Angeles González Gamio
¿Qué mágicas infusiones...

De los indios herbolarios de mi patria, entre mis letras el hechizo derramaron? Esas palabras de la perenne sor Juana Inés de la Cruz nos recuerdan la importancia que ha tenido siempre la herbolaria en nuestro país. En el campo de la medicina es tanta su riqueza que llevó a que en el siglo XVI se escribiera una obra de enorme relevancia en el mundo: Libellus de medicinalibus indorum herbis, mejor conocido como Código Badiano, por Juan Badiano, indio del Colegio de Tlatelolco, quien tradujo del náhuatl al latín el trabajo del médico indígena Juan de la Cruz.

El fascinante tratado estuvo fuera de nuestro país durante 348 años, siendo la Biblioteca Vaticana en Roma su última custodia. Para nuestra gran fortuna, hace pocos años le fue devuelto a México, pues constituye un gran tesoro, no sólo como un bello libro, ya que está maravillosamente dibujado y pintado, sino por la valiosa información que proporciona, materia de estudio entre médicos destacados de la Secretaría de Salud y la UNAM.

De la vigencia de la medicina herbolaria nos habla la visita a cualquier mercado, en donde no falta el yerbero que tiene la cura para prácticamente cualquier enfermedad, incluyendo el mal de amores, para no hablar del mercado de Sonora, en donde puesto tras puesto se encuentra el remedio a lo que sea. Pero la gran sorpresa es que no sólo en esos lugares se venden estos ingredientes naturales. La farmacia París, con más de medio siglo de prestigio como una de las mejores de la ciudad, ubicada, como tiene que ser, en el Centro Histórico, restauró recientemente el que fuese el noviciado del convento de San Agustín, hermosa casona con fachada de tezontle y cantera, decorada con un inmenso medallón de piedra finamente labrada con la efigie de la Virgen de Guadalupe, pieza de excepción.

El interior tiene un patio rectangular de gran amplitud, con decenas de plantas medicinales en vivo y a todo verdor: ruda, estafiate, romero, limón, manzanilla y decenas más que se expenden al igual que innumerables preparaciones tradicionales, en una sección especializada, en donde también hay medicina homeopática. Desde luego, hay otra parte importante dedicada a la alopatía, o sea, la píldora y la inyección de laboratorio que receta el médico común.

Esta belleza se encuentra sobre República del Salvador, a unos pasos de 5 de Febrero, en donde se ubica la casa matriz, al igual que la también famosa farmacía de Dios y varias otras que se hacen feroz competencia para beneficio del consumidor. Al pasear por este rumbo, vale la pena recordar que entre el noviciado y el convento, los agustinos construyeron un paso elevado, lo que dio nombre a ese tramo de la calle, como Arco de San Agustín. Ahora ya no existe ni el arco ni buena parte del convento. Lo principal se salvó porque en el siglo pasado se adaptó para que fuese la Biblioteca Nacional, actualmente situada en terrenos de la Universidad Nacional; el antiguo recinto religioso se encuentra en grave peligro, por un profundo hundimiento diferencial.

No hay que olvidar que al ser los agustinos la última orden en llegar a la capital de la Nueva España, les tocaron los peores terrenos; para darse una idea, el paraje se llamaba Zoquipan, que quiere decir ``en el lodo''. Es fácil imaginar las complicaciones que tuvieron para levantar sus instalaciones, mismas que rehicieron repetidas veces, pero con una notable perseverancia lograron edificar uno de los conventos más grandes y lujosos de la ciudad, aunque nunca dejaron de tener problemas constructivos.

Aquí fueron enterrados varios de nuestros mejores artistas virreinales, como Cristóbal de Villalpando, Luis Juárez, Miguel de Herrera y Nicolás Rodríguez Juárez, quienes seguramente querían estar en un sitio en donde hubiera tanto arte, entre otras, la espléndida sillería del coro, con 254 pasajes del Antiguo Testamento tallados con primor en finas maderas. Parte de esta joya se vendió y otra se conserva en el salón del Generalito, en el Colegio de San Ildefonso.

Al estar en esta zona, se puede aprovechar para conocer el nuevo restaurante La Crema y la Nata, ubicado en Pino Suárez 28, en una hermosa casona del siglo XVII que conserva un patio con bellas columnas; hay que evitar ver el tercer piso, que malamente se agregó en este siglo. La comida es básicamente tipo española: chistorra, tortilla de patatas, calamares, aunque le metieron un toque italiano con diversas pastas, entre las que sobresale la Matricciana con cebolla, tocino y hierbas finas. En la noche funciona como discoteca.