La Jornada Semanal, 8 de noviembre de 1998



(h)ojeadas

Qué lejos queda todo

Manuel Cruz

Carlos Pereda,
Sueños de vagabundos,
Visor,
Madrid, 1998.

Por una de esas extrañas ironías de la vida estuve en Montevideo, ciudad natal de Carlos Pereda, hace pocas semanas. Algo antes, había pasado por la ciudad de México, donde Carlos lleva años residiendo, y fue allí, concretamente en su linda y acogedora casa de Coyoacán, donde me invitó a participar en esta presentación. Acepté de inmediato con todo gusto. Tanto es así que esto que ustedes ahora están leyendo, aunque escrito en el tiempo verbal adecuado a la circunstancia (o sea, en pasado), lo empecé a garabatear en su misma casa, aprovechando que él había subido a sus aposentos supuestamente a trabajar (aunque confieso que me quedó la duda de si se había ausentado a descabezar un sueño). El caso es que pensé entonces que iba a intentar encontrar en su ciudad natal -en ese particular Berlín del este sobre el que gusta de hacer bromas- alguna clave (que todavía no me atrevo a calificarla de secreta) para transitar por este su último libro.

Como las coincidencias nunca vienen solas, algo más tarde, mientras ojeaba el postrer número de Vuelta aguardando su regreso, tropecé con un artículo de Danubio Torres Fierro en el que evocaba su estancia en Barcelona y sus encuentros con Gil de Biedma. Me pareció graciosa esta otra coincidencia -un barcelonés en México leyendo los recuerdos de un mexicano en Barcelona-, y en cuanto Carlos bajó (con un sospechoso aspecto somnoliento, dicho sea de paso) se lo comenté. ResultoÊque Torres Fierro era buen amigo suyo (aunque esta última coincidencia es menos significativa puesto que Carlos Pereda es amigo de casi todo el mundo), y decidió llamarle de inmediato. Lo hizo en mi presencia, y resultó que en aquel momento Torres estaba tomando café ¡con el pintor catalán Frederic Amat! Todo esto es muy borgiano, pensé, pero -esa tarde no había forma de parar el mágico entrelazado de coincidencias- a continuación me brotó, imparable, otra pregunta: ¿acaso hay alguien en México que conozca mejor la obra de Jorge Luis Borges que Carlos Pereda?

Un servidor, claro está, en horas de oficina no cree en mágicas coincidencias ni en constelaciones astrales. Ahora, escribiendo ya tranquilamente en casa, me siento en condiciones de reconocer que incluso llegué a acariciar la hipótesis de que todo hubiera sido previa y minuciosamente preparado por Carlos para aturdirme y debilitar mi simultánea fe en la razón y en el desorden del mundo, pero he de admitir también que en aquel momento y ante un nivel tal de coincidencias -que, para más inri, amenazaba con no finalizar nunca- empecé a encontrarme un poco mal, a experimentar una especie de mal de altura, y le pedí a Carlos, algo abruptamente, que saliéramos a la calle.

El aire fresco de la tarde me trajo, junto con una cierta sensación de alivio, el incremento de mi curiosidad inicial. El destino me había enviado sus signos: fue entonces cuando me decidí. Me apetecía regresar a Montevideo y examinar la ciudad, si cabe hablar así, al trasluz de unos de sus hijos. O, tal vez mejor, leerla en paralelo al libro de Carlos. Los tópicos acerca de la capital del Uruguay son bien conocidos, que si es una ciudad triste, que si vive anclada en un pasado esplendoroso... También lo son los referidos a su gente: el montevideano es discreto, modesto, dotado de un gran sentido del ridículo, irónico hasta el límite del sarcasmo... La curiosidad no me impedía darme cuenta del problema: ``¿se podría analizar un libro utilizando el prisma de estos tópicos?

