Juan Villoro
Diez años para refutar el tiempo*

Generación comenzó sus días en 1988, en la madrugada del grunge y en plena ``caída del sistema'', es decir, en el principio del fin de las cosas conocidas. En esa época, ``cuando los políticos se drogaban con sus propias palabras'', como escribe Fadanelli, todo se veía francamente de la chingada y las posibilidades de cambio se presentaban en forma de catástrofe. Como es lógico, hoy estamos peor. México se ha convertido en el país de la transición institucional y el desplome ocurre en rigurosa cámara lenta.

Testigos de esta década nefasta, los colaboradores de Generación han asumido las formas más comprometidas de la lucidez, de la crítica a un entorno que no vale la pena, a la invención de paraísos alternos. Si Hollywood dedicó esos diez años a disciplinar la paranoia y poner en escena superproducciones del juicio final, Generación ha sido un sencillo y eficaz espacio de resistencia.

Al final de Las ciudades invisibles apunta Italo Calvino: ``El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio''.

Generación es una precisa y tumultuosa lección de lo que no es infierno. Escrita por gente que no conoce otra etapa que la crisis, rodeada de la corrupción y la impunidad, es una forma rebelde de la felicidad.

No es extraño que esta empresa a contrapelo naciera cuando el secretario de Gobernación informaba a la ciudadanía que sus votos y su voluntad se habían disuelto sin remedio. Generación se propuso desde entonces hacer otros conteos y ofrecer otro registro de un país donde lo importante siempre ocurre en secreto.

Publicar revistas suele ser una de las formas más nobles del suicidio intelectual y Generación surgió en un entorno particularmente adverso. ``La ciudad de México es, sobre todo, la demasiada gente'', ha escrito Carlos Monsiváis. Vivimos la más espectacular cultura de la congestión de fin de milenio y los jóvenes encuentran que en todas las ventanillas de interés hay un letrero que dice ocupado. De acuerdo con nuestra pirámide demográfica, quien rebase los 30 años pertenece a una estricta minoría biológica. ``Somos un chingo y seremos más'', es la divisa de los jóvenes. En la medida en que es recorrido por nuevas horas, el país parece cargado de futuro; sin embargo, el arribo de las nuevas generaciones a las plazas públicas ocurre en una época en que el principal horizonte es el desempleo. Generación apareció como una saludable refutación de esta tendencia; no sólo es el teatro de quienes supuestamente deberían esperarse para actuar, sino que abre sus páginas a los vetustos de la tribu.

Con el objeto de contener el relevo generacional, las metrópolis congestionadas aplazan el ingreso oficial a la edad adulta. En los años setenta; en su Informe de Juventud, el ayuntamiento de Madrid consideraba que a los 24 años el ciudadano era un ser maduro. En los años noventa la frontera se ha corrido hasta los 30 años. Las responsabilidades del Estado se posponen a medida que aumentan las demandas. La juventud es una sala de espera en la que hay que tomar una ficha. Y las fichas cada vez están más lejos de la meta.

Para mitigar este vacío social se suele glorificar la condición juvenil con promesas para el mañana. Se regatea una función en el incómodo presente pero se entrega un cheque posfechado, con un espectacular cobro posterior. La ideología que proclama a los jóvenes como ``depositarios del futuro'' convierte al presente en un mero anticipo del porvenir: los jóvenes reciben un trato de incógnitas aún indescifrables, posibilidades siempre pospuestas; si actuaran, dejarían de ser futuro.

Sin pedirle permiso a la tradición ni arrojar incienso en los altares de la cultura establecida, Generación se ha arriesgado a tener presente. Sus colaboradores son jóvenes, no porque tengan bajo el colesterol o formen parte del ejército cultural de reserva, sino porque escriben desde una diferencia.

Esta antología combina las virtudes de la pasión y el lápiz óptico: los testimonios son gozosamente personales y al mismo tiempo tasan la realidad y sus códigos de barras.

Desde su arranque, la revista estuvo animada, más que por el vago tema de la juventud, por la idea de generación, es decir, por los límites que demarcan lo nuevo, la ruptura, el cambio deseable. Vecindario de inconformes, Generación hace sus fiestas a deshoras y proclama nuevas formas de entender el calendario.

En esta década de papeles dispersos conviven la nostalgia y el odio al pasado, el diálogo con los padres y el parricidio intelectual, las modas impuestas por el consumo (``las flores del mall'') y las fugacidades perdurables, las negras profecías de la fantapolítica y las esperanzadas certezas de la imagación.

Fiel a la ciudad que le sirve de escenario, Generación es un microbús sin paradas fijas, siempre lleno y siempre dispuesto a recoger nuevos pasajeros. Gracias a la vocación provocadora y gregaría de su director, Carlos Martínez Rentería, y al ánimo de estruendo y coperacha de sus chorrocientos colaboradores, se ha convertido en un viaje de referencia por las zonas de cambio de nuestra cultura.

Esta década de apuntes incendiarios refuta las cronologías y demuestra que el futuro no es el reino que recompensa a los obedientes que aguardan con quietud beata sino algo que se toma por asalto. No es casual que las últimas palabras del libro sean: ``deseamos volver al futuro''. Los autores de Generación le han dado cristalazos al tiempo para robarle momentos decisivos. Estos diez años son una historia heterodoxa de lo que vivimos y un riguroso anticipo de las cosas que vendrán.

* Prólogo del libro Generación perdida, selección de textos generacionales que publicará Times editores.