MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El hombre de la casa
El rayo de sol entra por la ventana y cae diagonal sobre la cobija, que muestra un tigre estampado. Gabriel arrancó del tendedero la manta húmeda para cubrir con ella a su mujer. En cuanto lo vio, Margarita se puso a temblar y después, sin que él la tocara, cayó al suelo.
No se atreve a levantarla. Teme que al mover el cuerpo se desordenen los huesos envueltos por la piel delgada y oscura. Los ha oído crujir bajo su puño cuando le asesta golpes a Margarita para recordarle lo que ella debería saber al cabo de nueve años de convivencia: que él es el hombre de la casa.
Doña Rita, nosotros no estamos casados. Al principio fui yo quien se negó a formalizar la relación. Tuve miedo de que Gabriel cambiara al verme convertida en su esposa. Me acordaba de que cada vez que mi padre se le iba encima a golpes a mi mamá le decía: ``Tengo derecho porque soy tu marido''. Pero ya veo que seguir así no sirvió de nada, porque ahora Gabriel me dice lo mismo: ``Tengo derecho...'' La primera vez en que me golpeo y pronunció esas palabras sentí como si mi mamá y yo fuéramos la misma persona y hasta pensé: ``Voy a morirme como ella''.
Mientras repite el nombre de su mujer y todos esos adjetivos con que la llama según ascienda o descienda por la escala de sus afectos -Gorda, Vieja, Bodoque, Chaparra, Fea-, Gabriel da vueltas en derredor de Margarita, hasta que al fin se acuclilla junto al cuerpo. No se atreve a tocarlo, pero observa la forma en que el pecho se levanta al ritmo de la respiración.
``¿Qué te pasó, chaparra? De seguro te malpasaste. ¿Ves por qué luego me enojo contigo? Porque eres bien terca: no comes, las noches te las pasas tosiendo. Oye, gordita, ¿qué te parece si te llevo al doctor, para que te dé una buena checada? No quiero que te suceda algo y luego digan que fue porque no te cuidé bien''.
A Gabriel no le gusta que vaya al doctor, porque dice que me a ver encuerada. Por eso vine con usted, doña Rita. No le dije a mi señor que vendría. Tampoco sabe que sangro a cada rato. Fue mi culpa, por tonta: me caí de la escalera cuando subí a tender la ropa. En serio, le juro que eso fue lo que me pasó. ¿No tendrá una yerbita, algo que me quite el dolor? Ya no lo aguanto: me llega desde la boca del estómago hasta el pecho... ¿Para qué quiere que me quite el suéter?
Gabriel se sobresalta al escuchar pasos. Si se trata de una vecina, no le abrirá la puerta. Son capaces de levantarle falsos y contar que él le pegó a Margarita. No es verdad. Está sobrio y no alcanzó a tocarla. Por eso no logra entender que ella, al verlo, se haya desplomado.
``¿Lo hiciste para espantarme, verdad? Sé que estás bien. Contéstame. Si hay algo que no soporto es que me dejes con la palabra en la boca. Total, si no quieres responderme, allá tú, pero luego no te quejes. Tú eres la que busca las broncas y luego me tiene miedo. Como ahorita, por ejemplo, estás temblando. ¿Por qué? ¿Qué traes, qué hiciste? Tengo derecho a saberlo. ¡Carajo, eres mi mujer!''
Ay, doña Rita, perdóneme que llore. Siento una amargura muy grande y si no se lo digo a alguien creo que me voy a morir. Cuando me agarran estos sentimientos pienso en mi mamá. Llegué de la escuela y me la encontré acostadita. Le pregunté qué le dolía y me respondió: ``La tristeza''. Quise saber de qué, y me dijo algo que entonces no entendí: ``De pensar que eres mujercita y tu vida será como la mía''. Yo estaba chica y no comprendí esas palabras. Ahora entiendo lo que mi mamá quiso decirme y también que nuestra muerte será igual. La veo en sueños y por eso procuro no dormirme.
El rostro de Gabriel se ilumina cuando Margarita abre los ojos. Le pregunta si desea seguir en el piso o prefiere que la lleve a la cama. No está bien que alguna vecina se asome y la descubra tirada en el suelo, como si estuviera borracha. Al pronunciar esa frase, Gabriel recuerda la primera noche en que derribó a Margarita en la cama. La inmovilizó bajo el peso de su cuerpo y la obligó a beber. En vano ella trató de resistir: él la tomó por los cabellos y le puso entre los labios la botella de aguardiente. ``¿Por qué me haces esto?'', gritaba Margarita. La respuesta la aturdió más que el alcohol: ``Porque lo digo yo''.