Mi pretensión no era determinista o mecanicista. Serían otros, si acaso, los reproches que podría merecer. Yo no veía a Montevideo como causa sino como figura, esto es, como una metáfora, que presumía eficaz, de todo un mundo, aquél en el que Pereda habría empezado a configurar ese específico e irrenunciable entramado de expectativas y anhelos, recuerdos y deudas, que solemos llamar identidad. Por eso si alguien me hubiera esgrimido, como argumento presuntamente refutador, el dato objetivo según el cual hace años que Carlos no viaja a Montevideo (extremo que les aseguro que ignoro por completo), hubiera respondido que eso no afectaba en lo más mínimo a mi pretensión. De ser cierto tal dato, lejos de dejarme en evidencia, vendría a constituir la mejor prueba de lo que pretendo mostrar. Yo mismo viví mi infancia en el barcelonés barrio de Gracia, en una Gracia que ya no existe, pero eso no impide que, siempre que leo a Juan Marsé, tenga la vívida sensación de que el recorrido por aquellas calles definitivamente perdidas no pertenece a la ficción por el hecho de que hayan desaparecido, sino por una razón de muy diversa naturaleza: porque se han desplazado a otro lugar, concretamente a los escenariosÊde la memoria. Memoria entendida, de acuerdo con la definición del propio Marsé, no como mera evocación o recuerdo, sino como un territorio moral.

La lectura del libro de Carlos Pereda me ha sugerido muchas, probablemente demasiadas, cosas. Me ha dado qué pensar y me ha dado qué sentir. Me ha permitido disfrutar su elegante escritura y regocijarme con el formidable espectáculo de su inteligencia y su agudeza. Pero si de entre tanta cosa como me ha estimulado tuviera que escoger alguna para no hacer de este papel mío un delirio interminable, me quedaría con la paradójica impresión de veracidad que me ha transmitido. Pereda aquí prolonga y perfecciona argumentos y temas que ya había trabajado en textos anteriores. En cierto modo le sigue preocupando lo mismo que le preocupara en Vértigos argumentales o en Razón e incertidumbre, y esa tenacidad intelectual sin duda le honra.

Pero esa veracidad la he denominado paradójica porque muy probablemente invierte el designio buscado por su autor. Que no sé muy bien cual es, me apresuro a decirlo, pero que estoy casi seguro de que no es el que dice. Así, si hubiera que poner un ejemplo que clarificara mi entreverada percepción, podría poner el del título del libro, que en la introducción el propio Carlos Pereda juzga ``excesivo''. Francamente, no lo creo. Yo lo veo más bien un punto redundante. Esto quiere decir: de casi redundantes resonancias benjaminianas. Quizá haya que ser de Montevideo para ser un fläneur como Dios manda, para no llevar el lastre de la irremediable añoranza del porteño o de la altiva suficiencia del parisino, por citar las dos primeras maneras de hacer imposible la figura que se me viene a la cabeza.

Tal vez lo que, a fin de cuentas y con tanto esfuerzo, he estado intentando decir hasta aquí es que yo me represento a Carlos Pereda deambulando, haraganeando, paseando indolente entre pensamientos y doctrinas, dejándose maravillar o simplemente sorprender por ellas, en una forma análoga a la del fläneur cuando decide perderse en la gran ciudad desconocida. Acaso eso explique la sensación como de exterioridad que a menudo transmiten sus textos. Una exterioridad parecida a la que nos transmiten las personas que, aunque se esfuercen, educadas, en mirarnos a los ojos mientras conversamos con ellas, nos hacen llegar inequívocamente la sensación de que están pensando en otra cosa, de que están mirando, a través de nosotros, más allá de nosotros. Pereda piensa más de lo que dice, pero tal vez ese silencio, esa zona de sombra en su discurso, sea la condición de posibilidad de todo su recorrido, aquello que le permite pasear libremente por donde se le antoja, decidir sin ataduras sus cambiantes trayectos.

