Adoña Mary, la del barrio de Santa Cecilia en Guadalajara, le gustaba decir muchos dichos: ``No anden cuidando los centavitos cuando malgastan los pesos''; gustaba también de hacer citas del Evangelio: ``No vean la basurita del ojo ajeno y no reparen en la viga del propio''. Y, asimismo, recordar refranes de películas, como aquella de Pedro Infante en la que se decía: ``Lo que al rico se le festeja, al pobre se le critica; por qué no nos emparejan, a ver así quién se fija''. Sólo en el marco de esta filosofía popular y evangélica podremos entender el obsesivo ánimo gubernamental de terminar con los subsidios, aunque a veces pareciera ser que nuestros técnicos malthusianos desearan terminar (exterminar) a los pobres.
Y no es que deje de haber múltiples razones para abrir una discusión sobre la legitimidad, el origen, el monto, el destino y los mecanismos de asignación de los subsidios, sea que se les llame así, sea que, eufemísticamente, se les denomine mecanismos de rescate, como el bancario, por ejemplo, que también, y por quinta ocasión, como ha demostrado fehacientemente Alejandro Nadal, se orientan a subsidiar a los banqueros de este casino mexicano. Ciertamente hay sectores beneficiados por los subsidios que, efectivamente, no lo requieren, y que lo reciben por las dificultades técnicas (en muchas ocasiones sociales y políticas), que comporta todo proceso de discriminación.
No es fácil -hay que repetirlo- la determinación de un subsidio, de su monto, sus destinatarios y de los mecanismos más eficaces y eficientes para hacerlo llegar a ellos. Menos aún terminar con subsidios de mucha tradición como el de la tortilla, de la leche, de la electricidad residencial y agrícola, del Metro, por ejemplo. Se subsidia la tortilla y la harina de maíz (poco menos de mil millones de dólares de enero a junio de este año, según se señala en el informe del segundo trimestre sobre la situación económica, las finanzas y la deuda pública de la Secretaría de Hacienda), y, efectivamente, muchos consumidores de maíz y de tortillas podrían pagar el costo de producción e, incluso, el precio de mercado.
Asimismo, se subsidian los primeros 150 kilovatios-hora de consumo mensual de electricidad de todos los hogares del país (también casi mil millones de dólares en el mismo periodo) y, sin duda, muchos de ellos -que, por cierto, consumen mucho más de esa cantidad al mes- podrían pagar al costo.
También, para sólo dar un tercer ejemplo, se subsidia el Sistema de Transporte Colectivo en el Distrito Federal y, también sin duda, muchos de los usuarios del Metro podrían pagar al menos el costo del servicio. Pero en todos estos casos es preciso un delicado procedimiento técnico y económico, y una sólida explicación social para discriminar, sin simplificaciones absurdas, a los que necesitan de los que no necesitan el subsidio.
Sin embargo, los arrasadores altos funcionarios de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público parecen querer tirar al niño con el agua, cuidar los centavos para gastar los pesos y quitar la paja del ojo ajeno para dejar una viga que soporte, sobre todas las cosas, el gasto requerido por un rescate bancario en el que -como lo sugería la propuesta inicial del Fobaproa- prácticamente se apoyara indiscriminadamente a prestatarios y prestamistas, a víctimas y victimarios.
Pero, además, en virtud de que nuestros funcionarios de marras perdieron ya el poco respaldo social que tenían (si alguna vez lo tuvieron), han incrementado rápidamente su impopularidad y, sobre todo y de forma por demás acelerada, su distanciamiento con las necesidades reales de la población, incluso de esos pobres en extremo que dicen apoyar con tarjetas pobremático. Por ello, han sido incapaces de proponer, con la legitimidad y coherencia necesarias, una reforma fiscal de fondo y un esquema crecientemente legitimado del balance de ingresos y egresos públicos; de dónde deben provenir los recursos y a dónde deben ir.
Las únicas alternativas, simplistas e injustas por lo demás, las concentran en los ingresos petroleros y en la reducción y eliminación de los subsidios. Su alternativa esquemática para conservar un equilibrio fiscal severamente amenazado por un descenso terrible de los precios del petróleo y una recuperación sumamente lenta de ésos, ha sido la de esforzarse en cuidar al máximo esos centavitos de los subsidios mostrando, sin embargo, amplia e intensa liberalidad para gastar los pesos en esa forma criminal que proponen para el rescate bancario.
En el primer semestre de este año, el gobierno federal destinó poco más de 13 mil millones de dólares a lo que técnicamente se denomina ayudas, subsidios y transferencias; 90 por ciento correspondió a estas últimas, entre las que se incluyen, por ejemplo, casi 2 mil millones de dólares para el IMSS, 300 millones para la UNAM. Lo destinado a los estrictamente denominados subsidios alcanzó un monto de poco más de mil 200 millones; el apoyo al Fobaproa -también del primer semestre del año- superó ese monto y casi alcanzó 2 mil millones de dólares.
Estos números y otros se pueden agregar, se pueden distribuir, se pueden sumar, se pueden restar, se pueden relacionar con subtotales y totales. Al final de cuentas, la conclusión es la misma: hay una profunda injusticia social en el manejo de las finanzas públicas. Y con el camino que se sigue, se agudizará. Hay que decirlo una vez más: es urgente y necesaria una reforma fiscal de fondo que permita en el mediano plazo, imposible antes, no usar el petróleo como soporte para el paraíso fiscal que se tiene en México, en virtud de que los impuestos no superan 10 a 11 por ciento del PIB. Urge, entonces, un replan-teamiento técnico, económico, social y político del origen y el destino de los recursos públicos.
Y en ese marco, y luego de una amplia discusión social del origen y el destino de los subsidios, llámense como se llamen. Y en este contexto, y no por menos que se involucren montos aparentemente menores, es muy importante reforzar lo que se ha dado en llamar austeridad republicana: no más gastos de representación ni partidas secretas a funcionarios gubernamentales; no más sobresueldos a militares en Chiapas; no más subsidios o campañas publicitarias parciales; no más utilización de recursos públicos con fines privados. Efectivamente, vivimos ya otros tiempos; tiempos que requieren el máximo de pudor, de vergüenza y de honestidad en el ejercicio de la función pública. Estas virtudes no lo resuelven todo, pero permiten mucho.