Néstor de Buen
Los jornaleros

Es rara la mañana que no empiezo con un pequeño viaje a la portería del edificio para encontrarme con La Jornada y El País. El orden de lectura es, ciertamente, el mismo y muchas veces, dependiendo de la chamba inmediata, siempre tempranera, me conformo con hojear nuestro periódico en el desayuno y dejo para despuesito (también recibo La Jornada en el despacho) una lectura de fondo.

El País suelo repasarlo por la noche, por regla general ya empijamado y con la intención de que me ayude a encontrar el sueño.

Pero La Jornada tiene una lectura especial. Obviamente la primera plana llama mi atención inmediata con su natural agregado de incomodidad por las noticias, casi nunca tranquilizantes. Después giro en redondo en busca de Rayuela, a veces no tan sencilla de entender si no la complementa uno con la noticia que lo justifica. ¡Qué grato ejercicio de hacer en cuatro líneas todo un editorial! Nada fácil.

Enseguida es el encuentro con las hazañas de Pedro Valtierra (¡felicidades Pedro! Un gran abrazo) y su equipo, y con los genios de la risa. En primer lugar, el insustituible Magú, y pasando por el arte escénico de Helguera, la mala leche institucional de El Fisgón, y los dibujos esquemáticos de Rocha, aterrizo en la serie genial de Trino.

Y allí alimento mi espíritu con una sonora carcajada que igual provoca la serie actual de los asaltos, que las anteriores que ya no me acuerdo de qué trataban.

¡Buen alimento el reir temprano!

Se preguntarán ustedes si el editorial y las colaboraciones no merecen mi atención. ¡Por supuesto que la merecen! Pero es lectura para meditar, para valorar las cosas que nos pasan todos los días, para apreciar perspectivas diferentes, a veces tan diferentes que resultan contrarias.

Estos temas suelen ser mi lectura también nocturna.

Claro está que tengo mis favoritos. Sólo quiero mencionar a uno, para no provocar demasiados celos, con enorme admiración que es ya muy antigua, de los tiempos en que Fernando Benítez, además de ser notable cabeza de un grupo excepcional de intelectuales y artistas, nos mostraba la vida real de nuestros indígenas en obras que ya son clásicas e inmortales.

Ahora Fernando hace una especie de Rayuelaz ampliada. Breve, sustanciosa, con enorme profundidad. Y, por supuesto, sentimental. Y nos descubre la gracia de decir mucho en muy pocas líneas.

Alguien, creo que Pedro Miguel, me dijo un día en que me quejaba yo de las reglas limitantes de la extensión de nuestras colaboraciones, que el artículo mejor es el que se expresa, simplemente, en un enunciado.

Me convenció y desde entonces, sobre un primer escenario en que pongo personajes y ambientes como vayan saliendo, empiezo las prolongadas relecturas en la pantalla del ordenador que cierro con un texto impreso para llevarme a la cama con pluma de criticar y reducir y al día siguiente, casi siempre los viernes, antes de mi desayuno insustituible con el grupo de Juan Sánchez Navarro (y Julio Scherer y Juan José González Hinojosa y muchos amigos más), le doy una nueva repasada con otros aires y acabo por concentrar el texto en el mínimo posible.

Y siempre me acuerdo de Pedro Miguel y de que podría ser mucho menor. Pero ¡cómo cuesta suprimir algunos párrafos!

Estaré fuera de México poco más de una semana. Primero en Perú y después en Santiago de Chile, con algunos compromisos académicos, obviamente laborales.

Y en esas ausencias, lo que más me duele es no tener a la mano La Jornada y perder la noción de lo que pasa en casa.

Tendré, sin embargo, cosas que comentar, probablemente desde Santiago de Chile, a partir de la decisión de los señores lores ingleses.

Por fortuna, promete ser una semana interesante.

Pero difícilmente podré ejercer, con tanta intensidad, mi derecho matutino a reirme para lo que Magú y Trino aportan con enorme generosidad, y mi derecho a leer en las imágenes que el bien premiado Pedro Valtierra dibuja todos los días.

Ya me desquitaré al regreso.