Iván Restrepo
La tragedia en Centroamérica

Mientras la tragedia ocasionada por el huracán Mitch en Centroamérica desaparece poco a poco de los medios noticiosos, aparece más negro el futuro de quienes sobrevivieron al más grande desastre sufrido este siglo en Honduras, Nicaragua, Guatemala y El Salvador. Cuando los reportes más conservadores fijan en más de 60 mil el número de personas muertas que dejó el huracán a su paso, cuando se hacen evaluaciones aproximadas sobre la destrucción de las áreas de cultivo, la infraestructura carretera y agrícola, de energía eléctrica y agua potable, de los sistemas de salud y educación, se declara la imposibilidad de rehabilitarlas en el corto plazo por la carencia de suficientes recursos financieros y técnicos. Por ello, no exagero al decir que el cierre del milenio será de hambre, enfermedad y descomposición social en Centroamérica.

Pero antes de que el olvido y nuevos acontecimientos cubran con una densa capa lo que deja en penosa situación a millones de personas, recordemos que otras tragedias han marcado a Centroamérica durante este siglo. Por principio, los pueblos de Guatemala, Honduras, Nicaragua y El Salvador han soportado un injusto sistema social, económico y político que ha cobrado igualmente miles de muertos, especialmente en el sector rural. Con una concentración en muy pocas manos de los recursos naturales (en especial la tierra más productiva), los terratenientes han defendido a toda costa sus privilegios recurriendo para ello al uso de la fuerza pública y a sus guardias blancas. Los miles de campesinos asesinados por pedir un pedazo de tierra o por oponerse al despojo de la que poseían, se suman a los que hoy tienen al lodo como su tumba final. La represión contra quienes disentían de los gobiernos militares y civiles que asolaron a Centroamérica este siglo, no tuvo tregua y fue avalada por Estados Unidos y por la jerarquía de la Iglesia católica.

Cómo no recordar ahora, a la luz de esta última tragedia regional, el papel clave de nuestro vecino y socio comercial en imponer gobiernos, explotar inadecuadamente recursos naturales y apoyar el combate de quienes pedían una más justa distribución del ingreso y la riqueza, lo mismo en Guatemala que en Honduras, El Salvador y Nicaragua. En las repúblicas bananeras, como despectivamente se les calificó por ser virtual propiedad de las trasnacionales estadunidenses y unas cuantas familias, nada se movía sin el visto bueno del respectivo representante de Washington. Y cuando esa regla se rompió, como en Guatemala a principios de los cincuenta, no hubo titubeo para intervenir abiertamente y ``salvar la democracia''. Posteriormente, y enmedio de los yerros del gobierno sandinista, la gran potencia dedicó millones de dólares a combatir a quienes aplastaron a una de las dictaduras más sangrientas del continente. Así, los llamados contras recibieron sumas incalculables que debieron servir para una mejor causa, como atacar los enormes problemas que dejó el régimen de Somoza.

Hoy, Estados Unidos autoriza 50 millones de dólares de ayuda a Centroamérica y anuncia el envío de misiones de apoyo al más alto nivel. Bienvenido todo lo que aminore sufrimiento. Pero es poco y se desvanace ante los apoyos que otras naciones con problemas (como México) están dando. La potencia del norte bien haría hoy en lavar parte de la responsabilidad que tiene en las tragedias ocurridas este siglo en Centroamérica. Con mucho más ayuda financiera que se invierta realmente donde se necesita desde hace décadas y no quede en manos de las burocracias y sus aliados; y en paralelo, restando apoyos a quienes se oponen a los procesos de democratización en los países del área. Es pedir peras al olmo: ayudar a los pobres no es buen negocio para los poderosos: las dos compañías trasnacionales explotadoras por décadas del plátano hondureño cierran sus actividades en dicho país, dejan en el aire a diez mil trabajadores y sus familias, a cientos de afectados por los plaguicidas que aplicaron en las plantaciones. Y la banca internacional, tan presta a salvar las fortunas de banqueros corruptos, no responde a la solicitud de disminuir el monto de la deuda externa centroamericana y los intereses crecientes que se pagan por ella.

Si no podemos esperar más de la potencia del norte, sería deseable una actitud diferente de otra institución que con su silencio, y muchas veces su apoyo directo (salvo honrosas excepciones), respaldó las represiones en Centroamérica y la desigualdad. Mientras hoy millones de personas sufren allí carencias y las sufrirán más los años venideros, el gobierno mexicano, poderosos grupos económicos y buena parte de la feligresía católica, gastarán millones de dólares en el próximo viaje del Papa a la ciudad de México. ¿No sería más cristiano dedicar esos recursos y esos esfuerzos a resolver lo urgente de quienes siguen clamando al cielo ayuda y protección?. ¿No es una nueva ofensa a los más necesitados y más firmes creyentes en Cristo, llevar a cabo un suntuoso viaje cuando a poca distancia millones lloran a sus muertos y se debaten en la miseria?