El gran palacio del país es sin duda el Palacio Nacional, que preside, imponente, la Plaza de la Constitución. El recinto tiene rica historia que data del apogeo de la ciudad mexica, pues se ubicó en ese sitio el palacio del emperador Moctezuma. Ya hemos dicho que Hernán Cortés se lo adjudicó tras la Conquista y que en 1562 la Corona lo adquirió del hijo para que fuese sede del gobierno virreinal.
El precio de la compra fue de 33 mil pesos pagados por las cajas reales y en la escritura se menciona que se adquieren ``las casas que don Martín Cortés tiene en la Ciudad de México, con los suelos y solares que están pegados a ellas, e con la piedra y la madera que está en las dichas casas, e todo lo demás que a ellas pertenece, con más el derecho caución que por causa de las dichas casas se puede o debe tener a la plaza, que está delante de ellas''.
De inmediato lo reedificaron los arquitectos Rodrigo de Pontocillos y Juan Rodríguez; esa fue la primera de múltiples intervenciones que ha tenido el simbólico edificio. Entre las principales, se puede mencionar la que se llevó a cabo tras el motín de 1692, cuando el pueblo, enardecido por una severa escasez de granos, lo saqueó e incendió al igual que su vecina, la sede del Ayuntamiento.
Aquí cabe recordar a don Carlos Sigüenza y Góngora, quien repartiendo promesas logró la colaboración de un grupo de hombres para poner a salvo los libros de Cabildo, algunas pinturas y otros objetos de valor. Esta destrucción del palacio tuvo su ventaja, ya que llevó a que se reconstruyera en un estilo más amable, quitándole el aspecto de fortaleza que le daban la artillería colocada en las torres de los ángulos y las troneras para fusilería.
Otra transformación significativa fue la realizada entre 1926 y 1929, cuando se le agregó el tercer piso a propuesta del ingeniero Alberto J. Pani, a la sazón secretario de Hacienda, y bajo la dirección de los arquitectos Augusto Petriccioli y Jorge Enciso. Entonces también se le cubrió de tezontle, al igual que al resto de los edificios de la plaza, con el fin de darles un carácter neocolonial. Afortunadamente, la Catedral se salvó de este arreglo.
La vasta fachada muestra tres accesos con sus respectivas garitas y sobre el acceso central descansa el balcón principal, con el nicho que contiene la campana de la Independencia, que cada año tañe el Presidente al dar el grito recordatorio del inicio del movimiento independentista.
El interior es muy hermoso, más allá de su majestuosa arquitectura, por los espléndidos murales que pintó Diego Rivera en dos periodos, el primero entre 1929 y 1935 y el segundo de 1941 a 1952. Allí se encuentra asimismo la réplica de la Cámara de Diputados que se incendió en 1872 y ya hemos hablado del Recinto a Juárez, que muestra sus habitaciones privadas.
Es interesante recordar que allí vivieron los virreyes a partir de 1592, así como los titulares de tres imperios efímeros: Agustín de Iturbide, Antonio López de Santa Anna y Maximiliano de Hasburgo. Fue también casa del primer presidente de México, Guadalupe Victoria, siendo el último en habitarlo Manuel González, quien gobernó de 1880 a 1884. De triste memoria es la época en que estuvo ocupado por las tropas norteamericanas.
Esto es una información mínima de lo mucho que hay que contar de nuestro Palacio Nacional, pero tiene como intención que lo visitemos y revaloremos el rico pasado que encierra y que nos hace parte de lo que somos. Para reflexionar sobre ello, un buen sitio puede ser el restaurante Mercaderes, en 5 de Mayo 57, bonito, elegante, con buen servicio y buena comida, en un edificio delicioso cargado por atlantes de piedra y con el regalo adicional en el interior, de bellos arcos del siglo XVII, pertenecientes a la antigua Alcaicería.