Hace poco más de una semana los noticieros nos alertaban acerca de la inminente llegada a costas mexicanas de un ciclón de enormes proporciones. El ciclón no entró a México pero sí devastó Honduras, dañó muy seriamente a Nicaragua y cimbró a Guatemala, El Salvador, Costa Rica y Panamá.
Más de 20 mil muertos, 3 millones de damnificados, la destrucción de una gran parte de la infraestructura carretera y de comunicaciones, severísimos daños a la planta productiva y de servicios públicos, son los saldos de Mitch.
No acabábamos de reponernos de la etapa de mayor emergencia que otras lluvias causaron en Chiapas, cuando tuvimos que acudir, en una muestra de ejemplar solidaridad, en ayuda de nuestros hermanos centroamericanos que reclamaban y reclaman de todo el apoyo posible.
Quizá como nunca antes, Mitch nos obliga a revisar, con seriedad y sin demora, lo que en realidad nos está sucediendo, no como países, ni siquiera como regiones del mundo, sino como civilización.
Sequías de magnitudes nunca antes vistas a las que siguieron incendios devorando millones de hectáreas de bosques, ahora acompañadas por tremendas lluvias que todo arrasan y que tienen un nuevo ingrediente: impactan al mismo tiempo a China que a Honduras, a Miami que al Ajusco, a Corea que a Honduras.
Hemos logrado desquiciar al clima, alterando el ciclo de la vida. El ``bienestar'' del hombre, la ciega persecución del ``no sufrimiento'', que sustentó el modelo civilizatorio colocando a la naturaleza al servicio de la especie humana, empieza a revertir mucho, si no es que todo, lo construido.
La razón de este caos es simple. El ``bienestar'' como paradigma trajo consigo el prodigioso desarrollo de la tecnología que se basó en el irresponsable uso de la energía, lo cual generó dos profundos desequilibrios: al producirlos, socavando los recursos que la naturaleza tardó miles de millones de años en crear, y al explotarlos, generando la contaminación que ha hecho invivibles y carentes de futuro a muchas regiones del planeta.
Sin embargo, el disfrute de la energía, y por lo tanto del bienestar, ha sido el privilegio de pocos. El 18 por ciento de la población mundial consume 80 por ciento de la energía, dando como resultado que el mundo desarrollado consuma 15 veces más energía que el no desarrollado. Estados Unidos, con 5 por ciento de la población mundial, consume cerca de 20 por ciento de la energía, desproporción que no puede continuar y mucho menos proponerse como el modelo a seguir. No podemos aspirar a ese ``bienestar'' dilapidador que concentra los beneficios en los menos a costa del futuro de los más. ¿De qué nos sirve fondear al FMI, si las instituciones que la globalidad reclama, por los problemas que ahora se viven no son las ligadas a la férrea defensa de las finanzas, sino las destinadas a defender la vida? Qué vigorosa actitud del G-7 para poner a salvo a la especulación financiera, y qué mediocres resultados de la Cumbre de la Tierra en Río o la del Clima en Kyoto, o la más reciente del Cambio Climático en Buenos Aires. ¿Cuántos Mitch necesitamos para aprender?, ¿cuántas tragedias nos faltan por padecer?