Ariel Dorfman
Escribiendo el Sur Profundo*
Hemos venido desde lejos, desde una distancia que no sólo es geografía, para llegar hasta acá. Nuestras tres naciones, Chile, Sudáfrica y Australia, hace muchos años coexisten en la misma zona de este hemisferio del planeta y, sin embargo, jamás han intentado un intercambio intelectual, un
intercambio de experiencias, como el que estamos a punto de iniciar. No basta con culpar a los siderales océanos que nos dividen: la distancia más importante y real era nuestro deslumbramiento por nuestros continentes inmediatos, el ombligo de nuestro mundo propio, sin olvidar la mirada constante hacia el Norte, la cultura inmensa a nuestro Norte cuyos idiomas predominantemente hablamos y escribimos. Y, sin embargo, no es del todo cierto lo que digo, porque esta primera reunión de escritores de nuestros países sólo es posible debido a que hemos estado hace décadas interconectándonos por medio de nuestra imaginación, nuestros libros nos han precedido hasta este salón en Santiago. Más allá o más acá de nuestra vecindad planetaria, nuestra cara al Polo Sur, el hecho de que se pueda concebir el término Sur Profundo se debe, por lo menos en parte, a que nuestro desparramado y coincidente quehacer literario ha ido construyendo intuitivamente una posible identidad común.
Dada la extraordinaria riqueza intelectual y emocional de nuestros invitados, los vastos mundos interiores que ellos han ido poblando y armando a partir de los fragmentos y fracturas de los países exteriores que ellos habitan, es difícil, ahora que nuestros cuerpos comparten un espacio físico acá en Santiago por primera vez en nuestra historia, predecir en qué forma nuestra interacción va a ir modificando el espacio imaginario de nuestro Nuevo Sur. Pero quisiera hacer un pronóstico. Nuestros invitados, así como los expectadores que vienen a escuchar e interrogarnos, van a verse tensionados por dos experiencias humanas fundamentales: por un lado, la extrañeza y, por el otro, la familiaridad. Vamos todos a pasar por un proceso de extrañamiento al enfrentar aquello que nos diferencia y simultáneamente un proceso de reconocimiento al descubrir aquello que nos une. Si hago este pronóstico es porque fue ese proceso dual y contradictorio el que marcó mis propias visitas a los dos países cuyos escritores ahora vienen a dialogar a Chile. Y para darles la bienvenida a este encuentro, no se me ocurre nada mejor que compartir con ustedes brevemente cómo fue mi propia aproximación inicial con Sudáfrica y Australia, viajes de descubrimiento que ahora culminan y siguen en este nuevo entrecruzamiento, esta vez en mi propia tierra.
En cuanto a mi experiencia, comienzo por Sudáfrica, la visita más reciente, la que desencadenó en nosotros la intuición de que era necesario y hasta factible llevar a cabo una locura llamada Escribiendo el Sur Profundo.
Fue en junio del año pasado. Atardecía en Pretoria y yo acababa de llegar a Sudáfrica hacía un par de horas. Con mis anfitriones y amigos, Jorge Heine, embajador de Chile en Sudáfrica, y su mujer Norma y su hijo Gunther, salimos a dar una larga caminata por las calles del suburbio de Pretoria donde se encuentra la residencia del embajador. A las pocas cuadras, pasamos por la alta reja de un club de golf, detrás de la cual todo era esplendoroso y verde, todo parecía impecablemente, inmaculadamente británico. Afuera de esa reja, sobre un terraplén cubierto de maleza, flores salvajes y residuos flotantes de basura, un grupo de sudafricanos desempleados, negros todos, había improvisado una pequeña fogata. Se calentaban las manos, reían, se pasaban una botella, sin mirar hacia una calle atiborrada de autos último modelo.
