Hermann Bellinghausen
El corto verano de la pandilla

El cielo santo y demás muletillas de las plegarias convencionales de nada servían en una situación tan de verdad. A esas encrucijadas de vacío, que no miedo, llegaba una que otra vez. ¿Qué era? ¿El adictivo regusto de las emociones fuertes, su desbordante tendencia a llevar la contraria, o un bizarro instinto maternal casi suicida?

Se le notaba que venía de otra parte de la ciudad. En su modo de hablar, como suavecito. Además era blanca, más blanca que cualquiera de ellos, a cual más de prietos, aparte de que les daba poco por irse a bañar.

Seguro se llamaba distinto; para ellos se puso Anastasia. Así se dirigían a ella por no contrariarla, pero entre ellos le decían Belinda, o Pechuguita. Por decirlo leve, eran unos cábulas, pero con ella se comportaban.

Además estaba gruesa. Más brava que todos juntos, era una auténtica guerrosa. Se había vuelto jefa. El Dientes y El Zacate le hablaban de usted por chingarla hasta que Anastasia le soltó un seco al Dientes en los idem, y a partir de entonces quedó claro quién mandaba.

Cuando apareció, cargando su mochila azul de turista, la mayoría ya ocupaba el predio y la bodega abandonada, con la inconstancia típica de los niños de la calle, que a veces tienen familia y de repente regresan allá, o pasan la noche en algún portal cuando vagan al taloneo. El Zacate no sabía ni quién fue su mamá, sólo tuvo tías que no eran sus verdaderas tías.

La llegada de la güerita (no que fuera güera, pero para los estándares de La Tinaja sí que lo era) obviamente conmocionó a los chamacos. Les llevaba unos 10 años, pero nunca reveló su edad. Tampoco ellos decían la suya, que ni siquiera sabían a ciencia cierta.

En esa casa no conocían los cumpleaños, pero ella inventó que cada tanto armaran fiestecitas de no-cumpleaños y les permitía tomar cerveza.

Ah, porque para eso era inflexible. Allí podían todos hacer su regalada gana, pero ni chemo ni trago. Mejor que ni llegaran. Había unos bien incorregibles, como El Pipas, y El Salinas, que era el peor, por eso le nombraban así. Acabaron por echarlo, o sea, Anastasia dijo, y es que andaba en tráfico de pastas, y eso sí no, no en la casa.

Sería su toque femenino, sería el miedo que le tenían, o la novedad de una situación tan inusual, pero la casa de la bodega empezó a funcionar, comuna de chavitos juidos prendidos de la penúltima lámpara, encandilados por los ojitos claros de la aparecida.

Aparecidos, en realidad, todos. La población flotante se componía de puros que se iban apareciendo, solos, de uno en uno. Bastaba aceptar las dos o tres reglas del hasta eso buen refugio.

Dibujaba rebién. A todos les hizo su retrato, y los niños lo cargaban doblado en algún recodo de sus ropas. Eran su única identificación. Una especie de carnet, con el nombre de guerra y la firma de Anastasia en una orilla.

En las noches contaba cuentos. De hadas, de aparecidos, de la nota roja. A los niños les gustaban de los tres.

Los atracos de sobrevivencia, que llamaban ``ir de canicas'', los realizaban de preferencia lejos de La Tinaja, en las colonias clase media de la zona conurbada. Los porros de la Voca donde estuvo ella a los asaltos les decían ``ir de compras'', pero a estos niños la noción de comprar les era desconocida. No atracaban cristianos, sólo tiendas.

Un día estaban en una de ésas cuando El Dientes, que como todos se estaba enamorando de Belinda, la buscó corriendo afuera del supermercado, la jaló del brazo en el que ella tenía su tatuaje de serpiente emplumada y la puso al tanto:

-Pícale güera, soltaron los perros.

En efecto, los policías dieron en llegar por la esquina, pistolas desenfundadas y el vocerío medio horroroso. El Churro, especie de Harpo Marx siempre con un abrigo para acarrear, como ahora, las obtenidas viandas, estuvo a punto de caer, entre las patas de la jauría, que subió patrullas a la banqueta y el andador y por poco atropella gente.

Eso los salvó, la gente. Unos sin querer y otros queriendo, los transeúntes protegieron la desbandada de los niños, y Anastasia se hizo, como otras veces, la que andaba en otro patín, así desafanaba y los tiras no la reconocieron. Cielo santo, trataba de pensar, sin concentrarse.

Todos corrían, menos ella. ¿Qué hacía metida en estos líos? Además, algunos niños estaban grandes, un día le iban a perder el respeto, y ella no se había acercado para ponerse con ellos.

No regresó. No volvieron a saber de ella. Semanas después hubo un desalojo (violento, claro) de la bodega y otros terrenos invadidos de La Tinaja. El Zacate se peló, dicen que lejos. Unos acabaron en la Casa Hogar, que la llamaban la casa de ahogar, otros volvieron con sus familias. El Dientes probó suerte en Bucareli, le fue como en feria y acabó en La Merced medio trabajando de mozo, medio picando qué transa.

Anastasia, Belinda, o Pechiguita había sido una fugaz suplente para aquellos edipos deshabitados, una novia imaginaria y primorosa, una tenaz enemiga del mundo cabrón. Para todos los niños ella representó algo así como el corto verano de la anarquía. ¿Dónde andaría?