Pero para que mi sospecha no resulte sospechosa, y nadie pueda interpretarla como una insidia, y mucho menos como una maldad, tal vez lo mejor sea redondearla y afirmar decididamente: lo más importante de los textos de Carlos Pereda es aquello que siempre permanece velado, lo que apenas nunca está dicho. Se podría llegar a pensar que por ahí circula la rara y notable sabiduría alcanzada por este hombre, la conclusión que, astutamente, nunca termina de extraer -o que, simplemente, se resiste a mostrar-. Es una conclusión de resonancias nietzscheanas, con unas gotas de angostura escéptica y un toque final de dulce melancolía. Algo parecido -sólo parecido- a esto: uno nunca debiera formularse preguntas cuya respuesta no está en condiciones de soportar.

Aunque quizá me equivoque, la conclusión no sea esa y entonces se me esté abriendo otro problema. Porque, claro, a Carlos Pereda no le puedo espetar: ``dila tú de una vez, Carlos''. Se reiría. Pero el que ríe último ríe no sé cuantas veces. Tantas, que termina por entristecerse. Acaso haya lugares a los que no haga falta regresar, porque le acompañan a uno de por vida, tutelando su olvido. La desoladora razón por la que resulta posible no quedar atrapado en la nostalgia de un lugar como la plaza Zabala, uno de los rincones más hermosos de Montevideo, es porque siempre está vacía. Preguntarle al vagabundo por el más profundo de sus sueños es la pregunta errónea, contradictoria, por excelencia. Se ríe -o llora: tanto da- y esa es su última palabra.

Manuel Cruz es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona



Poesía

En el umbral de otros ojos

Silvia Eugenia Castillero

Homero Aridjis,Ojos de otro mirar,
El Tucán de Virginia,
México, 1998.

``Las sombras (...) dan realidad a los objetos a base de ser ellas sus negativos o sus fantasmas y arrastrándose por el suelo o resbalando por el muro como dobles inconsistentes; hay en ellas algo de servil o de impenetrablemente humilde, son el trasmundo, el contrapeso y el otro paisaje del día claro...'' Así nos habla Homero Aridjis en El poeta niño (FCE, 1971). Casi tres lustros después nos ofrece, en Ojos de otro mirar (El tucán de Virginia, 1998), esas mismas sombras, ya no como un sueño o un filosofar, sino habitando el inconsistente y humilde trasmundo.

Ojos de otro mirar es una mixtura de voces provenientes del diverso ver, durante el curso de una existencia; es un recuento, una especie de caja de maravillas, profusa y polimorfa, dentro de la cual cabe todo y queda lo esencial. El texto posee carácter acumulativo, con enumeraciones, agrupamientos dispares y colecciones. Comienza con un canto a la vida-muerte, a la materia inmaterial del hombre, a través de los ojos de la ballena, para darle cabida en otros poemas a los recuerdos, venidos desde el hueco del más allá inhabitable, justo en el vértice de las penumbras. Allí da inicio el juego babélico en donde la promiscuidad de los tiempos logra un collage, desde la diosa de falda de serpientes hasta Marilyn Monroe: ``Una noche de junio,/ me encontré con Marily Monroe./ (...) Con ojos ávidos la amé, sabiendo/ que era nadie bajo la lluvia.''

En la serie ``Autorretratos'', Aridjis pinta estampas con el colorido del paisaje y la imaginería popular, a manera de escenarios donde los reflejos del pasado se desdoblan y logran unirse a un presente latente en el poema. El poeta ya no es niño, ahora los cincuenta y cuatro años regresan para habitar los espacios inaccesibles de la infancia: ``...la sombra en la pared'', ``...las estrías/ del mediodía cancelado'', ``...la cara pegada al vidrio triste''. Pero también ``Autorretratos'' es un arte poético. A los seis años aprender a leer es descifrar el mundo; a los diez, el descubrimiento de la poesía es perforarse el vientre y a la vez sentirse el centro de la hermosura. Lector del entorno, herido por la belleza y vencido por la poesía, el poeta asume su vocación: ``Con palabras compraré al tiempo,/ con palabras compraré a la muerte,/ con palabras compraré palabras,/ con palabras pintaré el día blanco.'' A los once años, el poeta lee la luz y las distancias; a los trece, le canta a la luz en el sol que se pone, a los dieciséis le hace el amor a la encina, a la calandria, a la mariposa y deja su sombra entre los pinos. Así, entre luz y sombra, el poeta posee dos herramientras: el verbo y el horror.