Esa escena, completada por varias mujeres, también de raza negra, que caminaban resueltamente por la berma, retornando a sus lejanos hogares después de un día de trabajo como empleadas domésticas en las mansiones del barrio, me pareció, de pronto, increíblemente familiar y conocida. Esto no era Sudáfrica. Era Chile, era mi Santiago. Yo había pasado así por el Prince of Wales Country Club en el barrio de La Reina, yo había visto antes aquel césped de un verde resplandeciente y estos mismos hombres con sus gorros y sus ropas viejas y esta misma fogata humeante y esa misma mujer volviendo a pie hacia su remoto hogar, todo esto duplicaba un tiempo y un espacio que yo ya había vivido, esa mezcla de lo europeo y lo nativo, la pobreza y la opulencia, los excluidos y los incluidos, dos naciones en un mismo país divididas por siglos de rejas visibles e invisibles. Pero enseguida, por encima o por debajo de esa sensación de un paisaje humano que se replicaba en mi interior, se agregó otra certeza: este encuentro con Sudáfrica se me había estado preparando durante décadas, no únicamente porque era un espejo de mi propio país, sino debido a que la literatura de los sudafricanos me había prestado este imaginario, me había anunciado con palabras las calles escindidas que ahora estaba pisando, los gestos y abismos que yo ahora recobraba. Yo había visitado Sudáfrica en Cry The Beloved Country y en las obras de Nadine Gordimer y André Brink y J.M. Coetzee y Athol Fugard y Wally Serote y Dennis Brutus y Allister Sparks y Breyten Breyten- bach y tantos otros amigos, ellos me habían mandado ya el regalo múltiple del país de Mandela que ahora tenía el privilegio de oler, tocar, devorar con mis ojos y, sí, reconocer.
En las semanas que siguieron, ese reconocimiento de una sociedad que me resonaba con ecos y evocaciones iba a acentuarse. En reuniones con la Comisión de Verdad y Reconciliación que presidía el arzobispo Tutu, en visitas a Soweto y al Market Theatre y a una iglesia en Cape Town, en diálogos con estudiantes y colegas, en conciertos, en conversaciones sin fin, en la lectura de una novela de Zakes Mda, sentí que la Sudáfrica que había luchado contra su propia dictadura y ahora transitaba difícilmente hacia la democracia, presentaba hasta el mareo múltiples semejanzas con la situación chilena. Llegué a creer, incluso, que yo me sentía más cómodo y a gusto en Sudáfrica que en mi propio Chile, puesto que ese país africano estaba explorando en forma abierta, pública, casi desesperada, su identidad múltiple, mientras que mi Chile, según mi opinión, trataba más de esconder sus heridas y contradicciones, más que revelarlas.
A pesar de esta afinidad, también me fui dando cuenta de a poco que, por mucho que los desafíos políticos, sociales y culturales de nuestras naciones se parecieran, era peligroso y reductivo proclamar que éramos de veras idénticas. Comencé a darme cuenta de que lo más valioso de mi visita terminaba siendo aquello que era diferente y nuevo y sorprendente, precisamente debido a que esa novedad y aquella sorpresa se manifestaban desde una realidad que yo percibía como profundamente paralela y mía.
Si mi encuentro con Sudáfrica nació bajo el signo de una excesiva familiaridad y fue evolucionando hacia la advertencia de su misterio, mi relación con Australia se desarrolló en una forma simétricamente inversa. Cuando visité Sydney en 1993, mis primeras horas alucinantes las dediqué a notar cuán diverso era ese país del mío. Tengo claro que yo estaba influido por el hecho de que un ensayista chileno, Joaquín Lavín -que ahora es alcalde de las Condes y candidato presidencial de una de las facciones de la derecha en este país- había escrito un artículo llamado ``Adiós América Latina'', en que sugería que el despegue económico de Chile permitía a nuestro país abandonar su destino latino y americano y colocarse junto a los tigres de Asia y también a Australia y Nueva Zelandia en el concierto de las naciones. Ahora que yo entraba a la bahía de Sydney por ese puente maravilloso y paseaba por una ciudad moderna, vibrante, sin un mendigo, sin una fogata frente a un club de golf, ahora que veía en acción una democracia que no había sufrido los abusos y crímenes de mi pobre Chile, ahora que me vi rodeado por pájaros insólitos y arboledas desconocidas, pude confirmar que Lavín no sabía de qué hablaba, y así se lo manifesté a las pocas horas al Club de los