CUBA
Raúl Cañibano/Cristóbal Herrera

Eliseo Alberto
Una Isla más sola que la luna

Razón tenía Néstor Almendros cuando, en un sabio artículo, afirmó que los fotógrafos que en el mundo han sido se dividen a grandes rasgos en dos grupos bien diferenciados: los que se interesan en el objeto como centro de la exposición, y los que se ocupan del lente, es decir del ojo o del sujeto. Yo o El Otro, Lo Otro y Yo. ¿Pero qué hay entre esos extremos del proceso creador?, se preguntaba este cubano errante, nacido en España y muerto en Nueva York, sólo para responderse a sí mismo con una sentencia luminosa: la mirada. Qué bárbaro. Casi nada. Un territorio de nadie. Reverberaciones. El vacío repleto de posibilidades. En ella, en la mirada, viaja el rayo o el soplo de la poesía. Entonces, el rostro de un anciano, por ejemplo, deja de ser un objeto "retratable", y el ojo, detrás del lente, también deja de pertenecer exclusivamente a un sujeto más o menos curioso que está en el lugar preciso y en el momento oportuno para apretar el disparador de la cámara. No hay dos fotos idénticas porque no hay dos miradas iguales. La mirada toca, golpea, rasca, acaricia. Un artista no es más que un hombre (o una mujer) que descubre, en lo evidente, lo que la propia vida nos esconde a una abrumadora mayoría de hombres (y mujeres) ciegos y entretenidos.

Yo pensé en Néstor Almendros cuando vi, asombrado, el trabajo de Cristóbal Herrera y Raúl Cañibano, dos jóvenes fotógrafos cubanos a quienes les "ronca el mango". Explico la frase. En mi isla maravillosa, "roncar el mango" es lo mismo que zumbar el clarinete, sentencia que también requiere una nota al pie de página. Cuando decimos "le zumba el clarinete" o "le retraquetea el mango" nos referimos a algo que merecería ser considerado bueno, importante, en cualquier caso auténtico. Tal es el caso de las fotos de Cristóbal y de Raúl. Yo conozco esos escenarios rotos, los mapas de esos rostros donde se leen claramente las estaciones del calvario nacional. La verdad duele. Vaya que si duele. Me asustan esos niños sonrientes que miran hacia el cielo en un malecón huracanado por la mirada de Herrera. Me pega duro el cojo de las muletas por la calle destartalada, y el pie en primer plano que parece marcar el ritmo angustioso del tiempo, segundo a segundo. El Sagrado Corazón de Jesús, San Lázaro Bendito (Babalú Ayé, patrono de los que sufren) y un negro más viejo que el planeta, con un cigarrillo en la boca, representan la nación, mi nación, nuestra nación, de cuerpo y alma. La verdad duele pero sólo nos curará del dolor otra, o la misma, verdad.

Todo aquel que se proponga "fotografiar" el tema de Cuba, se enfrenta a por lo menos tres retos: uno, la singularidad de la experiencia (sobre la cual es imposible establecer paralelismos o puntos de referencia con otras realidades de nuestro tiempo), dos, la velocidad de los cambios políticos y sociales, la metamorfosis de una realidad compleja más no acomplejada que lucha por encontrar, para cada crisis particular, una insólita salida de emergencia; y, tres, el orgullo y la desconfianza de los isleños, siempre a la defensiva, a la riposta, condiciones que nos incapacitan para aceptar la crítica sin sentirnos atacados, inclusos por aquel que mejor nos quiere; el dale a quien no te dio nos ha costado demasiado caro. Soy de los que piensan, puestos a leer la novela de las venturas, aventuras y desventuras de la mayor de la Antillas, que los finales de cada década deparan, para los cubanos, grandes sorpresas y enormes frustraciones. Sin ir muy lejos, hagamos un ejercicio de memoria en voz alta. En 1959 triunfa la Revolución, el acontecimiento más importante del siglo veinte cubano. Dos lustros después, entre 1969 y 1970, la propia Revolución sufre su gran revés económico con el desastre, utópico y desordenado, de la Zafra de los Diez Millones. Nos quedamos con una mano delante y otra detrás. La recta final de los setenta no baila mal las rancheras: la visita de la comunidad cubana en el exterior, en 1979, puso en claro que los de allá y los de acá seguíamos siendo compadres. Por poco la Revolución se cae a abrazos. A besos. La felicidad también resulta subversiva. La alegría no dejó ver lo que nos venía encima. Era el preámbulo de la debacle, pues luego sucederían la ocupación de la Embajada de Perú, los horribles actos de repudio y el consecuente zafarrancho del Puerto de Mariel, donde más de ciento veinte mil compatriotas se subieron a sus Arcas de Noé para escapar de lo que ellos entendían como una pesadilla insoñable. Entonces nos quedamos huérfanos. Recondenados. Malgeniosos. Mírame y no me toques. ¿Qué decir de los ochenta?, 1989; derrumbe del Muro de Berlín, la caída y desaparición de medio mundo; para remate, el juicio y fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y sus compañeros de armas nos dejan con la boca abierta. La puntilla, decimos los cubanos. En 1990: la isla es, dicho rápido y mal, una balsa a la deriva. Se emprende el período especial, antesala de la llamada Opción Cero. Nos quedamos solos. Náufragos. Haciendo señales de humo y tirando al mar mensajes en botellas de ron Tumbacuello. ¿Qué sorpresas y frustraciones nos reserva, entretelones, el centenario de nuestra corta vida como nación independiente, de nuestra veloz experiencia republicana, de nuestros raro proyecto socialista? Dios lo sabrá, pero al parecer El está demasiado ocupado en otros asuntos. La isla de Cuba apenas se ve desde lo alto del cielo.

Los que tenían veinte años cuando triunfó la Revolución apagarán sesenta velas en su pastel de cumpleaños, y yo sé, porque conozco a mi gente, que en una alberca de Miami, en la sala de la Casa del Diablo o en un portal de La Víbora, harán la misma fiesta, entre licores caros o baratos, escuchando a Silvio Rodríguez o a Celia Cruz, a fin de cuentas la música, el baile, la imagen y la palabra nos salvan del desamparo -iba a escribir desconsuelo, pero me aguanté la mano para que no me acusen, de nuevo, de pesimista. Esa es la isla que nos toca. Bárbaro. La isla de los claroscuros de Raúl, de las transparencias de Cristóbal. Chévere. Una isla esquelética. Humeante. Locomotora. Una isla en la orilla, en su límite. Una isla más sola que la luna. Eso mismitico. ¿Y qué? Vamos a ver qué locura nos aguarda al otro lado de la medianoche. Qué somos capaces de impedir. De hacer. Más quiere a Cuba quien la crítica, y mejor la ayuda aquel que la cuestiona. Por lo pronto, ojos como los de Cristóbal y Raúl nos enseñan a mirar. De frente. Anda. Vamos. De una vez.


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