La estructura del libro es caleidoscópica, yuxtapone fragmentos heterogéneos, pedazos de vasijas halladas en el camino y unidas en la contigüidad de contrastes, para luego afocar una parte hasta llegar a lo otro, al límite donde sólo tiene cabida lo absoluto.

De ahí su tono de liturgia. Por su musicalidad, los poemas resuenan en el lector a manera de cánticos, letanías, sermones, admoniciones y alabanzas: ``Homenaje al aire,/ a su voz, a su huella.'' Sin embargo, este carácter trascendental de los ritos aterriza, se contamina, se vuelve profano y corrupto, dentro de un marco de estereotipos y humor que acentúa lo obvio, antisolemniza al poema y lo vuelve accesible:

Señor Alas, besa por vez primera
a una muchacha humana.

Señor Alas, coge en sus manos
los pechos de una muchacha humana.

Señor Alas, la lleva por el aire
a la tristeza azul de la cama.

Señor Alas, oye su corazón latir
cuando ama a una muchacha humana.

Señor Alas, ¿en qué silla de hotel
ha dejado olvidadas tus alas?

De la infancia al fin del milenio, del paraíso en ruinas que es la primera casa, al olvido al que nos conduce la carretera del tiempo. Pronunciando, nombrando y a pie, va el hombre hacia su final. Y ahí, tal vez, el único páramo sea la mirada que se abrace y bese con otra igual: ``La multitud avanza, avanza por la calle sucia/ dejando atrás a las sombras abrazadas.''

En Ojos de otro mirar lo poético es el único elemento capaz de recuperar las dimensiones reprimidas, los mundos relegados. El poeta llega a lo ignoto a través de la penumbra onírica, de la figuración fantástica, de ese universo donde: ``Sólo un pájaro fantasmal/ cruza el umbral del ojo.''



Testimonio

Revueltas, nuestro imaginario colectivo

Edith Negrín

Andrea Revueltas y Philippe Cheron, (Comps.)
José Revueltas y el 68,
UNAM/Editorial Era,
México, 1998.

No se puede pensar el movimiento estudiantil de 1968 sin evocar a José Revueltas, como ha sido tangible en este octubre de conmemoraciones y recuerdos. Para la generación que participó en el movimiento, en primer lugar, y luego para otras generaciones, Revueltas ha llegado a ser entrañable e imprescindible personaje tanto de nuestra historia como de nuestro imaginario colectivo.

Para comprender, por otra parte, lo que la insurrección estudiantil significó para el escritor comunista, desde el punto de vista político-social y desde el literario, resulta oportuna la relectura de sus textos sobre el tema. Bajo el título de José Revueltas y el 68, Andrea Revueltas y Philippe Cheron han compilado una selección de los textos que el autor duranguense escribió durante el movimiento y durante sus estancias en la cárcel de Lecumberri. Los textos incluidos pertenecen a las Obras Completas del autor, editadas por los mismos compiladores.

En las presentaciones de cada texto, los editores ofrecen las circunstancias escriturales de los mismos y explican su importancia testimonial o teórica. Inician el prólogo citando la respuesta del escritor a una pregunta de Ignacio Hernández acerca del movimiento estudiantil, en una entrevista realizada un año antes de la muerte de Revueltas:

Para mí, 1968 fue la explosión y el alerta revolucionarios más importantes que he visto. Cuando analicé sus posibilidades me dije, tú tienes que estar aquí de pies a cabeza. Y tienes que luchar, porque esto es el renacimiento de un México nuevo, al que hay que apoyar con toda tu alma. No dudé ni un segundo en entregarme a su causa.