Corresponsales Extranjeros en Australia que me habían invitado para su almuerzo mensual. ``It ain't so'', les dije, usando una forma gramaticalmente incorrecta en inglés para enfatizar que Chile no era Australia, pese a las profecías y deseos de nuestros pujantes empresarios chilenos. Y si en las dos semanas que siguieron yo pude explorar y distinguir aún más las diferencias, muy gradualmente también fui comprendiendo que Chile y Australia sí se parecían y se hablaban, aunque la aproximación no se daba tanto al nivel político-social como en una serie de preguntas sobre la identidad que los australianos se estaban haciendo, desafíos culturales que nos hermanaban, una historia colonizada y enmarañada en muchos aspectos análoga. Fui registrando la existencia, debajo de la modernidad esplendorosa y funcionante de la Australia contemporánea, de interrogantes que sintomatizaban que no todo era paradisiaco en ese país. Interrogantes sobre las minorías raciales y su contacto milenario con esa tierra. Interrogantes acerca de las conexiones solitarias entre hombres y mujeres al borde del mundo. Interrogantes sobre cómo cambia el lenguaje cuando se enfrenta a un mundo disonante y la manera en que la fantasía opera con mayor libertad en ese borde. Interrogantes sobre la relación con la seductora Europa lejana y la amenazante naturaleza cercana. ¿O era la naturaleza la que seducía y Europa la que amenazaba? Lo único seguro era que esa problemática había sido anticipada por mis lecturas anteriores de Patrick White y Tom Keneally y Peter Carey y David Malouf, lo que había visto en los films que escribían Helen Garner y David Williamson y tantos otros -y eso que me faltaba todavía conocer a Roberta Sykes, a la que recién descubriría a raíz de este encuentro nuestro- lo único seguro era que lo que discutían y trataban de entender los australianos me era maravillosamente próximo, preguntándome, eso sí, cuánto de esa proximidad se debía a que yo era chileno y cuánto se originaba en el simple hecho de que yo era parte de la especie humana y, por lo tanto, nada me era ajeno.
Una pregunta que volvió a surgir cuatro años más tarde cuando paseaba por una playa en Ciudad del Cabo con Jorge Heine. Estábamos empecinados en tratar de comprender cuán profundamente parecidos y a la vez divergentes era Chile y Sudáfrica. Y en esas horas en que dudábamos si esa similitud y disparidad se debía a la historia o a la geografía, si el factor racial o el factor económico podían dar cuenta de esos acercamientos y distancias, o si lo fundamental era el deseo de copiar una Europa remota en una tierra prometida que resiste interpretaciones y categorías fáciles, creo que fue entonces que Australia se fue infiltrando tímidamente en nuestra conversación, nos dimos cuenta de que un diálogo entre chilenos y sudafricanos se vería infinitamente enriquecido por la presencia triangular y el destino singular de ese otro país del Sur, tiene que haber sido entonces que amaneció la necesidad, en ese punto sudafricano equidistante entre Santiago y Sydney, de que cualquier encuentro debía ser, como tantas cosas buenas en la vida, de a tres.
Nuestros países se han constituido a través de encuentros: los encuentros de los humanos con la naturaleza indomable y turbulenta y plural que nos tocó a todos, los encuentros de quienes residían en nuestras tierras antes de la llegada de los europeos con esos europeos y sus descendientes, los encuentros de esas naciones una y otra vez con el mundo exterior del Norte que los influía y modelaba y usaba y exigía y reclamaba, los encuentros con las fronteras, siempre con las fronteras. A esos encuentros fundacionales de nuestra diferencia con otras sociedades y que a la vez nos inserta en la humanidad, ahora agregamos modestamente esta nueva confluencia, esta nueva manera de reivindicar e imaginarnos un Sur que nos pertenece y nos altera y que estamos construyendo ahora mismo, modificando ahora mismo, aprendiendo y redefiniendo ahora mismo, un Sur lejos y cerca al que todos vamos a volver diferentes e iguales, listos para seguir escribiéndolo juntos y apartes, ojalá más extrañados y más familiares, como los hermanos y hermanas disímiles y dispersos de una misma familia que se reúne por primera pero no por última vez en la historia.
* Discurso inaugural del Encuentro Escribiendo el Sur Profundo, que se realizó en Santiago de Chile la primera semana de noviembre.