Fernando González Gortázar
La soberanía del mundo

La nunca suficientemente bienvenida detención de Augusto Pinochet en Londres (y su previsible y execrable liberación), han vuelto a poner sobre el tapete la discusión acerca del alcance de las soberanías nacionales. En efecto, cuando Leonid Brezhnev lanzó su doctrina de la ``soberanía limitada'', el mundo entero (fuera del Pacto de Varsovia) se indignó con razón: estaba siendo utilizada para justificar un acto repugnante, el sojuzgamiento imperial de la Checoslovaquia renaciente.

Pero al paso del tiempo hemos venido cayendo en la cuenta de que, en efecto, la potestad de las naciones no puede ser infinita, de que hay asuntos a los que nadie, esté donde esté, puede ser indiferente, y materias cuyas soberanía pertenece a la humanidad entera. Aunque puede haber otras, comentaré tres de ellas.

Los derechos humanos es la más obvia: ni Hitler pudo alegar soberanía para respaldar sus vilezas, ni Pinochet para las suyas, ni el gobierno mexicano puede hacerlo para evitar que cualquier ciudadano del mundo se preocupe, se indigne y actúe en consecuencia, ante la situación chiapaneca. El que los jueces británicos esgrimieran el ``principio'' según el cual ``un Estado soberano no impugnará a otro en relación con sus actos soberanos'', y el de que los ex jefes de Estado no pueden ser enjuiciados por actos cometidos en su ``capacidad oficial'', es una monstruosidad de implicaciones terroríficas. En este momento, por citar un ejemplo entre muchísimos, las fechorías de los talibanes en Afganistán son algo que hiere a cada ser humano, a cualquier razonamiento moral, a todo proyecto de un futuro más noble. Nadie está al margen, y nadie puede escudarse en sus fronteras para institucionalizar el crimen.

El segundo terreno es el del patrimonio histórico-cultural. Por hacer suposiciones grotescas, Egipto no podría alegar soberanía para destruir las pirámides, ni el Vaticano para hacerlo con los archivos de la Inquisición, ni país alguno tiene potestad para reprimir y aniquilar a sus minorías étnicas, ni a las lenguas y culturas que en ellas encarnan; esto último es algo que acontece día tras día, por todas partes, y ante nuestros ojos.

Por último, el medio ambiente y la biodiversidad son también patrimonio universal: Brasil no podría destruir la Amazonía sin esperar una reacción global ni los países ricos tienen derecho a atentar contra la capa de ozono del hemisferio opuesto. Claro está, los tres puntos anteriores, que parecen tan autónomos, no lo son: al degradarse la naturaleza se degradan las culturas que se derivan de ellas, y la guerra arrasa todo derecho humano, toda armonía ecológica, todo valor cultural.

En realidad, lo que es patrimonio de cada uno de nosotros son los principios éticos que deben sostener las relaciones de las personas con las personas, con la historia y con el mundo; esto es lo que se defiende.

Hasta ahora, la palabra globalización ha significado la sumisión de cualquier cosa frente al capital, la vigencia de la ley del más fuerte, la empobrecedora y tristísima uniformación del planeta. Debemos hacer que tal palabra signifique algo bueno: la conciencia de que por encima de las fronteras, siempre artificiales y artificiosas, el mundo es el lugar de los derechos, las herencias y los sueños de todos, y de que todos, todos, debemos exigir su respeto.

Algún día, el conjunto de las naciones replanteará a fondo, sobre bases más sólidas y menos proclives al abuso, los límites de sus soberanías. La detención del delincuente chileno en Londres y el admirable fallo de la Audiencia Nacional Española demuestran que, aunque muy lentamente, vamos avanzando en esa dirección, y que podemos abrigar esperanzas.