La Jornada Semanal, 8 de noviembre de 1998



Abilio Estévez

cuento

¡Oh, vida!

Los buenos relatos son siempre, como decían los viejos críticos, ``cuadros de costumbres''. En el que ahora publicamos, adelanto del libro que aparecerá en Tusquets, Abilio Estévez nos habla de las buenas y mejores costumbres de una Habana que existió, existe y existirá mientras el ``Bárbaro del Ritmo'', ``Plácido el Bodeguero'', ``Benny Moré'', ``Roberto el Bello'' y ``Moira'' recorran las calles y formen la tensión espiritual de La Habana de siempre.

Qué delicia la mañana en que Merengue va de puerta en puerta con sonrisa de gozo que no tiene modo de disimular, y repite, como si cantara, Caballero, llegó el Bárbaro del Ritmo. Siempre se trata de una mañana de mucho sol y sin embargo fresca, en nada semejante a la canícula permanante de esta Isla atroz. Y domingo, seguro, de esos domingos en los que desde que uno despierta sabe que algo bueno está por suceder. Salimos a la galería. Nerviosos, sobresaltados, repitiendo Caballero, llegó el Bárbaro del Ritmo. Noticia que de inmediato confirman las campanadas de la gran verja, el perfume de Cotillón de la mulata más bella de La Habana, entenada de Plácido el Bodeguero, esposa del Benny, ¡Dios mío!, Iraida, hija de negra con blanco, espléndida, mujer, qué linda tú eres. Acudimos a besarla, tocarla, y ella sonriendo dulcísima, como si hubiera nacido para escuchar elogios, repartiendo chambelonas de fresa, secándose el ningún sudor de la frente, con un pañuelito de hilo más perfumado que ella. En alguna cocina comienza a colarse el café. Mujer, cuéntanos, me dijeron que lo acompañaste a México, un éxito, por supuesto, ese marido tuyo. Aparecen sillones. Iraida se sienta junto a un Apolo de barro. Nada dice. Sonríe: es suficiente.

Corremos a la Casa del Silencio, que es como se llama la bodega de Plácido. El gallego Plácido tiene trescientas libras de peso y es altísimo, se mueve torpe como un oso; viste siempre camiseta de mangas y botones de oro, y lleva cadena también de oro con medalla de la Caridad del Cobre y collar de Orula de cuentas verdes y amarillas. Ahora comienza a abrir sillas de tijera porque alguien vino corriendo y dijo Por ahí viene el Bárbaro del Ritmo. La calle se convierte en un hervidero, desde la Estación hasta el Instituto. Las vecinas abandonan las casas, salen secándose las manos en los delantales, corren tras el Cádillac azul, último modelo, Benny Moré, Benny Moré, qué banda tiene usted. A él aún no se le ve, pero la bocina de la máquina y el sombrero alón resultan más que suficientes. Se repleta la Casa del Silencio y de silencio no queda ni el nombre, Benny, carajo, Benny, gritan. El parquea suave, de lo más bien, el enorme Cádillac. Echa para atrás el sombrero y ríe. Todos acuden a darle la mano, palmadas en la espalda, y lo que quieren en realidad es tocarlo para contar después que tenía un calor especial el cuerpo del mejor cantante del mundo. ƒl sale de la máquina sin dejar de reír y exclama con la misma voz con que entona uno de los boleros mágicos Qué dice mi gente. Plácido el Bodeguero tiene que venir en su ayuda, apartar a los curiosos, vamos, vamos, déjenlo pasar, coño, que el hombre tiene la garganta seca. El Benny se abre paso como puede por entre la multitud. Lleva excelentes botas de vaquero con estrellitas en blanco, overall de mezclilla pespuntado en naranja, camisa de lana con cuadros rojos, verdes y negros. Está delgado y ojeroso aunque igual de alegre, con esa risa que vale como cualquiera de sus canciones. Qué dice mi gente. Y cuando llega a la Casa del Silencio, se sienta de un salto en el mostrador del bar de la bodega y pide lo de siempre, un buen doble de Bacardí. Leandro, hijo de Plácido, hermanastro de Iraida, es decir, mediocuñado del cantante, hace lo que nunca quiere: prepara él mismo el trago y sirve aceitunas aliñadas y maní en pozuelitos y una bandeja de mejillones. Roberto El Bello, que ha dejado la carnicería, pone ¡Oh, vida! en la vitrola y el Benny queda serio, mirando al carnicero, oyendo su propia voz y hace gesto condescendiente como quien dice no está mal, ¿verdad? Y la gente lo aplaude. Roberto El Bello aprieta el puño y levanta el pulgar. Benny bebe de un trago rápido el Bacardí strike y pide otro. Leandro acude solícito. ¿Alguien quier echar un cubilete? Y aunque muchas manos se levantan, son sólo tres los audaces que se acercan y sacan los billetes. Plácido el Bodeguero ya viene con el cubilete de marfil. Comienza el juego. En la vitrola se sigue escuchando la voz única que pasa de la canción al guaguancó con idéntica felicidad.

El gana al cubilete. Casi siempre se va de ases con tiro rapidísimo que deja a los otros con la boca abierta. Quizá sea la única vez que no hay bronca en la Casa del Silencio porque alguien venga a ganar con tanta desfachatez. Los mismos que pierden están felices, ganando el Benny... Y el negro bebe el doble de Bacardí, se va de ases y ríe como si fuera lo justo, como si todo aquello le perteneciera por ley secreta.

