Está latente la crisis que ha zarandeado las finanzas internacionales en los últimos meses. Ninguna solución fundamental ha surgido de las continuadas reuniones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, ni de las grandes potencias identificadas con las claves G-7 y G-24. Por el contrario, ha quedado en el aire el presagio compartido de una recesión de la economía mundial. Lo de ahora queda en una calma de alivio o de tránsito, si se considera que la ampliación de recursos del Fondo Monetario Internacional no es por sí misma una solución duradera frente a los problemas estructurales y contextuales que la condicionan en forma creciente.
No pretendemos hurgar en las causas técnicas de esa crisis, ni en los riesgos de la grave amenaza planteada. Sin ignorar, obviamente, lo que ya es sabido: la quiebra de muchas empresas, incluidas algunas bursátiles, y el empobrecimiento de muchas gentes, incluidos algunos países. Análisis de otro momento sería si en una época de altas concentraciones existen grupos o consorcios de capitales que han podido multiplicar sus riquezas en el juego secreto y ventajoso de los bandazos especulativos. Lo que podría incidir, posiblemente, en las nuevas crisis de un mundo, más sensible que nunca a la antigua realidad de que el dinero no tiene patria, reforzando la tendencia de que los más privilegiados decidan por los menos privilegiados. ¿Acaso no es significativo el informe del Club de Roma en cuanto a que 245 millonarios de hoy acaparan el 46 por ciento de la riqueza mundial? ¿Puede haber un dato que evidencie mejor la falta de equidad y el desequilibrio en el reparto de los bienes económicos? (Añádase que en México se calcula que los grupos financieros son dueños de casi el 70% de los bienes nacionales).
La reflexión que ahora nos preocupa, desde un enfoque más general, pero no menos influyente, es la que se relaciona con el factor psicológico que activa, y a veces desencadena, las llamadas crisis económicas. Quizá, porque es un tema comprendido en nuestra pasada experiencia profesional, advertidos de la proclividad de la gente a dar crédito a los peores rumores.
Parto del recuerdo de una reunión celebrada en Ginebra en los años 80, con asistencia de una veintena de conocidos publicistas de países diversos. Se había comentado la regla ``tabú'' que aconseja suspender toda publicidad de una línea aérea en los casos de accidentes graves, para no arriesgar la credibilidad o fiabilidad de la compañía afectada. Pero el asunto que más nos apasionó fue la aplicación de esta misma reserva a las entidades bancarias con problemas. Nada tan intangible como el factor de confianza en un banco, por la índole de sus operaciones y su plena dependencia del público en una especie de artículo de fe, comprometedor de los bienes tangibles. Percibimos y analizamos que para la imagen de un banco nada es tan indispensable como el factor de credibilidad o fiabilidad. Uno de los especialistas en esta materia nos explicó que los grandes bancos negociaban de inmediato, aún con el riesgo del chantaje, ante cualquier denuncia o amenaza de escándalo, dejando para después el ajuste de cuentas por la vía jurídica o el de la conciliación. Nada de efectos tan negativos, en lo inmediato, como la duda o la sombra de la desconfianza en una institución bancaria. Nos produjo cierto asombro, sobre todo desde la imagen de poderío que los grandes bancos suelen proyectar en lo general, hasta comprender que la preservación de esa imagen era, realmente, su verdadero capital.