Para mí, el congreso Vuelta a la ciudad lacustre, al que convocaron el gobierno del Distrito Federal y la Facultad de Arquitectura de la UNAM para estos días, 9 y 10 de noviembre, no pudo haber sido más oportuno. En cambio, para el secretario de Comunicaciones y Transporte y el director de Aeronáutica Civil, debe haber resultado como una coz en el estómago.
En efecto, mientras en la convocatoria del congreso se habla de la recuperación posible y deseable de la cuenca hidrológica de México, reinundando catorce mil hectáreas del lago de Texcoco, los funcionarios habían hecho el anuncio --apenas el 22 de octubre último-- de que el (inaplazable) nuevo aeropuerto de la ciudad de México, será construido precisamente en el viejo lago. Según esto, la opción hidalguense --Tizayuca u otro sitio-- fue desechada por su mayor lejanía y costo. Son, obviamente, dos argumentos válidos: hace ya 14 años, nos habían dicho lo mismo. Pero miremos el otro lado de la moneda:
El antiguo Plan Texcoco, concebido por don Nabor Carrillo, preveía la recuperación parcial del vaso lacustre, la creación de áreas boscosas y zonas de pastoreo, y otras acciones de rescate ecológico que escapan a mi memoria. De acuerdo con ese plan, las lluvias que caen sobre la mancha urbana serían en buena parte conducidas hasta allí, al igual que una fracción de sus aguas negras, luego de un tratamiento adecuado. Las autoridades de entonces no entendieron las enormes virtudes del proyecto. Si lo hubieran hecho, hoy tendríamos allí un sistema ecológico equilibrado; las inundaciones que padecemos se habrían reducido grandemente y los mantos acuíferos se recargarían en forma paulatina, disminuyendo la sed y el hundimiento de la metrópoli. Además, contaríamos con un sitio excepcional de esparcimiento, y hubiéramos visto renacer el paisaje singular y la perdida identidad geográfica del valle.
También la flora y la fauna renacerían; de hecho, en esto radica el mayor triunfo del pequeño fragmento del Plan Texcoco que se puso en marcha. Pese a sus limitaciones, en esas aguas salobres perviven las últimas poblaciones del pato mexicano (Anas platyrhynchos diazi) y el ajolote (Ambystoma tigrinum velasci), y nada menos que 92 especies de aves acuáticas migratorias han reencontrado allí un cuartel de invierno. Hay, además, un pez único, varios anfibios y reptiles, y todavía se encuentran los alimentos de nuestros antepasados: el ahuantle (huevecillos de insectos), el acocil (camaroncitos), el poshi (insectos acuáticos). ¿Qué va a quedar de esta riqueza si invadimos lo poco de su casa que le hemos dejado?
Desde mi punto de vista, hacer el aeropuerto en Texcoco es una pésima opción, pero me gustaría saber qué porcentaje de los mil 200 millones de dólares que, según los funcionarios, va a costar la primera etapa de las instalaciones, fueron invertidos en averiguarlo. No es sólo la fauna quien está en riesgo: todos sabemos de la gravísima contaminación atmosférica y acústica que acarrean los grandes aeropuertos, que en este caso sería más dañina por su vecindad con áreas habitadas.
Resumiendo: a mediano plazo, podemos volver a tener en Texcoco un importante reducto de la naturaleza, un elemento que mejore el clima y la calidad de vida de millones de personas, una fuente de bienestar y de orgullo. Estas cosas no se ponen en la balanza de los funcionarios pues su valor, siendo infinito, no se mide en dólares. Se dice (y lo deseo) que el ecocidio será tipificado como delito en la nueva Ley Ambiental del Distrito Federal. Yo espero que todos evitemos que se consume el atentado, pero de no ser así, espero que sus autores sean los primeros a quienes castigue la nueva legislación.