¿Cómo entender la voluntad oficial de promover el cine mexicano cuando después de abandonar por cuatro años a la película En el paraíso no existe el dolor, del director neoleonés Víctor Saca (Imcine, 1994), se le condena finalmente a triste estreno en dos salas, en condiciones de desventaja, sin publicidad, sin distribución efectiva, y sin perspectivas de sobrevivir más de una semana en cartelera? Sería difícil justificar ese desdén invocando una supuesta factura deficiente, malas actuaciones o poca originalidad temática, pues de ser así apenas dos cintas al año merecerían correr en México una suerte distinta. ¿Qué sucede entonces?
En el paraíso no existe el dolor es una cinta incómoda, y para muchos incluso irritante. Por sus temas (homosexualidad, violencia urbana, sida) y por su manera de abordarlos. El recorrido nocturno que hace el protagonista Manuel (Fernando Leal) por cantinas y antros regiomontanos, luego de la muerte por sida de su amante Juan, no es pretexto para representaciones pintorescas del dolor y la miseria, ni para un patrocinio moral con regaño adjunto. En las viñetas que integran esta película, episodios de realismo muy crudo, figuran un ex presidiario (Mister Jalisco) ligador de gays para quien la extorsión es el primer trámite para el crímen homofóbico, una vedette Bruma King (Claudia Frías, presencia notable), venida muy a menos después de un accidente; un policía corrupto, grotescamente narciso; sugerentes travellings en antros de mala muerte, en El corral del gallo o en la discoteca Bérberis, con un concurso de gays imitando a Juan Gabriel o con bailarinas que parodian rutinas de gimnasio con fondo musical de salsa. Este itinerario de Manuel, el personaje gay, es un ritual de duelo, un extraño reconocimiento del dolor propio en las miserias que poco a poco va descubriendo en torno suyo, en un territorio a la vez cercano y ajeno. Manuel y Bruma King desarrollan una relación extrañamente solidaria, con ausencia de deseo carnal e intempestivas solicitaciones de ternura (``Eres más atractivo entre menos cosas se te antojan''), una relación en las antípodas del folclor sentimental de Danzón, de María Novaro, más cercana tal vez al universo de frustraciones y soliloquios afectivos de Dulces compañías, de Oscar Blancarte.
En trazos mínimos, muy rápidos, Víctor Saca señala la imposibilidad de diálogo entre el mayate chacal depositario del rencor social --disputa en el departamento de Marcos (Miguel Angel Ferriz) por un abrigo de pieles-- y el gay en busca de una gratificación sexual para aligerar su pena; el delirio febril del enfermo que en su lecho de hospital revive una noche en la ópera escuchando La Traviata (``¡Qué lástima que fuimos tan pocos en una función tan padre!''), y la imagen recurrente de una pistola que Manuel no le procura a su amante enfermo para un desenlace menos atroz, pero que finalmente servirá para ajusticiar a un criminal homófobo.
En el paraíso no hay dolor, pero tampoco perdón en esta tierra. El mundo desencantado y agrio que describe Saca es representación extrema de la pérdida de ilusiones, revelación muy desnuda, nada metafórica, de la crisis total en medio del optimismo ramplón que caracterizó a toda una época, esa época triunfalista del ``ya la hicimos'' en la que precisamente una cinta como ésta no podía tener cabida. La época de amables imágenes de exportación (Como agua para chocolate o Danzón), o de tristes intentos por aprovechar el sida como resorte humorístico (Sólo con tu pareja).
En 1994, En el paraíso no existe el dolor tuvo en contra suya su escaso atractivo comercial y su postura anticomplaciente al abordar el tema del sida sin frivolidad y sin miradas de conmiseración; al mostrar homosexuales alejados del estereotipo tranquilizador (y divertido) del afeminamiento; y al señalar una sordidez real que sorpresivamente no podía ya ser producto predilecto de exportación ni tema de telenovela. Cuatro años después la incomprensión sigue siendo la misma.
Hay por supuesto deficiencias formales en la película de Saca, actuaciones que distan mucho de ser convincentes, y un lamentable tono lastimero en la voz que Fernando Soler Palavicini presta a Juan, el enfermo de sida. Sin embargo, es sorprendente la originalidad en la propuesta plástica, en los movimientos de cámara y las composiciones cromáticas que capturan con acierto las atmósferas de los antros, sin glamour, sin regodeo en la inmundicia, con una frialdad en la que el placer es anticipación del duelo, y el antro una variante de la morgue. Marcos tijereteándose camisa y camiseta, cortándose con rabia los cabellos por la muerte de su primo; Marcos y Manuel aceptando al fin la muerte del ser querido sin sucumbir a la degradación, en un último ritual de reconciliación fraternal, son imágenes que a cuatro años de haber sido propuestas merecerían hoy una consideración igualmente generosa.