El debate en torno a la propuesta de la Ley de Fomento Cultural del Distrito Federal -presentada el 22 de septiembre de este año a la Asamblea Legislativa por el diputado del PRD Miguel Bortolini Castillo- ha puesto sobre la mesa varios elementos de análisis que no podría abarcar en el corto espacio de una nota como ésta. Mi objetivo es tan sólo abundar dos de ellos: las clasificaciones de la cultura que, en su exposición de motivos, hace la propuesta, y la insistencia sobre su orígen democrático por parte de quienes la defienden. Desde mi punto de vista, el hecho de que el debate aparentemente se esté dando entre gente de izquierda o, al menos, entre quienes desde la oposición llegan a proponer nuevas formas de gobierno, vuelve fundamentales estos dos elementos.
En su exposición de motivos, la propuesta -ya conocida en los medios como Ley Bortolini- plantea con toda contundencia: ``No podemos seguir sos- teniendo viejos criterios individualistas que constriñen la actividad cultural a una trascendencia meramente interna, utilitaria, elitista o individualista''.
Lo que en realidad suena a viejo, tanto en la letra de la exposición de motivos como en el espíritu de toda la Ley Bortolini es una concepción de la cultura que fuera utilizada no por la izquierda en su conjunto sino por la sangrienta versión soviética y stalinista, que también ha contado entre sus víctimas a los mejores creadores precisamente de izquierda. Pero, al parecer, que suene a viejo no significa que esta concepción inquisitorial haya sido superada. Por ello, es preciso insistir en que tanto las ideas nunca derrotadas cuanto la sangre de muchos creadores revolucionarios sacrificados no sólo impugnaron en su momento al stalinismo -como siguen impugnando a sus actuales versiones, cualesquiera que sean- sino que fueron un factor decisivo en el derrumbe del Muro de Berlín, para usar este símbolo. Es falso que el derrumbe del stalinismo sea una victoria exclusiva del capitalismo, de la misma manera que fue una terrible mentira ubicar en la izquierda a un stalinismo que, en el terreno de la cultura, coincidió y copió todos los lugares comunes de la burguesía.
Hoy, como siempre, son de izquierda quienes piden tanto la libertad plena de la creación cultural como el derecho de toda sociedad a recibirla sin censuras, y son de derecha tanto los censores -cualquiera que sea la ``trascendencia'' a la que apelen- como quienes, de una u otra forma, impiden el libre acceso a toda la sociedad a todas las manifestaciones culturales. Así, pues, desde la izquierda, términos como ``elitismo'' sólo pueden referirse al acceso a la cultura, nunca a la creación.
Sin embargo, durante casi veinte años, la izquierda mexicana ha interrumpido su debate sobre la cultura para dar paso al pragmatismo electoral. Ello debe ponernos en guardia, para no confundir la pluralidad y la profundidad con la capacidad organizativa de foros, o con la propuesta de participación ciudadana por medio de consejos y asambleas, así sean las mejores sus intenciones democráticas.
Muchas veces lo que estos foros y estas propuestas garantizan es la capacidad de convocatoria de sus organizadores, en el mejor de los casos, o su capacidad de manipulación, en el peor de ellos. Yo carezco de motivos para ubicar en uno u otro extremo al diputado Bortolini y asumo, pues, su mejor voluntad democrática, pero creo mi deber, como ciudadano y como creador cultural, señalar que la Ley Bortolini nos coloca en todo su capítulo séptimo -``De la Participación Ciu- dadana en Materia de Fomento Cul-tural y Artístico''- frente al asambleísmo clientelar, con su conformación de grupos de poder, y ante un corporativismo bien conocido en México durante las largas décadas del priísmo y que continúa vivo, impidiendo la deseada transición.
Es preciso subrayar, una vez más, que el PRI -aventajado alumno del stalinismo- sigue utilizando, aun en el terreno de la cultura, formas corporativas y caciquiles para mantenerse en el poder y que la victoria de la izquierda radica en su desaparición, no en su perpetuación. Esto requiere de un debate nacional, que no puede darse en la estructuración corporativa de grupos de presión, y en la defensa de la ley por su origen precisamente en tal estructuración corporativa. Así, no se trata de corregir puntos aislados o menores de la Ley Bortolini -como ha pedido en repetidas ocasiones su autor- sino de retomar la discusión desde sus mismos fundamentos.