relatan con exactitud escalofriante la imprecisión de un mundo que las envuelve y las tortura. El lector comprueba la fisura fatal que descubren estas criaturas en la superficie de la realidad, desciende junto con ellas, y deletrea las inscripciones que hay en esos abismos aterradores que fascinan, que atraen.
Los personajes distorsionados y fantásticos que ha creado una sociedad análoga, aparecen con nitidez y con una presencia inquietante en las 14 piezas que el autor decidió reunir bajo el sonoro título de este libro
Tomás Eloy Martínez,
La mano del
amo,
Planeta,
México, 1998.
Se puede decir sin reparo que Tomás Eloy Martínez es un escritor argentino nuevo para nosotros; su actual fama nos llega un poco de rebote, gracias al madonesco auge de Eva Duarte y, también de pasadita, de Juan Domingo Perón, a propósito de quienes Tomás Eloy Martínez escribió las respectivas grandes novelas (lo digo sin resquemor), aunque más de mi gusto la de Eva, acaso por ser esa mujer un mejor personaje para la literatura.
En fin. El caso es que ahora nos llega una novela de Tomás Eloy Martínez que si por sí misma resulta inquietante, comparada con las novelas que se le conocen por estos rumbos resulta especialmente extraña.
Quizá (o con toda certeza) el trasfondo de la novela La mano del amo se encuentra en el mismo territorio donde se desarrollan las novelas de Eva y Perón; ya he tenido la oportunidad de señalar que los argentinos son muy dados a entramparse con su historia, como quien batalla cada noche con sus fantasmas, así es que me inclino a ver en esta parcela de la obra de Tomás Eloy Martínez una continuidad en la visión de una realidad que da muestras de delirio a la menor provocación. Me vienen a la mente los recientes casos de Cattaneo y Cabezas, que parecieran escapados de uno de esos thrillers sui generis en donde el ambiente siempre parece tenebroso, frío y plagado de susurros en los que vuelan acusaciones a medias.
De nuevo, en fin. El caso es que Tomás Eloy Martínez registra ahora una historia que es un sueño, que es la realidad en donde se mueven los personajes; esta condición le da al relato la apariencia de un recuento en el que se mezclan los hechos en su versión más fiel, la interpretación de éstos y los conjuros para librarse de ellos.
Carmona, dos hombres; ¿quién habla y a quién se dirige? Carmona es su propio espejo, se muestra a sí y a su familia, personajes que parecen unos Addams en verdad siniestros. Ese Carmona que pivotea sobre el punto en donde y cuando ocurre la muerte de Madre; ella, monstruo voraz (perdónadme, mujeres) y castrante que sin el acero le arranca las botas del alma a su hijo y lo transforma en un Farinelli cuya voz obra milagrosamente al capricho de su amo.
La historia salta en el tiempo y, sin embargo, avanza de atrás hacia adelante. Carmona se cuenta y se da cuenta; Madre, la esquina que domina incluso al padre macho (tanto que sólo es capaz de ser sensible a lo que ocurre en sí, que es bastante poco aparte de su resignación de ser únicamente padre y no amante, perdonadme congéneres), mueve al pequeño mundo doméstico de acuerdo con sus muy limitadas fantasías; vive un sueño que les impone a los demás, a partir de un viaje a las montañas donde escucha por vez primera la voz que querrá para su hijo. Pero, en su extravagancia, Madre se sujeta al cuidado y amor de una banda de gatos en los cuales literalmente se proyecta.
Carmona, hijo obsesionado en recibir siquiera briznas de la aprobación de Madre, a pesar de lograr el desarrollo y dominio de una voz que lo sustrae de este mundo, al morir ella pierde la brújula y se precipita en la decadencia (asunto en el que la edad del ya no tan muchacho también tiene que ver); acaso por falta de una voluntad propia, intenta débilmente tomar posesión del fantasma de Madre, pero los gatos, en conducta inefable, le cortan todos los caminos de aproximación; a veces pareciera que si se pusiera algo más de atención al leer, se podrían escuchar sus carcajadas burlonas.
El mundo circundante, aquel donde ocurre la historia y este cuento y todos los relatos, también hace su aparición, aunque comprensiblemente al margen; sin embargo, la vida social que llega a hacer Carmona transcurre en un ambiente de fofa pesadilla, de delirio por distracción. Poco a poco, el decadente Carmona, sin estrella ni brújula, se torna patético, hasta ser casi despreciable; es por ello que resulta un personaje profundamente trágico.
En La mano del amo hay un mundo paralelo que se rige por las semejanzas con este mundo, o al menos con algunos de sus aspectos, aquellos que constituyen el material de los sueños; ahí es donde se abandona toda esperanza... salvo, quizá, la de despertar para regresar a eso que nos obsequian los noticieros de cada día.
