Carlos Marichal
FMI: bombero y policía

El viernes pasado, el Grupo de los Siete países más industrializados (conocido como el G-7) anunció un plan global para coadyuvar a selectos países del Tercer Mundo a sobrellevar futuras crisis financieras. Desde el derrumbe de las economías de Indonesia y Rusia el verano pasado, se esperaba algún tipo de propuesta de las principales potencias mundiales, pero además se confiaba en que ello abriría el camino para un debate amplio sobre la futura arquitectura financiera internacional que vendría a suplantar el ya añejo conjunto de instituciones y acuerdos que se crearon a partir de la reunión de Bretton Woods en 1944.

Sin embargo, es claro que actualmente no hay voluntad política ni imaginación suficiente para modificar el status quo financiero internacional. Lo que el G-7 ha hecho consiste en ratificar al Fondo Monetario Internacional (FMI) como la principal agencia encargada de vigilar las finanzas de los países menos desarrollados, ofreciendo un nuevo mecanismo para otorgar grandes préstamos de corto plazo a aquellos gobiernos que prometen instrumentar políticas monetaristas y fiscalmente conservadoras pero castigando a aquellas naciones que no cumplen con las exigencias de los bancos e inversores internacionales. En suma, los líderes del G-7 han aceptado la propuesta de Estados Unidos de un regreso al pasado, avalando y reforzando el papel del FMI como una especie de bombero y policía financiero a escala mundial.

Las reglas que el FMI exige deben cumplirse son demasiado bien conocidas por todos los países latinoamericanos. En general, implican que a cambio de un paquete de ayuda financiera de corto plazo, el país en cuestión acepte una serie de medidas de corte restrictivo en materia de emisión monetaria y gasto público para apagar el fuego provocado por un problema en la balanza de pagos, como puede serlo una fuga masiva de capitales. La medicina que administra el FMI consiste en forzar una contracción económica para eliminar déficits en las finanzas gubernamentales, aunque ello resulta especialmente perjudicial para la vasta mayoría de la población que sufre recortes en niveles de empleo y en los recursos destinados al gasto en educación, salud e infraestructura básica.

Un buen ejemplo del impacto de estas políticas lo ofrece el caso de la economía mexicana después de la devaluación de 1994 y, más recientemente, en 1998 a raíz de la baja en los precios petroleros y los consiguientes recortes presupuestales. En este caso, el gobierno mexicano se ha adelantado a las fórmulas del FMI para mantener su calidad de país de buena conducta. De manera similar, la administración de Fernando Cardoso en Brasil ha resuelto aplicar reformas draconianas (en especial recortes en el gasto social) para obtener la aprobación no sólo del FMI, sino mas fundamentalmente de los banqueros e inversores internacionales, que son en última instancia los que mandan en materia de flujos de capitales.

Resulta evidente, por consiguiente, que tanto los dirigentes europeos como los japoneses no han logrado convencer a Washington de que sea conveniente modificar ninguna de las instancias o formas de la vieja arquitectura financiera internacional. Será necesario, por lo tanto, que sean los propios países del Tercer Mundo los que luchen por reformas financieras con un impacto social más equitativo. Sin embargo, en el momento actual los presidentes y ministros de los países latinoamericanos no se atreven a romper con la ortodoxia y siguen arrodillándose ante el templo de la banca internacional y obedeciendo las instrucciones de los sacerdotes del FMI.