La Jornada Semanal, 15 de noviembre de 1998



Teresa del Conde

Carlos Pellicer:
Aventuras cromáticas

Teresa del Conde es directora del Museo de Arte Moderno. Sus obras más recientes son: Tres maestros: Bacon, Motherwell y Tamayo y Frida Kahlo, la pintora y el mito. Aquí nos habla del gusto de Pellicer por la pintura patente en sus poemas a cuadros de El Greco y de Velázquez y a acuarelas de Turner y de su interés por los procesos no evidentes que permiten la realización de un acto creativo. Pero, sobre todo, nos habla de la relación entre pintura y escritura.

El lector encontrará en el libro Carlos Pellicer. Textos en prosa sobre arte y artistas, que tanto el prólogo de Alfonso Colorado, como el estudio introductorio de la Dra. Clara Bargellini, que prologa los textos por ella compilados, son estudios críticos que valen por derecho propio. El primero resalta la valía de la crítica de arte realizada por escritores. Es natural: Alfonso Colorado, discípulo y asistente de Sergio Pitol, ha venido convirtiéndose, con el paso del tiempo, en un especialista en la materia. No retomaré el viejo asunto de la crítica académica versus la producida por los literatos. Sólo diré que una y otra son indispensables y que si la primera no cae dentro del terreno de las letras, difícilmente será leída y disfrutada. Se convertirá en material de consulta, siempre valioso, pero no en material de lectura. Respecto a los art writers, no necesariamente versados en la historia del arte, me permito aseverar que a veces resulta difícil citarlos o convertirlos en material de consulta que se adhiera al corpus de la historia o la teoría del arte. Ocasionalmente sucede que al tomar a determinado artista como tema, lo que realizan es creación paralela. Esto no ocurre con ninguno de los preclaros entendimientos que Alfonso Colorado ha mencionado en el prólogo del libro que comento y no resulta inútil añadir que la crítica de arte moderna nace del terreno de las letras, aunque Diderot haya sido, más que nada, un enciclopedista.

Clara Bargellini, profunda conocedora de la obra de Carlos Pellicer, de quien ya nos ofreció con anterioridad un estudio sobre sus deliciosas ``Cartas desde Italia'', aborda ahora la trayectoria del poeta como fundador de museos, comentarista y crítico de arte, promotor cultural y funcionario. La honestidad intelectual de la especialista le impide caer en el panegírico pese a la vinculación -inclusive de parentesco- que guardó con él. El estudio analiza las predilecciones artísticas de Pellicer: le gustaban las pinturas de Sorolla y Zuloaga, ``no debe extrañar que le produjeran admiración'' porque los conocía desde que puso los pies en la Hispanic Society de Nueva York y son pinturas luminosas. Resalta la admiración por Beardsley que permitió al poeta apreciar las viñetas de Roberto Montenegro para la Revista Moderna. Además escribió poemas a El entierro del conde de Orgaz, de El Greco, a Las hilanderas de Velázquez, y a las acuarelas de Turner. Los poemas dedicados a artistas, salvo el que se refiere a Remedios Varo, de quien Pellicer realiza una paráfrasis en prosa y verso que contiene un soneto, no quedan incluidos en esta antología que reúne exclusivamente textos en prosa.

