La Jornada Semanal, 15 de noviembre de 1998
Con la detención del general Pinochet -acabe como acabe el asunto- la literatura está de enhorabuena. Y eso es así por varias razones. El dictador chileno, al igual que tantos otros dictadores en el mundo, ha generado ríos de tinta y sangre en contra de su figura de crueldad reconocida, así como sobre los muertos, desaparecidos, torturados y exiliados que cayeron bajo su bota presidencial y golpista. Porque Pinochet, para desgracia nuestra, es también un poco nuestro dictador. No quiero decir con ello que sea el dictador preferido de novelistas y escritores. Cuando es hora de escribir y denunciar relatos genocidas, todos los dictadores se parecen. Brotan de un molde común. Todos son igualmente detestados y menospreciados por la escritura, esa marca imborrable que retrata el alma y la profunda verdad de las palabras. Pero a Pinochet, los escritores de este país lo hemos sentido como una dramática y ridícula prolongación de Franco. Cuando Franco moría, como fue cierto que finalmente terminó muriendo, su leyenda negra y devastadora la vimos resucitar de nuevo en la figura de otro dictador, chileno para más señas, de nombre Pinochet. Entretenidos en disfrutar de una libertad desconocida, los escritores de mi generación, por aquello de que el olvido nunca olvida, apenas quisimos hacer referencia a Franco en nuestros libros y novelas. Escribir sobre el dictador podía significar de algún modo un involuntario intento de perpetuar su imagen. Mientras los de aquí nacíamos a la libertad buscada y esperada, en Chile, Argentina y Uruguay aparecieron de pronto distintas versiones de dictadores que eran réplicas de un mismo dictador vestido con uniformes distintos. La literatura reinició así su tremenda carrera de testimonio y denuncia. Los escritores exiliados empezaron a recorrer el mundo. Y fueron tantos, siguen siendo tantos, que a partir de ahora parece como si la condición de exiliado supusiera un requisito básico para convertirse en escritor.
La literatura de este siglo que termina ha dedicado la mayor parte de sus páginas a la narración de las crueldades cometidas por ese dictador modelo, caricatura y prototipo de tantos dictadores. La literatura, en lugar de inquietarse sobre la supervivencia de sus géneros narrativos, podría empezar a preguntarse qué hubiera sido de ella sin la presencia constante de estos múltiples actores de la barbarie. Muchos escritores que tuvieron la valentía de anunciarlo en su día o preverlo en el tiempo fueron callados y asesinados por orden de esas garras de hierro. Por fortuna ha habido otros (e incluiría aquí a grandes escritores y escritoras de esta segunda mitad de siglo) que consiguieron transformar el silencio del miedo a la bestia en un vocerío portentoso y eterno. Si la literatura no ha muerto, tal vez sea precisamente por su condición de arma arrojadiza, acaso la mejor arma de respuesta y rebeldía en contra de cualquier clase de dictadura. Lo terrible es que esta arma que apunta alto y fino sea siempre de acción retardada.
Pero hoy la literatura está de celebración festiva porque finalmente un dictador, en condiciones normales de la vida ordinaria, ha sido detenido con la intención de procesarlo por sus crímenes. La literatura está encantada porque la mejor novela nunca escrita se ha adelantado a sus deseos memorísticos. La literatura está asombrada porque un hecho tan evidente y esperado como puede ser la detención y posible juicio a un dictador nunca, que yo tenga noticia, fue narrado previamente. Los miles de libros escritos para dejar memoria de los horrores del siglo jamás inventaron una historia parecida a la que ahora está viviendo el mundo con la detención del general Pinochet.
Se dice que la literatura es un arte profético por excelencia. A propósito de este don literario de predecir las cosas, George Steiner, uno de los sabios y eruditos de estos tiempos, me comentó una vez: ``Siempre me pareció raro que ningún escritor hubiera anunciado en sus libros la futura caída de la Unión Soviética. Es tal vez el único acontecimiento de la historia que la literatura no ha avanzado en sus páginas cual es su costumbre.'' Si la detención de Pinochet es un asunto histórico, tal como nadie puede dejar de ver a estas alturas, en esta ocasión la literatura también lo ha pasado por alto. Lo más deseado en la imaginación de tantos individuos nunca fue escrito. Es posible que este silencio literario que ahora nos sorprende quede explicado con el argumento de inverosimilitud que pueda tener una historia como ésta. El deseo de que un dictador fuera por fin detenido y juzgado en condiciones ordinarias, fuera de una revolución, se veía siempre como algo imposible. Impensable, en suma. Lo que no tiene apariencia de verdad nadie se atreve a novelarlo por temor a escribir con ello un mal libro. Por el contrario, aquello que la literatura aparta de sus páginas dado su cariz inverosímil puede, sin embargo, llegar a acontecer en la vida real y ser vivido entonces como la cosa más natural del mundo. La literatura es la enemiga más feroz y casquivana de todas las dictaduras. En literatura se dice que esto que llaman imaginación no es nada más que la distracción de la memoria. Que eso entendido como verdad son sombras subjetivas de dolor, cicatrices de la herida. Pero, ahora, con la detención de Pinochet la literatura está de fiesta. Y cuando la literatura está de fiesta, por suerte para ella, no escribe.