Hoy tenemos sociedades injustas, ``pero además con sistemas de educación obsoletos, que están mirando hacia utopías del pasado que esos sistemas nunca pudieron ayudar a construir, y que perecieron con el peso del autoritarismo, porque la educación implantada tampoco pudo generar la democracia''
Recientemente se celebró en Antigua Guatemala el foro América Latina-Europa para un desarrollo social sostenible en el siglo XXI, con los auspicios de la Comisión Europea, la Agencia de Cooperación Española y la Comisión Sudamericana Paz, Seguridad y Democracia. Me tocó presidir la mesa intitulada La educación, puerta de acceso a la sociedad del conocimiento, en la que Ernesto Ottone, secretario de la CEPAL, presentó la estupenda exposición ¿Qué educación para la América Latina en el siglo XXI?. He aquí algunas de mis reflexiones.
El fin de siglo abre no pocas interrogantes de cara a nuestro destino del próximo milenio, pero la más intrigante de todas, y el más crucial, se refiere -sin duda- a la educación. Cuánto vamos a saber y cómo vamos a aplicar el conocimiento en un mundo que, como nunca, tiende a dividirse no sólo entre los que tienen y los que no tienen, sino -sobre todo- entre los que saben y los que no saben.
La globalización no es sólo un fenómeno de integración de mercados, también de conocimiento y de uso privilegiado de éste para definir estratos de poder. Y también, como nunca, el mercado es capaz de convertir a la inteligencia en una mercancía: el principio "cuanto sabes, vales" se aplica a los individuos, pero sobre todo a los países, pues no se trata de que los científicos puros y los genios olvidados estén pasando ahora a ser los millonarios del futuro, de manera automática, sino que el conocimiento aplicado a los grandes sistemas del saber, que producen dividendos universales, será -de forma cada vez más incidente- la clave del dominio mismo de los mercados y de su desarrollo.
Las revoluciones del saber han cambiado siempre a la humanidad. Quienes han adelantado el conocimiento y han abierto nuevas puertas para aplicarlo han entrado en la lista privilegiada de los genios descubridores, pero no en la de los megamillonarios. Ahora ha dejado de ser así. Esa es la diferencia entre Gutenberg y Bill Gates.
Cito el ejemplo de Gates, a la cabeza de los megamillonarios en la lista de la revista Forbes, porque nos demuestra que la riqueza depende ahora de la aplicación del saber como mercancía, más que del dominio del tráfico de las materias primas, algo que nos atañe, la cual dependerá -cada vez menos- de la producción local de esas materias primas, divisas del tercer mundo en todos los conceptos. Si habrá guerras será por el dominio de los sistemas de sofware y de los satélites, y no del caucho, del banano o del cobre. Aun en ese sentido, corremos el riesgo de pasar a ser paisajes políticos olvidados.
Si no nos preparamos para aprender en términos individuales y sociales; si no nos aplicamos a organizar sociedades de conocimiento, donde la aventura de pensar vaya a la par con la de imaginar, ser críticos y participar los abismos de la pobreza y del atraso, seguirán ensanchándose ante nuestros propios pies. El abismo está allí. Y nosotros estamos lejos de haber empezado a creer que la educación, así vista, con poder transformador, es la pieza esencial del desarrollo. En verla como clave de lo que Carlos Fuentes ha llamado el progreso incluyente.
Alguien repetirá, como desde hace tiempo, que es utópico pensar que la educación, por sí misma, vaya a ser capaz de crear el desarrollo económico, si nuestras sociedades siguen siendo como hasta hoy, tan injustas y discriminatorias. Es obvio que es necesario crear sociedades justas, de manera integral, pero también la pregunta sobre el huevo y la gallina es demasiado vieja, y nos ha tomado demasiado tiempo perdido.
Y lo que tenemos hoy son sociedades injustas, pero además con sistemas de educación obsoletos, que están mirando hacia utopías del pasado que esos sistemas nunca pudieron ayudar a construir y que perecieron con el peso del autoritarismo, porque la educación implantada tampoco pudo generar la democracia; son sistemas que se quedaron para seguir intentando crear los esplendores del desarrollo del siglo XIX.
Hoy, las oportunidades de educación se desperdician sin eficacia, y los pocos recursos disponibles se aplican mal: sólo en alumnos que recursan -la tercera parte de la matrícula- América Latina pierde cada año 4 mil millones de dólares, según las cifras expuestas por Ottone. Y el panorama sigue siendo aterrador: sólo la mitad de los estudiantes que empiezan la primaria, la terminan. Y de los 9 millones de niños que en el continente ingresan al primer grado, 4 millones ya no pasan al segundo. El pasado nos sigue mirando con ojos de derrota.
Llegar a ser sujetos activos de la revolución del conocimiento que apenas comienza a operarse en el mundo, implica primero que nada ponernos al día. Nuestro desafío no es hoy de manera inmediata la posmodernidad, sino alcanzar la modernidad misma, que sigue siendo el escalón roto, el camino perdido hacia nuestra utopía lejana. Y la educación establecida, con sus vicios, sus carencias y sus ambiciones frustradas, no ha podido siquiera hacernos modernos.
De modo que, para empezar, la nueva educación que cree la base de nuestros intentos hacia el futuro, debe tomar en cuenta la equidad (que todos tengan la oportunidad de participar), la competitividad (una educación moderna en sí misma y capaz de volver moderna a la sociedad) y la ciudadanía (crear ciudadanos para una sociedad democrática de gestión, e información), tal como lo define la Unesco.
Faltará ver si los latinoamericanos nos embarcamos hacia la modernidad, que es hoy nuestro desafío, ``como galeotes o como viajeros con bagajes, proyectos y memoria'', como señala Alain Touraine. O galeotes o pasajeros de la historia.
La respuesta, si no es nuestra, no lo será nunca.