Rescata Clara Bargellini a personas con quien el poeta guardó amistad: Walter Pach, que tanto se involucró con México en el aspecto cultural y a quien no lo tenemos en cuenta casi nunca; a Henry Clifford, a quien se debe la existencia de varias obras mexicanas de primer nivel en el Museo de Filadelfia. Por su texto desfilan personas que protagonizaron hechos importantes: Jaime Torres Bodet era secretario de Educación cuando Carlos Pellicer fue nominado jefe del Departamento de Bellas Artes de la Dirección Extraescolar y Estética de la propia Secretaría, primero como subdirector y luego como director, se hizo cargo de la misma hasta 1946. Dicha instancia fue el antecedente más cercano con el que cuenta el actual Instituto Nacional de Bellas Artes, cuyo primer director fue el compositor Carlos Chávez. Por aquella época ``todos sus textos [de Pellicer] están relacionados con las exposiciones que realizó'', entre éstas, las más significativas fueron las dedicadas a José María Velasco, al Dr. Atl y a J.C. Orozco. Leyendo los escritos de Pellicer sobre este último, puede advertirse que sus criterios cambian con el tiempo y las necesidades escriturales. En el primero, para la exposición de 1947 (congregaba ya a los Teules) ``podemos amarle en mayor o menor escala'', pero en la parte que le dedica en su introducción a la pintura mural de la revolución mexicana, su conocimiento de Orozco se incrementó a la par que su carácter de escritor oficial. ``Una manifestación de fuerzas espirituales que ningún pintor ha expresado con tanta energía desde Miguel çngel'', dice Pellicer al establecer una comparación entre los procesos diríase que conceptuales de Diego Rivera y los de Orozco. ``Diego se dispersa en la humanidad generalizando'', ``Orozco se concreta al hombre, a lo terrible que hay en la condición humana, a la lucha tremenda que implica vivir.'' Como asienta Clara Bargellini, a Pellicer le interesan los procesos no evidentes, pero intuibles, que permiten la realización de un acto creativo y le sucede eso, me digo, porque él al experimentarlos los aprehendía.

De todos los textos reunidos por la autora, la parte dedicada a la época prehispánica es la más hermosa. Es así porque supo amarla y calibrarla con esplendor (en mucho de lo demás, su escritura se percibe convencional). Equipara lo prehispánico a la reverencia que nos acomete cuando abordamos el arte egipcio, el mesopotámico o el griego. Tiene razón. Así nos sucede.

En cambio al poeta no le satisface del todo la pintura novohispana del siglo XVIII. Hasta cierto punto resulta lógico, el viajero que recorrió Italia y España, deteniéndose en cada sitio, en cada iglesia y en cada museo, no esconde lo que siente. Dice que hay mucha mediocridad en la pintura del virreinato, pero lo que sucede es posiblemente que no la conoció bien. Es aquí donde denota más su gusto o disgusto, que aquella actitud del investigador presente en personajes como Manuel Toussaint, Justino Fernández o la propia Clara Bargellini. Tampoco le apasiona el neoclásico, que en México, sobre todo en la arquitectura, es abarrocado. Destaca con acierto a Tresguerras y a Tolsá.

Al leer los textos pellicerianos me causó placer comprobar que desde joven podía expresar su disgusto con absoluta apertura. Eso queda ejemplificado en la demoledora nota que escribe sobre el pintor Bardas, que termina con una afortunadísima salida humorística: ``El sr. Bardas es un gran pintor... de bardas.'' Rechaza igualmente los trabajos de Vila y Prades: ``Un retrato a lo Velázquez tan vil, tan vil, tan Vila y Prades, que el que lo vea guardará remordimientos eternos...'' Esa nota acaba sugiriendo la aplicación del Artículo 33 constitucional para Vila y Prades.

Pellicer gasta su escritura, como Juan García Ponce, en lo que le gusta, mucho más que en lo que le disgusta. Por eso escribe varias veces sobre dos paisajistas que nos han dejado imágenes indelebles: José María Velazco y el Dr. Atl. Pellicer rinde culto al paisaje y a la naturaleza, de allí su veneración por Turner. ``El paisaje es una serie de instantes de luz de cuya distribución es responsable el artista que lo esté creando.'' Su repudio implícito a la mímesis lo lleva a cotejar los sitios desde donde se supone que están pintados varios paisajes de José María Velasco. Sube y baja montañas y verifica que los escenarios que él está mirando no se corresponden con los que el pintor traspuso a la tela porque el pintor es un demiurgo, no un clonista (para utilizar el término de moda) de las realidades. Conocía a pintores que han caído poco a poco en el olvido, salvo en sus regiones de origen. Por ejemplo, en uno de los escritos sobre el Dr. Atl recuerda a Giovanni Segantini... No estamos seguros que éste haya inspirado a Atl, pero Pellicer sí que conoció su obra. A Segantini igualmente lo admiró y, por cierto, el novelista Herman Hesse le dedicó un párrafo inolvidable en un libro que todos leímos de jovenzuelos: El lobo estepario. Hoy diríamos que Segantini fue un paisajista inserto, sin quererlo, en el movimiento simbolista. Tal vez por ello hoy día empieza a sujetársele a un proceso de revaloración.