Gonzalo Celorio, amigo y colaborador de este suplemento, recibió en Francia el Premio de los Dos Océanos del Festival de Biarritz por su libro El viaje sedentario, que fue traducido al francés. En realidad, este escritor ya había recibido un premio aún más caro (para él) por Amor propio: un retrato de Sarita Montiel firmado de su (de ella) puño y letra que al calce dice: ``Le autorizo a reproducir mi majen (sic)'', prueba irrefutable de que la gramática es innecesaria una vez que el Verbo se ha hecho Carne.
Por primera vez, el Premio Villa de Madrid tomó en cuenta a un género cada vez más olvidado en el mundillo editorial y del marketing: la poesía. Junto a esta restitución, España, que este año fue ``la capital cultural de Iberoamérica'', decidió otorgar el premio por obra publicada a una autora latinoamericana: la mexicana María Baranda, con el libro Moradas imposibles, publicado por Ediciones Sin Nombre. Vaya desde aquí un abrazo para la poeta.
RB/CG-T
Artes plásticas
Traslaciones, Jordí Boldó, Segunda serie, FONCA, México, 1998, 122 pp.
Ciencia (para jóvenes)
Las entrañas de la materia, Antología de relatos científicos, Compilación, notas y traducción de Carlos Chimal, Ed. Alfaguara Juvenil, México, 1998, 251 pp.
Ensayo (literatura)
Borges y Escher, Un doble recorrido por el laberinto, Adriana González Mateos, Editorial Aldus, México, 1998, 131 pp.
Tradición y modernidad en Manuel Gutiérrez Nájera, Belem Clark de Lara, Ediciones Especiales, 9, Intituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, México, 1998, 264 pp.
Ensayo (político)
Acuerdos de San Andrés, Luis Hernández Navarro y Ramón Vera Herrera, compiladores, colec. Problemas de México, Ed. Era, México, 1998, 238 pp.
Chiapas 6, serie, Movimientos ecológicos, migración y pobreza en América del Norte, Nuevos sujetos sociales, Territorios indígenas: Los Wixárika, Desnacionalización del ejército, Utopía Zapatista y Debate sobre Chiapas, en coedición Instituto de Investigaciones Económicas/Era, México, 1998, 230 pp.
El movimiento estudiantil de México, (Julio/diciembre de 1968), Tomo I, Ramón Ramírez, Colec. Problemas de México, Ediciones Era, 1a. reimpresión 1998, México, 553 pp.
Entre el silencio y la estridencia, La protesta literaria del 68, Prólogo, selección y notas: Ivonne Gutiérrez, Editorial Aldus, México, 1998, 315 pp.
Narrativa
A la sombra del paraíso, Tomás de Mattos, Alfaguara, Uruguay, 1998, 171 pp.
De la infancia, Mario González Suárez, col. Andanzas, Tusquets Editores, México, 1998, 173 pp.
El cuento contemporáneo, Juan Villoro, col. Material de Lectura 109 (reedición), Dirección de Literatura, Coordinación de Difusión Cultural/UNAM, México, 22 pp.
El libro de las noches, Sylvie Germain, trad. de Fabienne Bradu, Ed. Aldus, México, 1998, 318 pp.
El manuscrito de Miramar, Olga Nolla, Alfaguara, México, 1998, 211 pp.
El sueño de los gatos, Edmée Pardo, col. Marea Alta, Ed. Lectorum, México, 1998, 150 pp.
En este lugar sagrado, Poli Délano, Ed. Grijalbo, México, 1998, 236 pp.
Los predilectos de la luna, Luis Horacio Heredia, Ed. Graffiti, México-Veracruz, 1998, 189 pp.
Paisaje de otoño, Leonardo Padura Fuentes, col. Andanzas, Tusquets Editores, México, 1998, 260 pp.
Poesía
Álbum de zoología, José Emilio Pacheco, dibujos de Francisco Toledo, El Colegio Nacional/Ediciones Era, México, 1998, 127 pp.
Bajo el cielo de la esfera, Horacio Ortiz Villacorta, col. La rebelión de las musas 4; Gobierno del Estado de Baja California/Instituto de Cultura de Baja California, México, 1998, 43 pp.
Diario de Argonida, José Manuel Caballero Bonald, col. Nuevos textos sagrados, Marginales 163, Tusquets Editores, España, 1997, 156 pp.
Las contemplaciones, María Victoria Atencia, col. Nuevos textos sagrados, Marginales 158, Tusquets Editores, España, 1997, 117 pp.
Manantial de Sombra, Antología, Alí Chumacero, Prólogo Carlos Montemayor, ilustraciones de Sebastián, Editorial Aldus, México, 1998, 33 pp.
Nombre en blanco, Víctor Hugo Limón, Hotel Ambosmundos/imago ediciones, México-Tijuana, 1997, 61 pp.
Revistas
Público, Privado, Sexualidad, Rev. Debate Feminista, Año 9, vol. 18, octubre 1998, México, 474 pp.
Equis, Revista sobre cultura y sociedad, número 7, noviembre, México, 1998.
CG-T