Llega Quintín, el viejo bardo, con más de cien años, vestido en traje de campaña y sombrero mambí -fue corneta del general Serafín Sánchez, dicen-; declama décimas en honor al cantante, que lo escucha interesado, a lo mejor conmovido, y luego va y abraza al viejo y exclama viva Cuba libre, y los demás gritan, levantan los brazos. Llega Priscila con el hijo inválido, bellísimo el hijo inválido, ángel adolescente en la silla de ruedas que mira al cantante con ojos esperanzados. El se acuclilla ante el enfermo, toca los pies muertos y habla con él, tan bajo que nadie escucha. Llega Nieves La Negra, cincuentona, casi enana, tratando de contener la gordura en entallado vestido de lamé dorado, las pasas estiradas y trabajosamente peinadas a lo Doris Day, orejas y cuello adornados con mentirosos brillantes de destellos rojizos, zapatos de raso con tacones altísimos; viene acompañada del Mariachi Salutaris, de guitarra y sombrero mexicano, tocando una ranchera para que ella cante con voz potente que recuerda demasiado a Lola Beltrán. Llegan los niños de quinto grado de la escuela pública Flor Martiana, impecables en los uniformes de negro y blanco, con ramos de rosas para el cantante; una niña se adelanta y dice inmóvil, sin pestañear, una poesía de Bonifacio Byrne. Y llegan Vilma la Parricida, Joseíto el Barbero, el Padre Arango regando humo de incienso, Cusita la Mujerhombre en su motoneta estruendosa. Y siguen llegando y llegando hasta que llega Moira. Entonces se hace un silencio impresionante en la Casa del Silencio.

De azul y blanco, con vestido que da gusto de limpio y almidonado, el paño a la cabeza, las argollas de plata en las orejas. Llega y sólo debe pararse en medio del gentío, los brazos en jarra, mirándolo a él, con ojos que no terminan en ellos mismos, que siguen hacia dentro, bien adentro, como si tantas cosas oscuras y misteriosas estuvieran allí o como si ella fuera capaz de conocerlo todo, como si ya lo conociera. La acompaña una niña igualmente vestida de azul y blanco, idéntico paño a la cabeza, idénticas argollas. Moira lo mira a él sin decir palabra; él también la mira sin decir palabra, algo pálido. Quienes los rodean no miran a Moira ni a él ni al techo ni al piso lleno de papeles y restos de pan, no miran a ningún lado y se diría que algo musitan aunque nada perturbe el silencio. La negra sopla un polvo blanco. Va donde él y le hace en la frente la señal de la cruz. La niña le alcanza una tinajita que Moira lanza al piso con fuerza. La tinajita se rompe con sonido apagado y el agua que contenía salpica a los presentes. El le alcanza el vaso de ron. Moira bebe de un trago rápido. ¿No vas a decir nada?, pregunta él casi suplicante. Ella permanece unos segundos con solemnidad que impresiona, ¿para qué?, ya tú no oyes, ya tú no eres de este mundo.

Bebe algunos tragos más como si en la Casa del Silencio no hubiera nadie. En la vitrola se ha dejado de escuchar Santa Isabel de las Lajas, querida. Baja del mostrador, comienzan los abrazos. La gente se va apartando para dejarlo pasar. La calle se ve ahora muy llena, una multitud, las amas de casa siguen ahí, los maridos en camiseta, sin zapatos, apagados los cigarros y los brazos colgando inútiles como ramas secas, y los niños, con aros y ruedas de camión, sin jugar. No parece que estuviera así de gente la calle porque nadie pronuncia palabra. El avanza con calma, nadie lo sigue. Toca las cabezas de niños, mujeres y hombres. A veces levanta por la barbilla la cara de cualquier doncella y sonríe con tanta dicha que la muchacha rompe a llorar. Y canta, La realidad es nacer y morir, a qué llenarnos de tanta ansiedad... Y todos van cayendo de rodillas, y algunas viejas hacen la señal de la cruz, y él, solo en el centro mismo de la calle, los brazos levantados, cantando, y el domingo se pone oscuro, parece que se va a acabar el mundo lloviendo, y nadie se atreve a mirarlo, que lo están escuchando y es suficiente. Un niño audaz, atrevido, no es capaz de resistir y corre hacia él pero no puede acercarse, algo lo detiene a unos metros, cabizbajo, derrotado. Todo no es más que un eterno sufrir, la vida es un sueño... Y hace gesto de adiós al que nadie responde porque nadie lo mira. Se sabe que echa a andar el enorme Cádillac; no se puede precisar en qué instante desaparece.

Mira, vacío, el sillón junto al Apolo de barro. ¡Se fue Iraida! Y lo peor: ¡se fue el Bárbaro del Ritmo! El patio, la calle, la Isla entera está en silencio aunque ya no haya nubes y el domingo vuelva a parecer luminoso. Las casas están cerradas a cal y canto. Si no fuera por el sillón y por la persistencia del perfume, nadie sería capaz de afirmar que esta mañana vino Iraida a hacernos la visita. Sólo la vieja Moira puede decir algo, sentada en un quicio, cuánta tristeza en sus ojos ya limpios de cosas oscuras y misteriosas. Qué terrible, exclama, qué terrible destino quedarnos siempre sin Dios.