Pedro Miguel
Mitch en acción

En la tarde del 26 de octubre conocimos el rostro de Mitch: un cíclope enfurecido del tamaño de Chihuahua, un cíclope que danzaba sobre el Caribe, giraba sobre sí mismo a 300 kilómetros por hora y avanzaba al occidente. Los beliceños, los chetumaleños y los meridanos temieron lo peor. La mañana siguiente seguían encerrados a piedra y lodo, pero Mitch no se decidía. Perdía fuerza hora tras hora, perdía intensidad. Todos los países de la región decretaron el estado de alerta en sus costas y se quedaron esperando a ver a quién habría de tocarle la bala de esa ruleta rusa. Mitch no cabía entre Cuba y las costas atlánticas centroamericanas y sus brazos rozaron algunas áreas de tierra firme. Desde Panamá llegaron los reportes de los primeros damnificados, y de Cozumel y las islas hondureñas de la Bahía, los primeros saldos de muerte.

El miércoles 28 los residentes de Quintana Roo y Belice empezaron a respirar con alivio. Aunque dejó 17 pueblos incomunicados en tierras quintanarroenses, Mitch seguía perdiendo intensidad y optó por estacionarse sobre el litoral Atlántico de Honduras. Los informes procedentes de ahí hablaron de decenas de muertos y de decenas de miles de casas destruidas. Las lluvias que se abatieron en toda Centroamérica provocaron desbordamientos fluviales con la consiguiente oleada de destrucción. El viernes 30, cuando se hablaba de medio millar de muertos en la región, Mitch, ya convertido en tormenta tropical, desgajó un volcán en la frontera norte de Nicaragua, y más de mil habitantes de Posoltega murieron sepultados en lodo. El sábado 31 los coletazos de la tormenta causaron destrozos en El Salvador y Chiapas.

Mitch se hallaba estacionado en la costa atlántica centroamericana, una de las regiones más pobres e incomunicadas del mundo, y operaba sobre la geografía como una gigantesca batidora que arrasó los árboles, las cosechas, las camas, las casas, las ollas, los animales domésticos y las vidas de los habitantes. El lunes, día de muertos, la zona amaneció convertida en un lodazal de cientos de miles de kilómetros cuadrados en donde los sobrevivientes no podían ni siquiera enterrar a nadie, en donde no había un trozo de leña seco para incinerar a nadie. Los miles de cadáveres humanos (¿diez mil? ¿veinte mil?) quedaron abandonados a la piedad del fango.

Ahora sabemos que son más de dos millones y medio los damnificados y que las bajas humanas se calculan, para toda Centroamérica, en 25 mil. Cinco mil muertes súbitas en Honduras equivalen, en porcentajes demográficos, a que 80 mil mexicanos fallecieran de un día para otro. Es un hueco muy grande.

La culpa la tienen todos y no la tiene nadie. Es la atmósfera, que a veces enloquece. Es la combinación de aires y aguas de temperaturas divergentes. Es un precio esporádico a pagar por vivir en tierras feraces que algún tripulante de las carabelas confundió, hace 500 años, con el Paraíso. Es la persistencia de métodos constructivos frágiles que han perdurado todo ese lapso, y más, sin cambios importantes. Es la falta de caminos y de comunicaciones, de líneas telefónicas, de centros meteorológicos capaces de dar el aviso, de organización para desastres, de escuelas y centros de salud que pudieran servir como refugios, de un mínimo interés de los gobiernos locales por la suerte y la vida de sus gentes.

¿Qué les dirían estos muertos a los muertos de la década pasada, los que se murieron para cambiar las sociedades centroamericanas? ¿Qué podrían aprender de este desastre los cinco micos democráticos que se adornan el pecho con sendas bandas presidenciales? ¿En qué estarán pensando los legendarios ex comandantes guerrilleros que ya se ganaron su entrada a las reuniones sociales de las oligarquías?