Sin gustarle mucho la idea, Pellicer escribe para el Boletín Carta Blanca (eran unas ediciones primorosas) una consideración breve sobre Guido Reni. Y recuerda que en el Palazzo Rospigliosi de Bologna Reni dejó su obra más eficaz. Aquí comete un error, pues se está refiriendo a La aurora, que todos conocemos por haber sido multirreproducida, sólo que el Palazzo Raspigliosi no se encuentra en Bologna, sino en Roma. Añado aquí un dato que al poeta le interesaría: en la Casa de las vacas, en Guadalajara, los pintores que cubrieron con pinturas de aceite muros y techos, reprodujeron en uno de los plafones, en delicioso estilo naive, La aurora. En otros también hicieron glosas: el cesto de Caravaggio que está en la Ambrosiana de Milán encuadra varias escenas y La tempestad de Cot, que ha servido para anunciar conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional, se encuentra también allí recreada. Me pregunto cómo estarán ahora esos murales pintados en aceite. Se dice que la coordinación del equipo de pintores que los ejecutó estuvo a cargo de Xavier Guerrero, de quien Pellicer se ocupa con beneplácito.

Pese a su afinidad espiritual o amistad con varios pintores, el poeta los cuestiona. Así, en una nota dedicada a Montenegro habla de fantasía y poesía, pero también de ``lo decorativo y superfluo, evocador, elegante y amanerado''. No siempre fue así Montenegro, pero algunas de sus obras poseen con creces esa connotación.

María Izquierdo fue una de las pintores predilectas de Pellicer y la gran monografía sobre ella, de la que todavía carecemos, necesariamente deberá tomar en cuenta las observaciones del poeta tabasqueño. Sobre Frida Kahlo deja un documento maravilloso. Le dirige una carta póstuma en la que le describe cómo quedó la Casa Azul convertida en museo. A Pellicer se debe, entre otros, el Museo Frida Kahlo de Coyoacán. La carta trata a la pintora como si ella realmente pudiera leerla desde ultratumba. Eso conmueve hasta las lágrimas y da cuenta no sólo de sus creencias estrictamente católicas, sino de la forma como el adulto conservó en sí el espíritu del niño, capacidad que definiría al poeta. Por su parte, Remedios Varo fue motivo de una de sus más celebradas creaciones, publicada con el título de ``Paseos sin pie'', con motivo del primer homenaje fúnebre que se rindió a la pintora en el Palacio de Bellas Artes:

Bordábamos el manto de la tierra
Al ritmo de un relato inacabable.

Sólo este texto, que parafrasea varias de sus pinturas, contiene rimas y termina con un soneto. Es creación paralela.

No se sorprenda el lector, que quien rindió homenaje a esta pintora tan literaria y tan poética, capaz de narrar con figuras, arquitecturas y ambientes cosas insospechadas, haya escrito un texto laudatorio sobre Leonardo Nierman. El autor habla de sus aventuras cromáticas. Es seguro que dicha presentación le fue solicitada, pues se trataba de la exposición del prolífico pintor-empresa en el Museo de Arte Moderno en el año de 1972. Ya Fernando Gamboa ocupaba la dirección, pero se trataba de una herencia de la anterior y primera directora, doña Carmen Barreda.

La última nota (anterior a la recopilación de cartas) que Clara Bargellini incluye es sobre Charles Chaplin. Son 10 renglones maravillosos. No se necesitaba más: ``Se podría escribir el diálogo entre Don Quijote y Chaplin... Más campesino el castellano, más ciudadano el inglés... De reír y suspirar estamos hablando...''

El libro, diseñado por Martín Flores Carapia, es una coedición entre el Museo de Arte Moderno, INBA/CNCA y el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Contiene ilustraciones que reproducen pinturas, dibujos, fotografías y portadas de ediciones que se integraron a la exposición-homenaje a Carlos Pellicer con la que el Museo de Arte Moderno celebró el primer centenario del nacimiento del artista. Puede adquirirse en cualquiera de las dos instancias editoras.