Propiciar el mejoramiento profesional, objetivo incumplido
Programas ¿de incentivo?
Alejandro Canales
Al comenzar la década actual se implantaron en el ámbito académico del país los llamados programas de incentivo al rendimiento. Su aplicación rápidamente se generalizó en la educación pública y hoy forman parte de las rutinas institucionales. Sin embargo, a pesar de que su instauración parece ya un hecho irreversible, lo que no deja de sorprender es la recurrencia de las expresiones de inconformidad al respecto (La Jornada 18/X/98) y, sobre todo, las consecuencias que ha tenido en el trabajo académico.
Los programas de incentivo, también conocidos como de estímulo, becas, pago al mérito o pilones constituyen otra de las modalidades de la política de evaluación, en este caso individual, que se impulsó al término de los años 80.
La iniciativa fue anunciada como una disposición del Ejecutivo federal en febrero de 1990, con el fin de -se dijo en ese entonces- recompensar dedicación, calidad y permanencia de tiempo completo del personal de las instituciones de educación superior. Después del anuncio, cada institución se responsabilizó de operar el programa y establecer los criterios específicos, aunque los lineamientos y los fondos provenían de la esfera federal.
Desde que se crearon, básicamente los programas de incentivo otorgan un estímulo económico adicional en función de una valoración del rendimiento y según cierto perfil del personal. Un principio similar al del Sistema Nacional de Investigadores que un lustro antes ya se había establecido entre la comunidad científica.
No obstante, en el lapso de tiempo que llevan en operación y a diferencia del SIN, los programas de estímulo poco a poco se han extendido a los diferentes niveles educativos, a las distintas funciones académicas (investigación, docencia, difusión, administración) y a las diversas figuras del personal (profesores, investigadores de tiempo completo o de asignatura), de modo que su alcance y las consecuencias que pudieran tener no carecen de importancia.
En su momento, la incorporación de esos programas en las instituciones educativas fue un hecho notable, no sólo porque constituyeron una forma de solventar el deterioro salarial de los académicos sin violentar los pactos económicos nacionales, sino también porque lograron franquear la autonomía de los marcos institucionales sin demasiadas dificultades, además de omitir la actuación del sindicalismo universitario en la iniciativa y, principalmente, someter a escrutinio el trabajo académico individual.
Después de una astringencia económica, el horizonte de recursos financieros adicionales jugó un papel relevante para su ingreso en el territorio de las instituciones, pero no lo fue menos la amplia campaña de crítica y desprestigio a la que fue sometida la universidad pública, no siempre con la distancia y las evidencias del caso.
Los resultados que han generado los programas de estímulo deben ser tan variables como el número de instituciones en las que se aplican. Sin embargo, no se conoce públicamente -desde la parte oficial- un balance de la iniciativa, y sólo existen cifras agregadas de montos financieros, académicos beneficiados o referencias vagas sobre su funcionamiento, como la que se hace en el actual programa sectorial, pero nada más.
A la fecha, lo que parece claro con los programas de incentivos es su permanencia en las instituciones y la obtención de ingresos extra. Pero no ocurre lo mismo con la superación del personal, la calidad de la enseñanza o el mejoramiento del desempeño. Desde luego, tanto para los académicos como para cualquier otro profesional, no debe ser irrelevante la diferencia entre trabajar o no trabajar; la vitalidad de las instituciones descansa en gran parte en el espíritu de superación de su comunidad, en la búsqueda del conocimiento y en la movilidad intelectual. Sin embargo, quizá las vías que ofrecen los programas de incentivo no sean la mejor forma de transitar hacia un mejor desempeño profesional.
La experiencia internacional -especialmente en Estados Unidos y en gran medida cuando existen apuros económicos- muestra que los programas han estado presentes en el ámbito educativo, pero no de una manera sostenida ni generalizada; asimismo, se ha destacado que tienen una utilidad restringida o temporal. Es decir, la motivación que producen para el desempeño laboral, el compromiso con la actividad o el trabajo colectivo es más bien nula, escasa o temporal.
En las instituciones de educación superior del país no han sido infrecuentes las quejas sobre los programas de incentivo. Las críticas han sido muy variadas y señalan diversos problemas: la iniquidad con que se distribuyen los recursos, la alta proporción que representan del salario base, los perfiles profesionales seleccionados, el tipo de valoración que realizan, el mecanismo mediante el que operan, sus efectos indeseados, los cúmulos de comprobantes y puntos, su irrelevancia para mejorar la calidad de la actividad, el enrarecimiento de los climas académicos, etcétera.
Es muy posible que las historias y la experiencia con los programas de incentivo sean muy diferentes en cada caso y algunos problemas le sean comunes y otros no. Sin embargo, en lo que no parece haber duda -aparte de su función compensatoria del salario que no deja de ser de suma importancia- es que no propician un mejoramiento en el desempeño profesional del personal académico.
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