José Cueli
Cuauhtémoc es el gesto

Cuauhtémoc Cárdenas al igual que los antiguos reyes aztecas, toreó al público enfebrecido por la falta de su espectáculo, a pie firme y sin inmutarse, como muerto momificado, en tributo de amor y superstición. Depositario de la antigua sabiduría indígena, plegada por los sumos sacerdotes cumplió el destino de la raza y difundió la magia al llegarle al público y llevarse la tarde, en el inicio de la temporada de toros, en la Plaza México, con su rostro atesado por el sol y despertando la pasión, alimento de la fiesta brava.

Cuauhtémoc, hijo de una raza antigua y misteriosa, llevaba la fatalidad en la mirada, símbolo del andar y andar siglos al son de una música monocorde y atonal. Político torero sin fronteras, como su raza, vivió la guerra con los fantasmas en el coso taurino. A pesar de no tener más enemigos que las fuerzas brutas de la naturaleza que nos asolan y dejan en la zozobra.

Al margen de la globalización, peregrino del país, su política es una forma de ser, diferente a la del político mexicano tradicional. Cuauhtémoc armó la revolución en los tendidos que estuvo ausente en el ruedo. Aplaudía la raza y protestaban los criollos de las barreras. Pero, el jefe del gobierno del Distrito Federal, tuvo el gesto ¡el gesto por el gesto mismo!. Todo él, era un gesto. Su cara misma, un gesto. Y jamás se supo que de qué vivía eternamente en el destino oculto de una raza.

Llevaba Cuauhtémoc en su mirar una maldición desconocida, más cercana y más remota que la de sus antepasados. Se unía con los de la raza, al revivir una ley incógnita de casta, conservada en su mayor pureza para mejor realizar su destino enredada en artes de picardía en que vive y muere una misión de escritura interna. Sabiduría que eterniza en su peregrinar.

Peregrinar que encierra el secreto de la muerte, el arte de estar muerto que es salirse del guión, lo consciente y entrar a la tirada de dados que ve en espejos mágicos y le permite distinguir el camino de la muerte, el amor y la venganza. Funde así, el amor, la muerte y el miedo en comunión de sangre y superstición y en fatalidad terrible está y no está.

Como estuvieron y no estuvieron los toreros que no pudieron con los toros -justos de presentación- de Teófilo Gómez, feos, débiles, que tomaban un puyazo a regañadientes y a banderillas. Sólo Fernando Ochoa se enredó con uno de ellos, de boyante embestida, fijo y que literalmente planeaba, en el interminable derechazo y luego sucumbir a la hora buena, en el círculo de los pases naturales, destemplados y sin mando. De contra mató de pinchazo y bajonazo y ¡ver para creer! cortó una oreja. Abellán y Pizarro, mimetizados de Cuauhtémoc, pasaron como fantasmas. Cuauhtémoc en la plaza fue la pasión, el gesto, sol y sombra en los tendidos, que hablan de la emoción de un pueblo.