La detención del general Augusto Pinochet en Londres es el mejor homenaje que las conciencias libres han ofrecido al 50 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, reunida en París el 10 de diciembre de 1948.
En Chile, en América Latina y en Europa se vive un saludable y virtual estado deliberativo, cosa que tanto inquieta al pensamiento cero de la democracia neoliberal, cuanto a los partidarios de la democracia a la nazarena. Como si Olivier Cromwell no hubiese tenido que vérselas con los enemigos de la república cuando le tocó levantar los cimientos de la democracia moderna, de aquella democracia de la que apenas fuimos tributarios, porque ayer como hoy importamos ciegamente lo que sea, y a esto le llamamos ``civilización'', ``progreso'', ``modernización'', ``globalización'', según la moda.
¿De qué estamos hablando? De la independencia de poderes, claro. Pero también de los valores más coherentes del pensamiento inglés y francés, que en América hispana no nos permiten juzgar a canallas como el ex dictador Pinochet. Vieja historia que en el siglo pasado nace de la alianza espuria entre liberales y conservadores, y de la subestimación de lo que José Martí advirtió un siglo atrás: ``...Ni de Rousseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma...''
Que algunos componentes de esta polémica se parezcan a la feria, donde cada quien opina según le va, es menos trascendente que la discusión generalizada. Javier de Lucas, catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, señala algo muy importante. Dice: ``... no sé si el lector se ha planteado el desasosiego que nos produce tratar de explicar a los estudiantes que nos hemos inventado ese instrumento, el derecho, para intentar organizar pacíficamente la interacción humana, para someter a control el uso de la fuerza, especialmente por parte de los más poderosos... sin que al hacerlo así, esos mismos estudiantes no nos tomen por estúpidos o por cínicos, ante el brutal desmentido de los hechos a nuestras explicaciones'' (El País, Madrid, 11-XI-98).
El profesor De Lucas recuerda, y es bueno que lo hagamos a los efectos de centrar la discusión, que las acciones de España contra la impunidad en Argentina y en Chile son el fruto del trabajo callado de familiares y amigos de las víctimas y de muchos abogados que han contribuido a que los jueces españoles adoptaran esa decisión ``...que es una de las mejores lecciones de derecho y de ciudadanía que los que estudiamos y trabajamos con el derecho podíamos recibir''.
Aquí no se trata de si la Cámara de los Lores o si la Audiencia Nacional o si tal o cual país europeo ``interviene'' en la soberanía de Chile. Y tampoco se trata de la bizantina, leguleya y tramposa discusión sobre la fijación de límites del derecho internacional, a propósito de la soberanía de los estados (vaya, que hemos retomado el concepto de ``soberanía''... ¿no era que se trataba de una noción premoderna?)
No. No se trata de eso, aunque el show incluya los ``profundos'' debates sobre ``globalización y neoliberalismo'' de los consensuadores que buscan consensuar la consensuación consensuada de la democracia consensual, con una botella de etiqueta negra al alcance de la mano.
Y no hablemos del desconcierto que directamente causan los cómplices del genocida. En la House of Lords, lord Hoffmann responde a Clare Montgomery, abogada defensora del general Augusto Pinochet: ``Usted pide, entonces, que declinemos la jurisdicción sobre la tortura, no porque se trate de un tema no justificable, sino porque tiene efectos políticos inconvenientes...''
Bueno. No le pidamos peras al olmo porque de los ingleses podemos esperar cualquier cosa. Pero si en Buenos Aires y en Santiago los engranajes de la política y el derecho se atoraban en su propio lodo, si el poder político creaba deliberadamente los límites dentro de los cuales podía actuar el Poder Judicial y si en ambos países los magistrados de la Corte Suprema de Justicia actuaban sin mucha voluntad política para resolver los casos... ¿cómo no entender las serias y dolorosas interrogantes que agitan las esperanzas democráticas de chilenos y argentinos?
Las acciones de marras contra Pinochet y los genocidas de Argentina son consecuencia directa de quienes se negaron a arrojar la toalla. De quienes empezaron luchando y seguirán luchando porque entienden que la palabra esperanza tiene significado y, por tanto, no puede ser rifada en el mercado de la ``izquierda emprendedora'' o en las carísimas consultorías de los ``demócratas viables''.