MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El señor de las moscas
Si uno pasa junto a Esteban Altamirano es difícil que se lleve un recuerdo de él. Si algún otro intenta rememorarlo fracasa porque no halla ningún rasgo capaz de reconstruir una fisonomía que no atrae ni desentona. Esteban tiene conciencia de ser un individuo gris y lo celebra, porque eso le permite pasar inadvertido.
Ninguno de los amigos de Esteban puede considerarse su íntimo. Sin embargo, todos tienen de él una impresión favorable. Le reconocen su capacidad de evaporarse cuando intuye que está de más y de hacerse presente en el momento en que alguien necesita de su ayuda. Altamirano sabe que lo aprecian aunque siempre esté al margen de las celebraciones de sus compañeros. En la última hora de la jornada, cuando las máquinas y el calor vuelven agobiantes las instalaciones de la enlatadora, Esteban acepta convertirse en blanco de bromas que aligeran el tedio y la fatiga.
Resulta difícil creer que ese Altamirano tolerante sea el mismo que enloquece apenas oye el zumbido de una mosca. El hecho es inusual. En la fábrica hay dispositivos para mantener los más altos niveles de higiene. Por eso cuando los insectos sobrevuelan, Esteban se siente otra vez burlado y vencido. La rabia lo convierte en un zahorí de las moscas y en su persecutor implacable.
Se altera su fisonomía. Los ojos adquieren un brillo morboso, la nariz se afila, la mandíbula se aprieta con el rictus del cazador. Todo esto da pie a nuevas bromas. A los compañeros de Esteban les resulta gracioso que un hombre de actitudes tan mesuradas convierta el mandil y la gorra en armas arrojadizas o aplastantes. En medio de la hilaridad que provoca su comportamiento, no falta quien le murmure una advertencia: ``Hey, Altamirano, si llega el inspector te va a fundir''.
Esteban no escucha esas palabras, porque toda su capacidad auditiva está enfocada hacia el zumbido molesto y provocador que le parece un desafío ante el que no puede retroceder. Estavez no, se dice, mientras da manotazos en el aire. En pocas ocasiones logra que su enemiga perezca; por lo general la mosca huye rezumbante.
La derrota sume a Esteban en un sopor del que no logran sacarlo las provocaciones de sus compañeros. Para vengarse de esa indiferencia, hoy tramaron una broma fatal: improvisaron un coro de zumbidos que trastornó a Altamirano al punto de que se hizo urgente llamar a dos elementos de seguridad. Lo llevaron ante la titular de relaciones humanas, la licenciada Gloria Vallejo.
Tras su afán por saber qué originó la sorpresiva transformación de Esteban se oculta otro propósito: cerciorarse de que el hombre pueda seguir siendo un elemento productivo para la empresa. De lo contrario se lo dirá al jefe de personal, a fin de que tome cartas en el asunto.
Han pasado quince minutos desde que Altamirano entró en la oficina y aún no logra concentrarse lo suficiente para responder a la pregunta que formula otra vez la licenciada Vallejo: ``¿Qué sucedió? ¿Por qué se alteró tanto?'' Esteban es un hombre gentil, le gustaría decirle la simple verdad: ``No tolero las moscas''. Pero no puede hablar: se lo impiden las paredes blancas. Desde que entró en el privado las asoció con el cuarto de hospital donde murió su madre.
Gloria sabe que muchos trabajadores carecen de vocabulario para expresar sus emociones. De allí que empiece sus entrevistas con frases que funcionan como anzuelos. El mecanismo siempre le resulta eficaz y confía en que así ocurrirá con Altamirano.
``Cuénteme, ¿qué tal se lleva con sus compañeros?'' Esteban responde con un gesto de impaciencia. La licenciada Vallejo cree haber dado en el blanco y continúa su interrogatorio: ``La convivencia no es fácil, y menos después de cierto tiempo. Eso nos provoca una irritación que a veces no podemos controlar. ¿Está de acuerdo?''