José Revueltas y el 68 agrupa, por lo que hace a los escritos políticos, cartas, análisis, listas de actividades, propuestas teóricas como la autogestión, y el diario del escritor. Escudero ha comentado también el valor documental y testimonial de estos textos, agregando que ``entregan al lector la atmósfera vital de aquellos días, la crónica de aquellos sucesos y de las personas concretas en las que encarnaron''. Sin duda es cierto; el diario personal del autor, esas anotaciones de carácter fragmentario, misceláneo y relativamente desordenado, poseen asimismo un valor literario.

En ese diario, escrito a mano, Revueltas ofrece un inventario de los acontecimientos y entrevera con esta relación comentarios de sus lecturas, reflexiones, a veces esbozos de la personalidad de los participantes. Por citar un ejemplo, cuando relata la salida del ejército de la Ciudad Universitaria, donde permaneció doce días, del 22 al 30 de septiembre, el narrador conjunta los detalles de la secuela de destrucción en el campus, con una emotiva semblanza de la poetisa Alcira Sans Scaffo que se había mantenido oculta durante la ocupación.

Las notas del autor después del 2 de octubre, bajo el influjo emocional de la masacre, llevan la impronta de la mejor prosa revueltiana, signada por la angustia:

El hecho mismo de escribir es raro, asombroso. No sabe uno lo que significa, qué es esta cosa de unir palabras, en un mundo, en un vacío irrespirable donde parecen haberse roto todas ellas y no atreverse a decir lo que ha pasado, lo que designan: no es el horror sino este vacío, esta orfandad, tantos muertos como nos rodean (29 de octubre).

En prisión, Revueltas escribió la novela El apando (1969) y algunos relatos de su última colección publicada en vida, Material de los sueños (1974). La presente compilación incluye parte de este último libro: un fragmento del cuento ``Cama 11. Relato autobiográfico'', bajo el título ``La matanza de los locos'', y ``Ezequiel o la matanza de los inocentes''.

Aunque ``Cama 11...'' fue escrito tres años antes que ``Ezequiel...'', la vinculación entre ambos textos es evidente. En mi opinión, hubiera sido mejor insertar no un fragmento sino el primer relato completo, por su calidad autobiográfica que reitera el interés obsesivo de Revueltas en el tema de los inocentes sacrificados, inspirado en un pasaje bíblico. En ``Cama 11...'', el protagonista, un escritor hospitalizado, planea escribir un cuento llamado ``La matanza de los locos'', en donde habría una masacre de locos que necesitaban tener ``su propio Cristo'' y asocia el posible argumento con una insurrección indígena masacrada. El narrador hace equivaler locos, indígenas y Cristo en tanto todos son inocentes. El cuento que desea escribir podría ser el que cierra Material de los sueños, ``Ezequiel o la matanza de los inocentes''.

En este cuento un personaje llamado Ezequiel, sentado junto a una ventana, alternativamente lee en la Biblia el texto del profeta cuyo nombre lleva -el cual augura la caída de la pecadora Jerusalén-, y contempla en el exterior sucesos similares a los de su lectura, que culminan en una matanza total.

En la narrativa de Revueltas a propósito de niños o niños muertos, de homosexuales reprimidos, de comunistas ``eliminados'', de personajes que se modelan sobre el arquetipo de Cristo, el autor habla de inocentes sacrificados, éste es un mito fundador en su narrativa. En ``Ezequiel...'' el narrador lleva su inquietud por el tema a un extremo apocalíptico y, aunque para nada habla de movimiento estudiantil del 68, la fecha explícita de la escritura del cuento permite sostener la asociación de la matanza relatada con la de la Plaza de las Tres Culturas. Además en el diario del escritor, en el mismo pasaje citado, el 29 de octubre, habla de la sangre que ha corrido en Tlatelolco, sobre la piedra de los sacrificios, y poco después afirma: ``Todos somos una falsa alarma. Una falsa alarma de Dios, la matanza de los inocentes.''



