La Jornada 8 de noviembre de 1998

ACROBATA A LA FUERZA

Rafaelillo Ť Sólo unas cuantas palmas, esparcidas entre la multitud que casi llenó los tendidos de la Plaza México intentaron contrarrestar el severo y prolongado abucheo que borró la sonrisa del rostro del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, jefe de gobierno del Distrito Federal, quien acudió al festejo inaugural de la temporada grande en compañía del titular de la Delegación Benito Juárez, Ricardo Pascoe, ocupando una barrera de tercera fila en sombra. El heterogéneo público taurino no le perdonó el trance al político, pese a que, a diferencia de los ricos priístas también presentes, llegó sin escolta y no demandó privilegios.

Federico Pizarro, primer espada, le descubrió y brindó la muerte del segundo del festejo y pagó las consecuencias: le gritaron ¡palero! y no lo dejaron en paz a lo largo de su actuación. El torero, sin embargo, reiteró, en gesto viril, su simpatía al hijo del Tata --``de corazón'', le dijo-, aunque perdiera la brújula en el ruedos. Fue esta la nota sobresaliente porque la carrera por la sucesión presidencial requiere de parámetros para medir la fuerza, solvencia y popularidad de los suspirantes. Pero, dicen los taurinos, una mala tarde cualquiera la tiene.

Fernando Ochoa, michoacano, consolidó esperanzas. Sin sonreír ni buscar el aplauso fácil, lidió con honrado desempeño, si bien, pese a los relevantes avances mostrados, todavía no alcanza la madurez. Cortó la primera oreja del serial, por petición mayoritaria aunque poco justificada si nos atenemos a las deficiencias del desenlace, al boyante Peloncito, castaño aldinegro con 516 kilos, que, como todos los de la vacada de Teófilo Gómez corridos esta tarde, sólo tomó una vara --con el barreneo consiguiente de los ventajistas lanceros-- y fue creciéndose al entregarse a la muleta del inteligente diestro, dueño de terrenos y distancias.

Ochoa prodigó el toreo por la derecha, en los medios y sin enmendar entre pase y pase, pero no pudo hilvanar con la misma profundidad y limpieza los naturales: sólo uno, en redondo, justificó el empeño; luego sería desarmado y hasta sufriría una voltereta. El astado --cinqueño según la pizarra al igual que dos de sus hermanos-- pareció rajarse al final del trasteo, reservón, pero Fernando otorgó ventajas y culminó su labor bajo el entusiasmo general. Pinchazo y estocada casi entera, pulmonar, oscurecieron la labor.

Al quinto, Galán, negro listón y bragado con 540 kilos, bien puesto de pitones, flojo de remos --defecto que acusaron cuatro de los seis bureles--, lo entendió y consintió, porfiando cuando el enemigo se agotó y tirando del mismo apenas se repuso. Brindó a Joselito Huerta, su apoderado, largamente ovacionado, y resolvió la papeleta tras dos pinchazos: el morito se entregó por cansancio. Ochoa saludó desde los medios.

El español Miguel Abellán, sin orientación adecuada, cometió el clásico error de los hispanos embalados: llegó a México la víspera de su presentación y no pudo compenetrarse, por tanto, con la dúctil y distinta acometida de las reses mexicanas. Por ello, al confirmar su alternativa, únicamente exhibió su buena técnica, aunque sin profundidad. En primer término se enfrentó a Tequilero, cárdeno claro con 539 kilos, cinqueño y de irreprochable trapío, y destacó únicamente por su aseado concepto de la verónica: la pierna contraria adelante, las manos bajas y el gesto de abandono artístico. Luego vendrían los desajustes ante un enemigo sin malas ideas. Pinchazo, medio espadazo y descabello al segundo golpe.

Con el sexto, Espléndido, castaño bragado con 505 kilos, dio la impresión de aburrirse muy rápido. No entendió al toro --de descompuesta embestida, gazapón pero con movilidad-- ni al público. Serio, sin lograr conexión alguna, optó por poner el punto final: pinchazo y descabello.

Pizarro, sin carácter

Federico Pizarro, recién reaparecido de un serio percance, optó por la política y salió trasquilado. Nada le perdonaron los asistentes recelosos; ni nada le agradecieron. El segundo, Siete Mares, sardo con 515 kilos, débil de remos y tardo, tampoco colaboró gran cosa. El joven torero no tuvo el carácter para imponerse a quienes lo reventaron por su gesto ``perredista''. Pinchazo, media estocada y descabello al segundo golpe.

Ante el cuarto, Buen Amigo, castaño bragado con 525 kilos, Federico tampoco pudo acomodarse, sorprendido por la exigencia del público. El toro fue incierto y el diestro dudó, y acabó claudicando. Tres cuartos de acero y siete intentos de descabello. El bovino dobló por su cuenta.

Sobre el encierro es obligado subrayar la pobre resistencia de las reses; dos además, anovilladas, salvaron su cuestionable trapío por sus pitones. Lo de la edad queda asentado, no sin dudas. Insisto: no puede medirse la casta y bravura de los toros si éstos no acuden, cuando menos, dos veces al caballo. ¡Acabemos con los mitos!