Ya se ha iniciado la contienda interna en el Partido de la Revolución Democrática para decidir quién será el relevo de Andrés Manuel López Obrador y además, para elegir a la dirección nacional de ese partido, en comicios abiertos a sus militantes y amigos.
Los primeros pasos de los grupos internos son de negociaciones en corto, amarres, compromisos, búsqueda de apoyos, cuestionamientos de buena fe o de mala leche que parecen zancadillas; hay intercambio de promesas de votos, no tanto de ideas. Se definen simpatías personales, se apuesta al carisma, a la capacidad de maniobra, al desgaste de los competidores.
Se ponen en marcha prácticas que deben caraterizarse como de atraso político. Esa es la realidad, no hay de otra. Pero sería desastroso para el PRD y para las fuerzas sociales y políticas que representa o puede representar, que la batalla por la sucesión interna se diera en esos niveles. Sería un retroceso.
Este partido, la izquierda, tiene responsabilidades inmensas frente al país que no pueden ni deben ser ignoradas en este proceso de cambio de su directiva. Es más, son cuestiones y responsabilidades que deben estar en el centro, si se quiere elegir una dirección que consolide las posiciones actuales de este partido y desarrolle su capacidad y cualidades como fuerza que, de manera realista, aspira al poder cuando va a iniciarse siglo XXI.
Tras los avances electorales de 1997 el PRD comenzó a instalarse firmemente como la fuerza política que de manera más consecuente representa los intereses de la mayoría de los mexicanos. Es así no por su quehacer electoral, en el cual tienen mucho peso los criterios en exceso pragmáticos; se hacen a un lado principios y proyecto políticos para postular a cualquiera, así sea un enemigo de la izquierda de toda su vida, como Ricardo Villa Escalera en Puebla, para poner un ejemplo.
En realidad, si este partido ha alcanzado en los últimos meses una indudable autoridad política, reconocimiento y respaldo social, es por sus definiciones y firmeza frente a problemas como el manejo gubernamental del Fondo Bancario de Protección al Ahorro y el conflicto en Chiapas. El PRD entendió, sobre todo en relación con el Fobaproa, que se precisa firmeza para defender sus propuestas si se quieren lograr en serio modificaciones sustanciales en la conducción de la economía, si se pretende ir a fondo en el combate a la corrupción y al manejo patrimonialista, irresponsable y hasta delictivo de los recursos públicos. Si, en suma, se quieren sentar bases sólidas para realizar reformas duras al desastroso modelo económico que ha empobrecido en unos cuantos años a las tres cuartas partes de los mexicanos.
En la batalla del Fobaproa, López Obrador instaló al PRD firmemente en la izquierda. Una izquierda no declarativa, doctrinal, que a nada compromete, ha tomado una posición definida en favor de cambios políticos y económicos necesarios para que México avance a un régimen de democracia política y justicia social. López Obrador entendió que las posibilidades de modificar el rumbo económico -las que son hoy existen- así como el impulso a la transición democrática, pasan por la prueba del Fobaproa y Chiapas.
Quienes aspiran a suceder al actual presidente del PRD, más allá de su capacidad para moverse en el aparato partidario, tienen la obligación y la necesidad de exponer con claridad sus definiciones sobre la situación política actual del país y la posición que debe adoptar el PRD frente a sus nuevos y complejos retos que como partido aspira a alcanzar el poder en el año 2000.
Sólo de esta manera, la sucesión interna se llenará de contenido político, evitará ser una confrontación desgastante y aburrida entre personalidades distintas, una lucha de aparato y grupos. Este será el mejor cemento para la unidad partidaria e inspirará confianza en los electores y simpatizantes del PRD.
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