La seguridad que da un ahorro es proporcional, si no mayor, a la inseguridad que produce el temor a perderlo. En los medios rurales se han registrado casos en que los ahorradores han exigido a sus bancos que se les muestre, físicamente, la totalidad de su dinero en depósito. Y son frecuentes los retiros de fondos al más leve rumor, intencionado o no, sea de boca en boca o en espacios públicos, que afecte la credibilidad bancaria. No pocas alarmas y aprensiones de ánimo han desencadenado crisis o las han acelerado.
¿Ha crecido últimamente esa impresión de inseguridad? Todas las evidencias dan una respuesta afirmativa. Contribuyen a ella dos motivaciones inseparables en su fondo. Así como a los rusos les cuesta creer, por imperio de la propia realidad, que sus ahorros estén más desprotegidos en una sociedad cercana al capitalismo que bajo el pasado régimen comunista, el público ahorrador del mundo de hoy no entiende desde ninguna lógica, menos desde la emocional, que su dinero pueda devaluarse por lo que ocurra en sitios tan lejanos como Corea o Brasil. Le cuesta creer que ese fenómeno pueda ser resultante más de las fallas históricas de un sistema social que producto de un desajuste técnico de la economía. Es un público al que se ha enseñado que la globalización es un cambio para el mayor progreso virtual.
Otro factor determinante es el reino contemporáneo de la comunicación instantánea y simultánea. Que todo pueda conocerse en cuestión de minutos, de un lado a otro del planeta, puede ser garantía de tranquilidad o de intranquilidad, según la naturaleza de la noticia y su forma de transmisión o percepción, al margen ponderativo de que haya intereses coincidentes entre quienes dominan la comunicación y la economía. De igual manera, la abundancia y puntualidad de la información no asegura el acierto de una decisión. La facilita, pero el imprevisible exceso de ella confunde y hasta paraliza, no sólo de cara al futuro, sino al mismo presente. Lo que parece menos cuestionable es que la velocidad informativa, con los despliegues innovadores de sus medios multiplicados, convoca la atención y la impresión y que, según la noticia transcurre y se magnifica hasta el agotamiento, se crea en el público un clima de ansiedad, que puede ser de angustia cuando compromete intereses y creencias. Una y otra, la ansiedad y la angustia, son elementos promotores y mediatizadores, cuando no manipuladores, del ánimo público y de sus reacciones en cadena. Si éstas son fácil alimento del temor o el pánico, hay que contar con un factor psicológico de primera escala, como sucede en los frágiles terrenos de la incertidumbre económica.
En los anales de la comunicación, cuando ésta era todavía un lejano proceso de la modernización actual, hace nada menos que 60 años, figura el caso histórico de la emisión radiofónica de La guerra de los mundos, en la que un joven actor de 23 años, Orson Welles, provocó el pánico del auditorio estadunidense. El programa, de una hora de duración, estaba basado en una novela de H. George Wells, escrita en 1898. Su contenido de ciencia ficción fue aprovechado por Orson Welles para llevar al público una impresión cautivadora y sorpresiva de realidad aparente. Al éxito del programa coadyuvaron sus efectos de sonido, un elenco de buenos actores, el ingenio y la voz caudalosa del propio Orson Welles y el día propicio de la transmisión: 30 de octubre de 1938, precisamente la víspera de la celebración, en Estados Unidos, de ese espectáculo infantil de la noche de brujas. (el halloween).
Podríamos preguntarnos: ¿estamos a salvo de que algún nuevo genio, perturbador o perturbado, aproveche la nueva mitología y realidad de Internet o de cualquier otro de los nuevos medios informativos, para hacernos creer en una posible debacle que indujera a los poseedores de dólares a cambiarlos por otra moneda o valores, ante la inminencia de que el dólar dejara de tener vigencia? ¿Qué sucedería ante una ola humana invadiendo las cajas de retiro de los bancos?
Si el marco referencial es el programa de Orson Welles, desde la movilización radiofónica, imagínese el lector la magnitud de la catástrofe que generarían hoy los adelantos tecnológicos de la comunicación con su efecto instantáneo y simultáneo. Con menos talento humano y muchos más recursos, la posible tragedia no afectaría a un país, al estilo limitado y paródico de 1938, sino a un mundo engolosinado (o víctima) de la globalización.
Nadie, razonablemente, desearía que esto sucediera, como tampoco ha de ser deseable que la economía del mundo esté tan subordinada al dólar y al humor cambiante de la ansiedad humana.