Fichero

Ensayo (artes visuales)

-Julio Ruelas, una obra en el límite del hastío, Marisela Rodríguez, Círculo de Arte, México, DF, 1997, 63 pp.

Ensayo (literario)

-Borges y Escher, Un doble recorrido por el laberinto, Adriana González Mateos, col. Las horas situadas, Ed. Aldus, México, 1998, 131 pp.

-El laberinto cuentístico de Sergio Pitol, Hugo Valdés Manríquez, Consejo para la Cultura de Nuevo León/CNCA, México, DF, 1998, 214 pp.

Ensayo (musical)

-Datos para una Historia aún no escrita. Una aproximación al jazz en México, Alain Derbez, Universidad Autónoma de Nuevo León, Coordinación Nacional de Descentralización, Nuevo León, 1998, 247 pp.

Narrativa

-Aquel año en Madrid, Daniel Chavarría, Ed. Planeta, México, DF, 1998, 252 pp.

-El mercader de Tudela, Angelina Muñiz-Huberman, col. Letras Mexicanas, México, DF, 1998, 310 pp.

-Fábula de las regiones, Alejandro Rossi, col. Contrapuntos, Ed. Joaquín Mortiz, México, DF, 1998, 124 pp.

-La noche que murió River Phoenix (y otros cuentos adolescentes), Armando Ortiz, Gobierno del Estado de Veracruz, México, 1998, 109 pp.

-Las cuarentonas, Eusebio Ruvalcaba, Sansores & Aljure, México, DF, 1998, 196 pp.

-...perforaciones..., Gonzalo Vélez, Premio Joaquín Mortiz para Primera Novela 1998, Ed. Joaquín Mortiz, México, DF, 1998, 300 pp.

-Ratas en el armario, Sergio Soto, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1997, 113 pp.

-Rumbo al sur, deseando el norte, Ariel Dorfman, col. Autores Latinoamericanos, Ed. Planeta, México, 1998, 384 pp.

-Tu propia sombra, David Martín del Campo, col. Narradores Contemporáneos, Ed. Planeta, México, DF, 1998, 168 pp.

Poesía

-Aguamala y Otros Poemas, Gloria Gómez Guzmán, col. Los Cincuenta, Universidad Autónoma de Nuevo León, Coordinación Nacional de Descentralización, 1998, 113 pp.

-Bajo la luna de aholiba, Estrella del Valle, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, DF, 1998, 101 pp.

-Claridad, José Agustín Goytisolo, prólogo de Emilio Alarcos Llorach, Ed. Lumen, Barcelona, España, 1998, 70 pp.

-Con esta boca, en este mundo, Olga Orozco, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Tercera edición, 1998, 93 pp.

-Llama Lacerada, Juan Emigdio Pérez, Secretaría de Educación, Cultura y Deporte, Durango, Dgo. 1998, 68 pp.

-Nupcias y Urnas (Noces et Urnes), Catorce Poetas de Bélgica (edición bilingüe), Selección y traducción de Eduardo Mitre, Ediciones El Tucán de Virginia/CNCA, México, DF, 1998, 210 pp.

-Puentes bajo el asfalto, Cristina Gómez, col. Minimalia, Ediciones del Ermitaño, México, DF, 1998, 91 pp.

-Sor Juana & Vieira, Trescientos años después, Edición de: K. Josu Bijuesca y Pablo A. J. Brescia, corresponsable de edición: Alejandro Rivas, Añejo de la revista -Tinta, University of California, Santa Barbara, 1998, 193 pp.

CG-T