Astillero Ť Julio Hernández López
El Partido Revolucionario Institucional puede regodearse con los buenos resultados electorales que obtuvo en el presente año de comicios.
Contra las voces que presagiaban su hundimiento inevitable, el partido tricolor mostró este año cuando menos dos cosas: una, que sigue plenamente instalada en la sociedad una franja de votantes que son fieles a los usos y costumbres priístas y que, con naturalidad y por convicción, sufragan en favor de ese partido (no tanto como las cuentas alegres del pasado reportaban, pero tampoco menos de lo que los optimismos democratizadores desean); y dos, que en la estructura partidista sobrevive y se fortalece la corriente de los llamados duros, que ha desplegado este año su enorme carpeta de trucos y recursos para mostrar a los mexicanos que la transición democrática tiene en esos segmentos priístas un obstáculo esencial, acaso definitorio para retardar o cancelar las posibilidades reales de cambio político.
La combinación de ambos elementos (un electorado decreciente pero fiel, y una nomenklatura --término usado aquí para estar en sintonía con la moda salinista-- activa y triunfadora) ha producido en los comicios de este año resultados favorables para los adversarios del cambio democrático mexicano.
Cada vez más costosos los triunfos
Pero dando cuenta del hecho inocultable de esta vigorosa resistencia priísta, también es necesario apuntar un dato que escapa al mero análisis estadístico: para triunfar electoralmente en este año, el PRI generó a su interior una serie de turbulencias, desajustes, enconos y rupturas regionales que, sin lugar a dudas, se reflejarán en las contiendas globales del país, es decir, en la elección presidencial del año 2000.
Ayer mismo el presidente del PRI, Mariano Palacios Alcocer, hizo un recuento del lado oscuro que para ese partido tuvo el año electoral. En Aguascalientes, por ejemplo, perdió un cuadro tradicional del priísmo, como es Héctor Hugo Olivares. En Zacatecas fue derrotada la corriente del ex gobernador Genaro Borrego, que postuló a José Olvera como candidato. En Tlaxcala, el adormilamiento político siempre favorable al PRI fue interrumpido por la derrota de Joaquín Cisneros.
En los tres casos los beneficiarios de las pugnas internas priístas han sido los partidos de oposición y, en especial, el de la Revolución Democrática. De hecho, en Zacatecas y en Tlaxcala triunfó el PRI pero bajo otras siglas. O para ser más precisos, un estilo priísta se impuso a otro. Uno, el triunfante, un estilo más abierto, más moderno; otro, el derrotado, fue el del talante tradicional, el del pasado. En el caso de Aguascalientes tampoco es posible ocultar que el triunfo panista fue abonado por las pugnas que diversos grupos priístas mantuvieron a lo largo de su gobierno con Otto Granados Roldán.
Y sin embargo las turbulencias subterráneas que vive el priísmo no son sólo las documentables en actas oficiales, como el caso de los tres estados arriba mencionados. En otras entidades hubo iguales o peores desgarramientos. En Quintana Roo, donde las elecciones se realizarán el año venidero, tocó al gobernador Mario Villanueva ser derrotado y exhibido públicamente, ante lo cual este personaje trató de emprender una rebeldía que de inmediato fue conjurada. En Guerrero, donde los comicios serán también en los primeros meses de 1999, la división priísta fue mayúscula: dos gobernadores se enfrentaron; el que fue retirado a causa de Aguas Blancas, pero sigue teniendo el poder, Rubén Figueroa Alcocer, y el interino, Angel Aguirre Rivero. En Sinaloa sostuvieron un forcejeo, apenas disimulado, el secretario de Gobernación, Francisco Labastida Ochoa, y un cetemista con fuerza propia, Juan S. Millán.
Rupturas y resentimientos
La disputa por el poder llevará a franjas priístas inconformes a buscar cauces distintos. En los ámbitos estatales ha sido posible mantener el control tradicional mediante acciones de defraudación electoral y de abuso de recursos públicos y privados en favor de campañas y candidatos priístas.
Pero las rupturas internas habrán de buscar senderos alternativos y, en ese camino, el mayor beneficio neto, pragmático, podría recibirlo el PRD (hablar de asuntos de principios, ideológicos, ya sería otro asunto; aquí se apuntan sólo los indicios cuantitativos).
De candados a candados
Los perredistas se estaban enredando en una discusión bastante peculiar. Rodeados de priístas que se han afiliado al partido del sol azteca apenas unas horas antes de ser postulados candidatos, ahora estaban colocándose en la posibilidad de negarle a sus propios cuadros expertos la posibilidad de llegar a ser dirigentes.
Infiltrada grotescamente por personajes que son la antítesis de lo que el PRD dice querer ser (por ejemplo, los candidatos a gobernadores de Quintana Roo, Gastón Alegre, de Puebla, Ricardo Villa Escalera, y Antonio Echevarría, de Nayarit, al que sólo falta la convención para formalizar su virtual postulación), de repente una parte de la nomenklatura perredista comenzó a tejer una versión peculiar: los estatutos prohibirían la participación como candidatos a la presidencia nacional del PRD a quienes hubiesen ocupado tres veces cargos en la dirección nacional.
Con esa interpretación (que desde luego está sujeta a múltiples consideraciones jurídicas, sobre todo respecto a la aplicación del principio de retroactividad) quedarían fuera de la contienda para suceder a Andrés Manuel López Obrador varios de quienes hoy han expresado deseos de competir. Dos de los aspirantes más conocidos, Amalia García y Jesús Ortega, serían afectados por tal interpretación (o intento de).
Afortunadamente para un partido de construcción tan complicada como está siendo el perredista, el consejo nacional y el comité nacional decidieron deshacer cualquier pretensión legalista que hubiese cancelado oportunidades de participación a los aspirantes. Aberrante hubiese resultado para este partido, que es el que más ha crecido electoralmente en este año de comicios, el atarse con candados legalistas para elección de dirigentes, que hubiesen resultado cómicos a la luz de la exagerada e indiscriminada apertura que ha ofrecido a otros personajes en el caso de candidaturas a cargos de elección popular.
Astillas: Continúan en Tuxtla Gutiérrez los preparativos contra el senador Pablo Salazar Mendiguchía. El mariscal Albores Guillén afina el plan. Ayer mismo un diario cercano al poder estatal publicó una amplia nota en la que algunos ``sectores priístas'' piden la expulsión de Salazar Mendiguchía. Con estas embestidas, los gobernadores más autoritarios están explorando las posibilidades de ir avanzando en acciones cada vez más agresivas contra sus adversariosÉEn el IFE están atentos al curso que siga el proceso judicial contra Carlos Cabal Peniche. Muchas de las cosas que en ese organismo electoral se han dado por sentadas (como el financiamiento de las campañas de Roberto Madrazo Pintado y de Ernesto Zedillo) podrían recibir nuevas luces y datos que obligarían a los consejeros electorales a reabrir expedientes y a ahondar en la búsqueda de delitos y responsabilidadesÉLos antorchos atacan de nuevo. Atrincherados durante largo rato en el silencio estratégico al que los ha obligado el encarcelamiento de su patrocinador principal, Raúl Salinas de Gortari, los integrantes de Antorcha Campesina han vuelto a las calles, a presionar, a hostigar. Coinciden en tiempos (como antes lo hicieron en intereses y en proyecto) con el intento salinista de resurrección. Lo bueno para ellos es que en las cúpulas del gobierno actual creen que con el escarmiento dado en la persona de Cabal Peniche será suficiente para que Carlos de Dublín se aquiete un pocoÉ
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