Gabriel pretende ignorar el remordimiento que lo embarga al recordar aquella escena. Habría terminado trágicamente, de no haber sido porque una mano anónima golpeó a su puerta y lo amenazó: ``Déjala o vamos por la patrulla''. La advertencia enardeció a Gabriel. Descamisado, ebrio, salió a la puerta de su vivienda y gritó: ``Esta mujer es mía y yo hago con ella lo que se me dé la gana. Así que ustedes, bola de viejas culeras, no se metan porque les puede ir muy mal''.
Esperó que alguien contestara a su reto. Nadie lo hizo: las ventanas fueron quedando a oscuras, a los tres patios de la vecindad regresó el silencio. Volvió a estallar en pedazos cuando Margarita clamó por la muerte mientras Gabriel se afanaba sobre su cuerpo y le exigía que abriera los ojos y pronunciara su nombre. Quería cerciorarse de que ella no estaba pensando en otro mientras él la desgarraba en una horrible parodia del amor.
l dice que yo tuve la culpa de que me pegara, que si yo no le hubiera gritado... Pero es que no pude aguantarme. Por más esfuerzos que hice, se me salieron las palabras cuando empezó a revisarme, porque a lo mejor no venía del mercado sino de estar con alguien. Sentí más horrible que nunca y le grité: ``Lo que pasa es que como eres un bueno para nada tienes miedo de que me largue con alguno. Pienso hacerlo, ¿me oíste?, y tú no podrás impedirlo''. En ese momento se volvió un demonio. El primer golpe me tiró al suelo. Allí siguió pateándome en todo el cuerpo hasta que perdí las fuerzas y ya no hice nada por defenderme.
Gabriel se espantó de verme quieta y dijo que me adoraba y que ni se me ocurriera dejarlo porque él iba a perseguirme y cuando me encontrara me mataría. Recordé a mi madre. La vi morir. Se quedó quietecita debajo de su cobija. Mucho tiempo estuve pensando que sólo estaba dormida. Supe que no cuando llegó mi papá y la vio ``¿Por qué no me avisaste?'', me gritó, y nada más le respondí: ``¿Adónde? Nunca sabemos dónde estás.'' El se quedó callado porque se dio cuenta de que yo estaba diciendo la verdad.
Gorda, levántante. No te hagas. Ya estás bien. Orale, bodoque, ¿no ves que desde en la mañana no he comida nada? No quiero que me entre la tiricia y me desmaye como tú. Eso es lo que tienes: debilidad. ¿Te ayudo a levantarte? Si te paras te sentirás mejor, por la misma cosa de la circulación. Conste que estoy preocupado por ti. Luego no andes diciéndoles a las viejas que te maltrato. Tú sabes mejor que nadie que jamás te he puesto la mano encima sin motivo. ¿Cierto o no cierto? Respóndeme, chaparra, no le buigas. Sabes que si me buscas, me encuentras. Te digo por las buenas que te levantes y tú sigues allí, tiradota. Si lo haces por chingarme, sería mejor que me dijeras qué tienes contra mí. No cierres los ojos, no me gusta porque se me figura que estás pensando en otro.
Aquella noche fue la única vez en que vi quieta a mi mamá. Siempre estaba como hormiguita. No paraba desde las cinco de la mañana en que salía a traer el agua, hasta las once o doce de la noche. A lo mejor por eso, de la pena de verla muerta, me consoló saber que al fin tendría su sueño completo. Lo dije y mi papá se puso a llorar. Lástima que mi mamá no haya alcanzado a oírlo.
Margarita, ¡levántate, carajo! ¿Qué te cuesta? ¿No ves que me haces falta? Estoy llorando. Desde que era chavito no soltaba las de San Pedro. Híjole, si me viera mi padre, no quiero ni imaginarme la patiza que me pondría. El siempre fue bien duro, bien seco; desde chiquito me enseñó que los hombres no lloran. Y fíjate, chaparra, cuánto te quiero que estoy llorando por ti. ¿No me crees? Agárrame la cara: siéntela, está bien mojada. Mi vida linda, mamita chula, ¿por qué no me contestas? Te quiero mucho, te prometo que nunca en la vida volveré a pegarte.