Los cambios políticos y sociales que han marcado la historia de México en los últimos 200 años han resultado menos de la iniciativa de las masas, que de las rupturas en la cima del grupo gobernante. Tras la ruptura y la lucha --siempre armada--, el poder ha pasado de ese grupo al insurgente.
Hasta ahora esa tesis desarrollada por Lorenzo Meyer en su reciente libro Fin de régimen y democracia incipiente ha sido validada por los hechos. Quienes piensen asistir al próximo cambio, y aun si no asisten, pero les interesa la manera en que pueda producirse, tendrán que reflexionar sobre varias cuestiones fundamentales.
El principio de cambio hacia un régimen democrático se ha debido fundamentalmente a la oposición. En particular a la oposición encabezada por la coalición de izquierda con centro en el PRD y encarnada, como lo ha reconocido la prensa estadunidense, de cuyos cánones depende la opinión oficial en México, en Cuauhtémoc Cárdenas. La oposición conservadora con centro en el PAN ha impulsado igualmente ese cambio pero, paradójicamente, lo ha frenado al aceptar una alianza con el PRI en varios momentos cruciales. Los frutos de esa alianza han terminado por mantener el statu quo.
En 1988 todos nos sorprendimos con los resultados electorales. Fue como ver a la democracia espectral en una noche relampagueante. Después tuvieron que pasar casi diez años para que por primera vez en siete décadas, tras la consolidación del régimen vigente, adquiriera autonomía el poder Legislativo.
Hace un año la conquista de esa autonomía galvanizó las expectativas de que el cambio se produciría casi por necesidad en las elecciones presidenciales del año 2000. Con los resultados electorales de este año, en gran medida favorables al PRI, no se puede estar seguro de que el cambio se halle tan a la vuelta de la esquina.
Que la transición democrática siga por el rumbo gradual de los quelonios o que se acelere por la vía del cambio de partido en el poder --siempre dentro de la hipótesis de que no serán las armas sino los votos los que determinen tal cambio-- depende de dos factores: a) la cohesión o ruptura del PRI, y b) los efectos causados por la crisis económica en la conciencia de los electores. Sobre esto se puede hacer conjeturas.
Existe, entre otros, un precandidato abierto del PRI que insiste en que la renovación interna de este partido sólo será posible si se cumplen dos requisitos: a) que el presidente Zedillo no meta las manos en el proceso de elección interna, y b) que haya reglas claras para competir por las candidaturas. Ese precandidato es Manuel Bartlett y tiene la seguridad de que cumplidas estas premisas, él será el abanderado priísta a la presidencia de la República. Ya ha obtenido respuesta de algunos correligionarios suyos. Algunos, como Humberto Roque Villanueva, sostienen que debe seguir siendo el Presidente quien designe el candidato o, en el mismo sentido, que se respeten los tiempos políticos, como Alfonso Martínez Domínguez; otros priístas (Labastida, Gurría, Ortiz) se atienen a la frase-relicario que legó Fidel Velázquez a la política mexicana: ``El que se mueve, no sale en la foto''. Aun ciertos jóvenes que permanecen en calidad de tapados --y que ya olvidado el destino de Colosio--, como Esteban Moctezuma, persisten en el anacronismo de considerar acelerados a quienes pretenden participar y evaden el tema justificándose en su actual función: ``Ese tema, el del 2000, no está en mi agenda'' ha dicho el secretario de Desarrollo Social.
¿Se mantendrán esas dos posiciones y llegarán a tensarse hasta romperse? Quizá ni siquiera tengamos que esperar la llegada de la primavera para saberlo.
La crisis ya toca lo más íntimo de nuestros santuarios. Si la percepción de que hay un responsable de ella se llega a conjugar con una escisión en el vértice del poder, éste pasará a manos de la oposición. De otra manera, no es remoto que sigamos transitando penosamente hacia la supuesta tierra democrática, pero cada vez con menos probabilidades de que el cambio se produzca por la vía pacífica.
Al menos esa es nuestra experiencia: hace cien años se prolongó el mandato de un grupo más allá de lo tolerable y las condiciones económicas de la mayoría fueron devastadas por el liberalismo capitalista. Se gestaba una revolución. Con todo y los atenuantes de la muda sexenal (otros hombres, la misma política) y la rendija de participación democrática en la mole de un Estado antidemocrático, hoy andamos en ésas.