Altamirano levanta la mano derecha y con ella repite un movimiento descendente mientras murmura algo que la licenciada Vallejo no logra entender: ``Perdón, no le oí''. Sonriente, Esteban se explica en el mismo tono de voz: ``Que si podría hablar más bajito''. Desconcertada, Gloria se lleva la mano al cuello y enlaza los dedos en la cadenita que lo adorna: ``¿Le grité?''
En el acento de la pregunta Esteban advierte la inquietud de la licenciada Vallejo. Le gustaría desvanecerla pero no puede hacerlo, no allí, no en esa oficina de paredes lustrosas en donde -él lo sabe muy bien- tarde o temprano se posará una mosca. Piensa que la triturará apenas la descubra, y sin darse cuenta golpea contra su mano derecha la gorra blanca, parte de su equipo de trabajo.
Gloria está habituada a la hostilidad de los trabajadores, sobre todo cuando llegan por vez primera a su oficina. No recuerda haber visto antes a Esteban y considera otro camino para abatir su hermetismo. ``¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?'' ``Nueve años''. ``¿Le gusta su trabajo?'' Una gran sonrisa acompaña la respuesta: ``Bastante''.
El gesto le devuelve seguridad a la licenciada Vallejo. Abre el expediente que tiene el alcalde de la mano y tras una rápida lectura pregunta: ``Veo que antes se dedicaba al comercio. ¿Por qué abandonó esa actividad?'' Esteban levanta los hombros, resignado a que su contestación no sea entendida: ``Porque es muy sucia: hay demasiadas moscas por todas partes''.
Gloria arquea las cejas y entreabre los labios de la manera en que Altamirano supuso que lo haría. Vuelve a reír y se dispone a terminar su explicación cuando suena al teléfono. La licenciada descuelga el receptor. Esteban se levanta dispuesto a salir de la oficina pero Gloria se lo impide con un gesto. Altamirano toma otra vez asiento y se queda con la cabeza inclinada mientras escucha las respuestas de Gloria: ``Te lo dejé sobre el trinchador. Búscalo bien. No puedo esperarte. Estoy en una entrevista. Mejor háblame después. Perfecto. Un beso''.
Sin que Esteban se lo pida, la licenciada Vallejo le explica: ``Era mi madre. Le dejé el recibo del teléfono y ya no lo encuentra. Disculpe''. Altamirano siente una repentina simpatía por Gloria: ``No se preocupe. También mi madre me llamaba para cosas así... ``¿Llamaba?'', subraya la licenciada, para no referirse a la muerte, pero Altamirano lo hace: ``Va para diez años que falleció''. ``Lo siento''.
Esteban levanta la cabeza y mira el techo: ``Ya sufría demasiado''. ``Debe resultar muy duro no poder evitarlo''. Altamirano no escucha las palabras. En su cabeza vuelve a oír el zumbido de la mosca que revoloteaba sobre la cama donde su madre dormía la tarde en que murió. Sentado en una silla, Esteban cuidaba el descanso de la enferma. De pronto escuchó el zumbido de una mosca, a la que intentó alejar de un manotazo. El movimiento, lejos de asustarla, avivó la energía del insecto, que sobrevoló el lecho y luego se posó en los pliegues de la sábana blanca, como si supiera que allí estaba a salvo.
Inmóvil, Esteban continuó vigilante, decidido a perseguir a la mosca apenas remprendiera el vuelo. Así lo hizo, pero su urgencia de cazador lo volvió incauto y al levantarse tiró la silla. El golpe despertó a su madre. Ella pronunció su nombre. ``Aquí estoy'', respondió Altamirano, mientras iba tras el insecto que en un rápido giro voló al techo. Allí se quedó quieta. Esteban retornó al lado de su madre: ``¿Me llamaste?'' La mujer no respondió. Había muerto mientras su hijo perseguía una mosca. Antes de gritar, Altamirano volvió a oír el asqueroso zumbido.